—No es nuestra guerra, Gideon —sentenció cuando salió de nuevo el tema del alistamiento.
—Es la guerra de Estados Unidos, y eso la hace nuestra. Pete Candlewell y George Martin se han alistado ya.
—Esas familias pueden permitírselo. Los Martin tienen siete chicos. Tú eres todo lo que yo tengo. Piensa en mí, Gideon.
—Estoy pensando en los hombres que murieron en Pearl Harbor en el Arizona.
A Morgana se le hundieron los hombros.
—¡Es terrible eso que dices, Gideon!
Ella también sentía lástima por las familias de los marineros que habían muerto en el bombardeo, pero dejar que Gideon se alistara en la Marina no serviría para devolverle la vida ni a uno solo de ellos.
Mirando fijamente a su hermano, dijo con voz trémula:
—Así que ayúdame, Gideon. Si te alistas, te prometo que no volveré a dirigirte la palabra.
La sorpresa de Gideon fue auténtica.
—¿Quieres obligarme a elegir entre mi país y tú?
—Si vas a una oficina de reclutamiento, no quiero volver a verte entrar por esa puerta nunca más. ¿Hablo claro?
Dos días más tarde, conducía por un antiguo lecho marino seco para visitar una granja distante, cuando se encontró con dos pequeños blindados, un transporte de armas y un jeep atascados en la arena hasta los bastidores. Los jóvenes soldados que los custodiaban le dijeron a Morgana que llevaban allí dos días aguardando vehículos para remolcarlos. Calculaban que harían falta quince metros de cable para sacarlos de allí. Estaban animados, pero con el alma tan llena de tristeza, que fue un consuelo para ellos explayarse: contarle de dónde venían aunque ella no se lo preguntó, deseosos de hablarle de su hogar y de decir algo que captara su atención, por el desalentador patetismo de su añoranza. Cuando se dio cuenta de que lo único que tenían entre todos era un depósito de doscientos litros de agua y una caja de bizcochos rellenos, Morgana compartió con ellos la comida que llevaba en su camioneta —fruta fresca, tomates y pepinos, hogazas de pan y botellas de leche—, y la avergonzada pero gustosa aceptación de todo ello, junto con la mirada de gratitud de sus ojos, hicieron que se alejara de allí a la vez turbada y furiosa, odiando la guerra más que nunca.
Morgana se dijo a sí misma que lo que el ejército hiciera con sus hombres era cosa de los militares. Que ella contribuiría al esfuerzo de la guerra racionando su consumo, arreglándoselas con menos y cultivando un huerto «para ayudar a la victoria». Pero que no contribuiría sacrificando a su único hermano.