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Estaban por todas partes.

Con nuevos reclutas llegando a diario, los militares se dedicaban a emplear casi cada palmo de desierto disponible para recrear las condiciones de combate en el norte de África. De manera que no había lugar adonde pudiera ir Morgana sin encontrarse con un campo de tiro, maniobras militares o aviones de caza en vuelo rasante.

Se enteró de que el Centro de Entrenamiento del Desierto se extendía desde el oeste de Pomona, en California, hasta casi Phoenix, en Arizona, y desde la frontera con México en Yuma hasta Searchlight, en Nevada, por el norte. En el interior de esta zona inmensa, el ejército levantó otros diez campamentos temporales además de Camp Young, llenándolos con los nuevos soldados que llegaban, para muchos de los cuales aquella era la primera vez que trababan contacto con el desierto. Era el mes de abril. ¿Qué irían a hacer allí en los meses de julio y agosto, cuando las temperaturas diurnas alcanzaban los cincuenta y un grados centígrados?

Si, por un lado, Morgana no podía evitar inquietarse por los reclutas, se encontraba ella misma librando, por otro, una batalla mental en dos frentes: la que mantenía con su conciencia, tratando de no ver a los miles de muchachos de uniforme que ocupaban casi su propio patio trasero, y la que le presentaba Gideon implorándole a diario que le permitiera alistarse.

Tras una noche más de agitarse y dar vueltas en la cama, llegó a la decisión de que, por desagradable que le fuera a resultar la tarea, tenía que presentarse ante las autoridades de Camp Young a decirles algo importante.

Se tomó todo el tiempo necesario con sus cabellos, asegurándose de que la longitud de su melenita hasta los hombros fuera igual en todo el contorno, con los lados y la parte superior peinados en ondas bien marcadas y perfectas. Luego estuvo considerando varios conjuntos antes de decidirse por una falda de color crema y una blusa rosa, y finalmente se aplicó lápiz de labios, diciéndose que, si esperaba ser oída por los que estaban al frente del campamento, debía estar presentable y evitar que la tomaran por uno de esos habitantes del desierto que vivían al margen de la realidad. La ropa y el lápiz de labios no tenían nada que ver, sin embargo, con el capellán padre O’Neill, quien había estado presente en sus pensamientos en días anteriores. Y cuando solicitara hablar con él, sería solo porque no podía presentarse allí por las buenas y decir: «Quiero hablar con el encargado».

Sin embargo, cuando una hora después se aproximaba al campamento, se dio cuenta de que estaba deseando ver de nuevo al atractivo capellán.

Camp Young se halla al sureste de la Fuente del Álamo, en el límite oriental del Valle de Coachella, en la carretera hacia Blythe, en medio de la nada. En la llana y alta meseta, rodeada por colinas de tonos parduscos, Morgana distinguió hileras de tiendas y cobertizos con cubierta metálica, pero sin ningún edificio real a la vista. Todoterrenos, tanques y vehículos militares de todo tipo. Hombres por todas partes. Gritos que resonaban por doquier. Un toque de corneta incluso. Morgana no había esperado encontrarse con un campamento tan grande y tan activo.

«Se están adiestrando para la guerra».

Todo aquello la entristeció de pronto y sintió el deseo de dar marcha atrás y retirarse a su albergue, donde los huéspedes eran educados y tranquilos, y el té de la tarde se servía en vajilla de porcelana.

Aun así, condujo la camioneta hasta la garita del centinela, donde una barrera de madera le impidió el acceso. Un joven guardia armado con un rifle se adelantó y le preguntó qué asunto la llevaba hasta allí.

—Es algo personal —respondió, haciendo caso omiso de los soldados que se habían reunido en la verja para mirar.

—Lo siento mucho, señorita, pero esta es una instalación militar, y los civiles…

—¡Por amor de Dios! —Se bajó de la camioneta, se encasquetó el sombrero en la cabeza y dijo—: Lo único que le pido es que tenga usted la bondad de informar de mi presencia al mayor O’Neill.

Un oficial se acercó entonces a paso vivo, sin guerrera, con el cuello abierto y la corbata floja.

—¿Algún problema, cabo?

Morgana supo que se trataba de un oficial porque el centinela se cuadró y saludó, y los hombres que había junto a la barrera se dispersaron.

—He venido a hablar con el mayor O’Neill, y este hombre no quiere dejarme pasar.

El oficial era un hombre alto, de cincuenta y tantos años, nariz larga y ojos tristones.

—¿Es usted familiar suyo?

—Soy una amiga —respondió Morgana, pensando, de paso, que ni Fort Knox podría estar mejor protegido—. No vengo a espiar. Pero hay algunas cosas que ustedes deberían saber acerca de la manera como están llevando su campaña en el desierto.

Tras ordenar al centinela que fuera a avisar al mayor O’Neill, el oficial se dirigió a Morgana:

—¿Cosas que deberíamos saber?

La joven miró a través de la verja los escuadrones de hombres que desfilaban y hacían la instrucción.

—No me parece que la mayoría de sus reclutas sean gente del desierto. Esto no es un picnic en la playa. Hay cauces de mares desecados cubiertos de sal, amplios valles llanos, rocas y gargantas. El clima es extremo. Las temperaturas pueden rebasar los cuarenta y ocho grados centígrados a la sombra y llegar a bajo cero en invierno. Hay tempestades de arena traicioneras, que se presentan casi sin previo aviso, o sin aviso en absoluto, y súbitas tormentas eléctricas capaces de producir descargas mortales. Hay serpientes de cascabel, escorpiones y tarántulas…

—Ya nos hemos dado cuenta de estas cosas, señorita.

—Pero ¿son conscientes también de lo molestas que se ponen las moscas en el verano? Sus hombres necesitarán mucha protección contra ellas. Les sugiero flit.

—Ya está pedido.

Morgana trató de resguardar sus ojos de la luz del sol, mientras pensaba que al campamento le convendría contar con unas cuantas palmeras.

—El otro día vi a algunos de sus hombres de maniobras; llevaban botas altas. Ese calzado no es adecuado para los climas cálidos, porque dificulta la circulación de la sangre. De hecho, salvo para los pies, no debería utilizarse nada de cuero. Recomiendo que lo sustituyan por tejido de hilo grueso. Y los pantalones cortos que les he visto a algunos hombres no deberían emplearse en el desierto: les dejan las piernas desnudas y expuestas a las heridas provocadas por espinos, piedras e insectos…, unas heridas que se infectan con mucha facilidad.

—Comprendo —dijo el oficial—. ¿Hemos hecho algo bien?

Ella reflexionó un momento, observando a los soldados que habían vuelto a acercarse a la verja, pasaban los dedos a través de la malla metálica y observaban la escena con curiosidad.

—Esas gorras verde oliva que llevan, con sus grandes viseras, son una buena protección contra el intenso resplandor del sol.

—Muchas gracias, señorita —respondió el oficial con una sonrisa que descubrió una dentadura con manchas de tabaco—. Tenga usted la seguridad de que transmitiré esta información a la superioridad. Veo que ya viene el padre O’Neill… —Se volvió al centinela, diciendo—. Continúe en su puesto, soldado. —Y siguió su camino.

Morgana subió de nuevo a la camioneta y aguardó a que O’Neill llegara a la garita del centinela. Cuando alzaron la barrera de madera, siguió adentro.

—¡Buenos días! —la saludó el capellán.

Vestía totalmente de caqui, con los pantalones y la camisa perfectamente planchados y con las crucecitas brillando en las puntas del cuello. Su cabeza descubierta mostraba unos cabellos castaños, muy cortos, con reflejos dorados.

—Desearía cambiar unas palabras con usted, mayor, si es posible. ¿Dónde puedo aparcar?

Los mirones se dispersaron, bajaron la barrera y Morgana dejó la camioneta al lado de la verja. Una vez estuvo a su lado, O’Neill le dijo:

—Veo que ha estado usted charlando con el viejo.

—¿El viejo?

—El general Patton. Dirige toda la preparación de la Campaña del Desierto. ¿No lo sabía usted?

—Entonces…, he dado precisamente con la persona con quien quería hablar. Estaba dándole unos cuantos consejos.

O’Neill sonrió y arrugó el entrecejo al mismo tiempo.

—¿Que ha estado usted dándole consejos al general Patton acerca de la guerra?

—Yo no sé ni una palabra sobre la guerra. Pero conozco el desierto.

O’Neill la invitó a tomar un café en la cantina, pero Morgana no quería aceptar. Ya había hecho lo que había ido a hacer —prevenir a aquellos hombres sobre lo que se encontrarían allí— y no tenía más motivos para quedarse.

—Una taza de café me iría de perlas —dijo.

La cantina tenía un tosco suelo de madera y paredes de lona, y estaba llena de olores de cocina y humo de cigarrillos; de los altavoces montados por encima de las cabezas salía una música suave. Había solo unos pocos hombres sentados allí a media mañana, inclinados sobre periódicos, resolviendo crucigramas, tomando donuts y café. Unos vestían traje de faena, otros uniformes. Algunos formaban grupos y conversaban tranquilamente, mientras que otros hombres estaban sentados a solas. A Morgana la llamó la atención lo jóvenes que parecían todos.

Mientras el mayor O’Neill y ella tomaban asiento en una larga mesa libre, él le preguntó:

—¿Cómo quiere el café?

Y enseguida volvió con dos tazas y una servilleta con dos bollos de canela envueltos en ella.

—Está muy tranquilo esto —observó Morgana mientras removía el azúcar en su café.

En la mesa contigua, un soldado que por su aspecto tendría como mucho dieciocho años recién cumplidos, estaba encorvado sobre un bloc de papel de cartas, y escribía con verdadero ahínco, haciendo una pausa de cuando en cuando para chupar la punta de su lápiz.

—Debería usted verlo a las horas de las comidas —dijo O’Neill mientras dejaba los bollos de canela entre los dos.

«Y cuando reparten el correo», pensó Morgana, imaginando la añoranza del hogar que debían de sentir aquellos muchachos y su deseo de tener algún contacto con su familia y sus amigos.

Cuando la vio cambiar de postura en su silla metálica, O’Neill dijo:

—Me temo que estos muebles no están diseñados pensando en la comodidad de las personas.

—Podrían dársele unos cuantos toques hogareños, como manteles en las mesas y flores.

—Es espartano a propósito. El general Patton quiere mantener el «embellecimiento» a un nivel mínimo, para concentrarse en la instrucción técnica y táctica. La mayoría de los hombres que se entrenan aquí son de infantería, y necesitan incrementar su resistencia física. Por ejemplo, la ración de agua está limitada para todos, incluidos los oficiales, a solo una cantimplora diaria.

—Y ustedes hacen eso… —lo interrumpió ella—. Apuesto a que sus oficiales están en la errónea creencia de que el agua debe ser racionada…

—¿No debería estarlo?

—Si está usted en el desierto y tiene sed, beba toda el agua que tenga. El cuerpo actúa como un depósito. Hemos encontrado personas muertas por deshidratación debida al calor del desierto, con cantimploras llenas de agua.

Unas canciones salían entonces por los altavoces, interpretando música de Glenn Miller: «No te pasees por el Camino de los Enamorados con alguien que no sea yo, hasta que regrese desfilando al hogar».

—Mayor O’Neill… ¿o debo llamarlo capellán? —preguntó Morgana, sintiéndose torpe y triste de pronto, y preguntándose por qué no se levantaba de la silla y se iba sin más.

—Puede decirlo de las dos maneras. La mayoría de los reclutas me llaman padre.

—El otro día, cuando detuve los tanques, me dijo usted que lo habían puesto al mando de las maniobras porque se necesitaba un oficial y usted estaba a mano… Encuentro difícil creerlo.

Él dejó escapar una ligera carcajada.

—Soy un pésimo mentiroso —confesó.

—Entonces…, ¿por qué estaba allí?

—Pues porque para atender a los soldados un capellán tiene que crear lazos con ellos, y acompañarlos en las maniobras es una buena manera de crear esos lazos. Los capellanes estamos en todas partes, en los campos de entrenamiento, en los de tiro, en las salas de reunión. No llevamos armas y tampoco nos enseñan a usarlas. Pero los acompañamos en las marchas por carretera y en los ejercicios con máscaras antigás. Por lo que tengan que pasar los hombres, los capellanes tenemos que pasar también.

Morgana se dio cuenta de que O’Neill no había probado el café, pero seguía dándole vueltas con la cucharilla y contemplando el remolino del líquido, como si hubiera algo perdido allí dentro. Finalmente, dijo:

—¿Por qué detuvo usted los tanques? ¿De verdad fue para proteger el desierto?

La pregunta pilló a Morgana por sorpresa. ¿Cómo podía haberlo sabido? ¿Tal vez era tan mala mentirosa como él?

—¿Por qué dice usted eso? —preguntó.

—Me pareció que su reacción ante los tanques era un tanto excesiva. Perdóneme… —se disculpó—. En mis años como capellán, y antes de eso como párroco, aprendí a escuchar lo que la gente no decía. Y a veces olvido que no todos los que me hablan buscan mi consejo. Son gajes del oficio, por así decir.

—Soy contraria a la guerra, mayor. Contraria a lo militar, a los cañones, los tanques, los uniformes…

La cucharilla de café seguía dando vueltas y vueltas, y él tenía los ojos fijos en el pequeño vórtice que formaba en su taza.

—¿Puedo preguntarle el motivo? Quiero decir…, ¿si es por razones de su religión?

—Hace años hubo una gran violencia en mi vida. Violencia en mi familia. Desde entonces me repugna toda clase de lucha y de agresión.

Morgana esperaba que él le repitiera a continuación las palabras de Gideon acerca de la defensa del país. Pero no lo hizo. Notó, con todo, que algo pasaba por la mente del capellán.

Cuando alzó de nuevo los ojos, fue para mirarla directamente a la cara, pensativo. El padre O’Neill tenía un rostro franco, con una mandíbula recia, ojos castaños y profundos bajo unas cejas rectas… Morgana tuvo el extraño presentimiento de que estaba a punto de hacerle alguna confesión vergonzosa, y aquello la alarmó.

Su expectación fue rota por un soldado que se acercó diciendo:

—Dispense, padre…, ¿podría pasarme la leche?

A Morgana la sorprendió descubrir que, en apenas unos minutos, casi todas las sillas de su mesa habían sido ocupadas.

Cuando otro soldado, que ocupaba una silla contigua a la de O’Neill, dijo: «Perdone, padre… ¿tiene usted hora?», Morgana se sintió impresionada. El capellán era evidentemente un hombre popular.

—¿Le gusta a usted el ejército? —le preguntó.

Probó el café y lo encontró amargo.

—Con la excepción de los mandamases, no creo que a ninguno de nosotros nos guste estar aquí. —Adivinó una muda pregunta en los ojos de Morgana—. ¿Que por qué me alisté, entonces? Cuando estalló la guerra en Europa, supe que no pasaría mucho tiempo antes de que Estados Unidos se viera arrastrado a ella, y me alisté por eso, sabiendo que se necesitarían capellanes. Pasé el curso de formación para capellanes militares y, como me había licenciado en el seminario de la Unión Teológica y servido como capellán en el Departamento de Religión de la Universidad de Columbia, me asignaron el grado de oficial. A la postre, mi intuición resultó ser profética. Hace cuatro meses, antes de lo de Pearl Harbor, había solo ciento cuarenta capellanes militares en el ejército. Desde el ataque, ese número se está doblando a marchas forzadas, a medida que acuden a alistarse más hombres del clero.

Al fijarse en la crucecita que llevaba en el cuello de la camisa, a Morgana se le ocurrió una idea. Le preguntó:

—Mayor… ¿Me permite abusar de sus conocimientos sobre la Biblia?

—Pues claro que sí. Para eso estoy aquí.

—¿Qué significa la frase «Los hermanos lo vendieron a los mercaderes de Madián»?

—Es un fragmento de la historia de José, en el Génesis. El padre de José le había regalado una túnica de manga larga, que suscitó los celos de sus hermanos y que los impulsó a vender a José como esclavo a los madianitas. ¿Por qué lo pregunta?

—Es solo algo que oí en cierta ocasión —respondió Morgana. En aquel momento, la música cambió: era ahora la de «Chattanooga Choo Choo»—. Debería irme ya. Tenemos mucho trabajo —dijo, aunque no se movió.

—¿Mucho trabajo? —se extrañó él.

—Llevo un albergue en Twentynine Palms, y lo tenemos a tope. Me necesitarán para la hora punta del almuerzo.

Hacía ahora calor en la cantina. Morgana se quitó el sombrero de paja para abanicarse con él.

—¿Cuánto tiempo ha vivido usted…? —comenzó el capellán, pero entonces se fijó en la frente de Morgana, ahora descubierta, se aturulló en su pensamiento, apartó la mirada enseguida, tosió, se recuperó y reanudó la frase—: ¿Cuánto tiempo lleva viviendo usted en el desierto?

Morgana volvió a ponerse el sombrero, ocultando su frente. Había olvidado que el tatuaje sorprendía a veces a los extraños.

—Desde que era pequeña.

—Por eso conoce usted tan bien el desierto… ¿Vinieron aquí sus padres para establecerse como granjeros?

—Mi padre fue en los inicios un cristiano devoto; luego sufrió una crisis de fe y vino aquí buscando respuestas.

—¿Las encontró?

—No lo sé. Desapareció hace veintidós años. Justo antes de desaparecer, me dijo que había hecho un descubrimiento maravilloso. Ignoro de qué se trataba, pero fue aquí, en algún lugar del desierto. He estado buscándolo, o al menos huellas de su rastro, pero no he tenido suerte.

—¡Qué extraordinario! —murmuró, y fijó de nuevo sus ojos en ella. El mayor O’Neill mostraba una singular actitud cambiante entre sentirse relajado y a gusto o serio y pensativo—. ¿Cómo hace uno para buscar a un hombre en una extensión de casi dos millones y medio de kilómetros cuadrados?

Miró la mano izquierda de Morgana y lo sorprendió ver que no llevaba anillo de bodas. ¿Por qué no se habría casado una joven tan atractiva?

—Tengo unas cuantas pistas que seguir —dijo Morgana.

Se dio cuenta de que el mayor fruncía el entrecejo y eso la sorprendió y la llevó a preguntarse el motivo de que lo hiciera. ¿Sería el tatuaje? ¿Debería explicárselo? Mientras el escrutinio de que la hacía objeto se prolongaba, y Morgana tomaba la decisión de levantarse y despedirse de él, otro joven recluta, con el cabello tan recientemente pelado al rape que su cráneo parecía frágil y vulnerable, le rogó al capellán que le pasara la leche.

Ahora la mesa estaba completamente llena, con todas las sillas ocupadas y con los muchachos comiendo y fumando, leyendo revistas, escribiendo cartas…, pero con su atención claramente puesta en el mayor, como lo ponía de manifiesto todo su lenguaje corporal. ¿Sería para ellos la figura de un padre, aunque Morgana apostaría que no pasaba de los treinta y cinco años? ¿Confiaban en él todos aquellos jóvenes, y le contaban sus temores y sus añoranzas? La tristeza que había sentido en el momento en que entraron en la cantina abrumó ahora a Morgana. Aquellos pobres chicos, tan lejos del hogar… ¡afrontando el combate y la probabilidad de la muerte…!

Se puso en pie, sin haber acabado su café ni tocado los bollos; dio las gracias al mayor por su hospitalidad e insistió en que no necesitaba que la acompañara para volver a su camioneta. Pero él la acompañó hasta allí de todos modos. Antes de arrancar, Morgana le dijo:

—Le prometo que no volveré a darles la lata. Estoy segura de que sus generales saben todo cuanto hay que saber sobre supervivencia en el desierto.

—Su visita será siempre bien recibida —dijo el capellán.

Pero Morgana sabía que aquella era la última vez que veía Camp Young, el ejército y al capellán Robert O’Neill.

Y, sin embargo, mientras conducía a toda velocidad por la solitaria carretera del desierto, para dejar cuantos kilómetros le fuera posible poner entre ella y la guerra, sus pensamientos seguían tercamente fijos en el atractivo militar. Algo en él la turbaba, algo que no era capaz de señalar. Mientras la camioneta ascendía hacia la zona alta del desierto y cambiaba el paisaje, ahora con pinos piñoneros y enebros brotando alrededor de densos bosquecillos de árboles de Josué, el enigma se le ofreció con claridad a su espíritu: ¿cómo podía un hombre de Dios avenirse a participar en una acción violenta?

Al acercarse a la Roca del Arco, aflojó la marcha de la camioneta y se detuvo. El sol del mediodía envolvía al «elefante» en una pátina de color bronce claro. Morgana recordó la primera vez que Gideon se había encaramado allí, cuando Elizabeth le había dado el libro con las fotografías de los dibujos de su padre. Toda una vida desde entonces…

Aferrando el volante, Morgana apoyó la frente en los dorsos de sus manos y apretó los ojos hasta conseguir que se le saltaran las lágrimas. ¡Todos aquellos chicos! ¡Aquellas caras animosas y jóvenes…! Sonriendo y riendo mientras los entrenaban para matar. ¿Cuántos de ellos no volverían nunca? Gideon tenía razón. Era solo cuestión de tiempo… tal vez ya hubieran enmendado la ley de Servicio Militar Selectivo… y millones de jóvenes serían alistados, tanto si creían en la lucha, como si no.

La idea de la guerra y de matar la hacía sentir náuseas. Ojalá pudiera plantarse ante los ejércitos enemigos y detenerlos, como había detenido la columna de tanques. Pero era solo una mujer. ¿Y si todos los hombres del mundo depusieran las armas y dijeran: «No iremos»?

Pero eso no sucedería nunca. Pensó en los objetores de conciencia…, hombres que se eximían de las prestaciones militares por razones religiosas, morales o filosóficas. ¿Podría convencer a su hermano de que se declarara a sí mismo uno de ellos? No. Gideon estaba ansioso de convertirse en un héroe.

Lloró, pues, por los muchachos de Camp Young. Por Gideon.

Y entonces le vinieron a la mente unas frases de una película reciente: «No estoy cansada, Scarlett… Podría ser Ashley. Y que no hubiera aquí más que extraños para consolarlo. Todos ellos podrían ser Ashley…».