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Morgana estaba tan alterada que por poco no vio a la tortuga del desierto que cruzaba el camino algo más adelante, y evitó atropellarla justo a tiempo.

Miró atrás para asegurarse de que la vieja moradora del desierto no había sufrido ningún daño y continuó su camino, pisando a fondo el pedal del acelerador para que la camioneta volara por la carretera de la Fuente del Álamo desde las alturas del desierto a las tierras bajas, dejando atrás los bosques de árboles de Josué, y los de cholla y ocotillo, para llegar al llano mar de vegetación de jarilla resinosa con olor a creosota. Tan absorta estaba en sus pensamientos, que cuando oyó explosiones en la lejanía, las tomó por truenos.

Gideon…

Que a la hora del desayuno había anunciado que iba a alistarse.

—No mientras yo viva —fue el comentario que murmuró Morgana.

Sabía que aquello iba a ocurrir, y estaba preparada para oponerse con todas sus fuerzas.

Gideon se había encogido de hombros y había seguido poniendo mantequilla en su tostada.

—Mira, Moggie…, Estados Unidos está ahora oficialmente en guerra. Han pasado cuatro meses desde Pearl Harbor. Mi deber es alistarme.

—Tu deber está aquí, con nosotros —había replicado Morgana, levantando la vista de la libreta de ahorros que estaba cuadrando—. Tú y yo somos todo cuanto tenemos, Gideon. Me quedaría sola si te alistaras.

—Podrías tener más, Mogs. Clyde Billings te ha pedido que te cases con él…

—Yo no quiero casarme con Clyde —dijo.

«Y menos que nadie con Clyde», pensó. Morgana llevaba tres años combatiendo la atracción que ejercía sobre ella aquel apuesto agente de fincas. Clyde era diabólicamente atractivo, ingenioso e inteligente, divertido y amable. Morgana se las había arreglado para no enamorarse de él, pero le había costado hasta la última pizca de su fuerza de voluntad. Los únicos hombres con los que se permitía a sí misma ser franca y cordial eran o los casados o los que claramente no tenían ningún interés en ella. Hombres seguros. Clyde Billings no era seguro.

—Sinceramente, Mogs…, no sé por qué no quieres casarte. Me sentiría mucho mejor si supiera que tenías otro hombre en tu vida.

Morgana nunca le había contado a Gideon la razón de que no quisiera casarse. Él no sabía nada de sus temores sobre una herencia de locura y de que jamás se arriesgaría, por ello, a traer hijos al mundo.

Había intentado encontrar respuestas, Leyó libros de psicología, escribió cartas a profesores y especialistas, incluso fue a Los Angeles a consultar con psiquiatras, y todos ellos estuvieron de acuerdo en que existían ciertas formas de enfermedad mental —esquizofrenia y enfermedad maníaco-depresiva— que eran hereditarias, por lo que Morgana corría el riesgo de transmitir a sus hijos la enfermedad mental que pudiera haber padecido su padre. Como estaba asimismo al corriente de las últimas investigaciones genéticas acerca de los cromosomas y de algo que recientemente había sido llamado ADN, estaba más convencida que nunca de que no debía tener hijos.

—Vamos, Moggie… Esto es algo grande. Mucho más importante que nosotros dos.

—Lo importante ahora es que hay que reparar la bomba de agua y que vamos a tener veintidós huéspedes que vendrán a pasar aquí este fin de semana.

El albergue estaba más activo que nunca. Recientemente se había descubierto una nueva mina de oro, lo que había atraído a la zona la habitual legión de buscadores esperanzados… y más huéspedes para pasar la noche en el Albergue Hightower (hacía tiempo que Morgana había prescindido de lo de «Château»).

Gideon no lo decía, pero el patriotismo no era la única razón por la que deseaba alistarse. Cuando era más joven, vivir con su hermana y viajar con ella al desierto en busca de huellas de su padre había sido para él una maravillosa aventura. Pero ahora tenía ya veinticuatro años y quería ver mundo. Además, el afán que sentía Morgana por continuar la búsqueda espiritual del padre era algo que a ella la apasionaba, pero que no sentía así Gideon. Morgana no tenía un hombre en su vida, ni ninguna aventura, aunque había un par de jóvenes de la localidad que se habían interesado por ella y que le habían hecho propuestas de matrimonio, su trato era, sobre todo, con mapas y brújulas. Parecía haber olvidado su sueño de cursar estudios indios y preservar las culturas en trance de desaparición, porque todo cuanto la interesaba era saldar las cuentas con el pasado y averiguar lo que le había sucedido a su padre. Para Gideon, en cambio, el pasado no contaba ya. Tenía que encontrar su futuro.

Pero eso no significaba que le resultara sencillo dejar a su hermana. Era más que una hermana para él: era toda su familia, su salvadora, su ídolo… Durante los meses de pesadilla que siguieron a la muerte de su madre, fueron los brazos de Morgana los que lo acogieron, su suave seno el que lo acunó, su voz dulce la que lo tranquilizó diciéndole que todo iba bien, que todo estaba saliendo perfectamente. Ella lo había besado y alimentado y había hecho de madre para él, y después lo había llevado al desierto para mostrarle sus maravillas y le había enseñado que el espíritu de su madre estaba allí entre las rocas, en los antiguos pictogramas indios, cabalgando en el viento, siempre con él.

—Mogs —le dijo en tono solemne—, no puedes enterrar la cabeza en la arena… La guerra no acabará porque tú la soslayes. Además, todos dicen que la ley de Servicio Militar Selectivo será enmendada cualquier día y entonces me llamarán a filas y tendré que ir obligatoriamente.

Morgana se levantó de su silla y fue a sentarse junto a él; lo agarró por los hombros, forzándolo a mirarla, y le dijo apasionadamente:

—Hasta que eso suceda, Gideon, no te dejaré ir. Tu madre murió y una semana después murió mi tía… Las dos mujeres que nos criaron, que eran todo cuanto teníamos en el mundo, perdieron la vida con tan solo unos días de diferencia. Tú y yo hemos vivido solos desde entonces, luchando juntos, abriéndonos paso en la vida, velando el uno por el otro. Si tú te alistas en la Marina, ¿cómo podré velar por ti? ¿Y cómo velarás tú por mí?

Pero Gideon era para ella más que un hermano. A medida que el paso de los años acentuaba más su parecido con Faraday, era, para Morgana, como recuperar a su padre.

Viendo que a Morgana se le llenaban los ojos de lágrimas, Gideon dijo:

—¡Ah, Moggie…! No llores.

—Mi última palabra es «no», Gideon Delafield…, y no se hable más del asunto.

Aunque Morgana hacía mucho tiempo que había renunciado a la ficción de pasar los dos por primos, y admitía abiertamente el hecho de que eran hermano y hermana, y aunque le insistía a Gideon en que tenía todo el derecho a usar el apellido Hightower, Gideon no lo hacía porque le parecía una especie de traición a su madre. Pero, si su apellido no había cambiado, algo más en él sí había experimentado un cambio importante: tras cumplir los dieciséis años, inició un estirón que sumó a su estatura casi trece centímetros al alcanzar los dieciocho años. Todavía era un poco bajo, pero, con los músculos que había desarrollado y sus andares de muchacho «alto», ya no cabía considerarlo un alfeñique.

Ahora quería ser un héroe. Y alistarse en la Marina era su pasaporte para eso.

Como continuaba protestando, Morgana explotó:

—¡Por amor de Dios, Gideon! ¡Alistarte en la Marina no te hará crecer veinte centímetros más!

Al instante lamentó haberlo dicho. La expresión de la cara del muchacho, su sorpresa y dolor…

—¡Oh, Dios, Gideon…! ¡Lo lamento muchísimo! —dijo acercándose a él y sintiéndose mareada de pronto.

Gideon era la persona a la que más quería en el mundo, y la última a la que desearía herir…

—Tranquila, Mogs —dijo Gideon con voz serena, desviando la vista—. Es la guerra. Nos hace decir tonterías.

Morgana se había marchado sin decir nada más, dejándolo en la mesa del desayuno, pues había prometido a las familias que vivían en la zona de la Fuente del Álamo que les llevaría una provisión de tomates y pepinillos de la cosecha del año, y ya llevaba una semana de retraso en la entrega. Mientras la camioneta cruzaba velozmente el desierto y cruzaba el paso entre montañas para bajar al llano que se abría debajo, Morgana se sentía pesarosa por lo que le había dicho a Gideon. Pero también él le había hecho algunos reproches, acusándola de enterrar la cabeza en la arena y cerrar los ojos a los sufrimientos de otros. No era así en absoluto. Morgana se oponía con vehemencia a la guerra, a la violencia de cualquier clase que fuera. Descubrir que su tía había sido una asesina, había instilado en Morgana un decidido pacifismo. Sí el nombre de Gideon llegara a salir en las listas de reclutamiento, lucharía con uñas y dientes contra su alistamiento forzoso.

Una fuerte explosión sacudió la camioneta y deshizo de súbito los pensamientos de Morgana. Vuelta a la realidad, se enfureció al instante. ¡Mineros barrenando el terreno cerca! Aquello era ilegal.

Dio un fuerte volantazo a la izquierda y, saliendo de la carretera principal, atajó por el llano y obligó al viejo vehículo a dar saltos sobre piedras, baches y maleza. Una segunda explosión produjo una nube de arena y tierra en el otro lado de una cadena de pequeñas colinas. Morgana pisó de nuevo el pedal del acelerador.

Pero cuando rodeó las colinas, esperando encontrar buscadores, equipo minero y un campamento improvisado, la joven tuvo que detener la camioneta chirriando y mirar sin dar crédito a lo que veían sus ojos.

Un batallón de vehículos blindados, pintados de un feo color verde y con grandes estrellas blancas, avanzaban lentamente por el desierto como viejos dinosaurios, con sus monstruosas cadenas metálicas aplastando todo cuando había a su paso. ¡Tanques del ejército! Morgana no podía creerlo. Pero cuando uno de ellos disparó un cañonazo e hizo que un gran hongo de arena y maleza se alzara como una columna bajo el sol de la mañana, saltó de la cabina de la camioneta y echó a correr hacia la columna.

Sosteniendo sobre su cabeza el sombrero de paja de ala ancha, fue derecha hacia los tanques, agitando su brazo libre y gritando. Los hombres que viajaban con las escotillas abiertas se dieron voces unos a otros, señalándola. Morgana se quitó el sombrero, lo empleó como bandera agitando ambos brazos y fue a plantarse en mitad del camino que seguía la gran bestia metálica.

Los tanques detuvieron su marcha. Se abrieron nuevas escotillas y por ellas se alzaron rostros de hombres como topos deslumbrados por el sol. Un silbido de admiración sonó en el aire inmóvil; dos más lo imitaron. Morgana se plantó allí con el sombrero en la cabeza y los brazos en jarras, como retando a los tanques a pasar por encima de ella.

Un jeep se salió de la fila y se dirigió hacia Morgana a toda velocidad; su pasajero saltó al suelo antes incluso de que el vehículo se detuviera.

—¿Se puede saber qué está usted haciendo? —le gritó a Morgana.

Llevaba una insignia de oficial, pero la joven no tenía ni idea de qué rango indicaba.

—¿Y qué demonios están haciendo ustedes?

El oficial se quitó las gafas de sol, descubriendo unos profundos ojos castaños.

—Está usted en una zona de acceso restringido.

El viento soplaba a ráfagas y amenazaba con llevarse en volandas el sombrero de Morgana. Ella lo sujetó con la mano izquierda.

—¡Zona restringida…! ¡Esto es el desierto! No pienso permitir que usted y sus tanques destrocen mi desierto.

—¿Su desierto? —El oficial se desabrochó la guerrera y colocó también sus brazos en jarras—. Mire, señorita… Somos el ejército de Estados Unidos y tenemos derecho a estar aquí.

—¡Váyase al infierno, maldita sea! Aunque usted fuera el mismísimo presidente Roosevelt, seguiría impidiéndole violar esta tierra.

El chófer del jeep se acercó corriendo.

—Padre O’Neill…, el comandante desea saber por qué nos hemos parado.

Morgana puso unos ojos como platos… ¿Padre O’Neill? Vio entonces, bajo la camisa caqui, la pechera negra y el cuello blanco…

—No me diga que acabo de enviar al infierno a un ministro del Señor…

El oficial sonrió:

—Y ha dicho también «maldita sea»…

—Lo siento mucho. No me esperaba cruzar hoy un campo de batalla… ¿Qué hacen estos tanques aquí?

Morgana se fijó en que el hombre tenía una sonrisa atractiva.

—¿No ha oído hablar del nuevo Centro de Entrenamiento en el Desierto de Camp Young? —preguntó O’Neill—. Estamos aquí para preparar a las tropas para combatir en el norte de África. Seguro que lo habrá leído usted en los periódicos locales.

El albergue estaba tan lleno, que hacía semanas que Morgana no había leído un solo periódico.

Cuando el otro vio su cara de desolación, dijo en tono más amable:

—Me temo que va a tener usted que acostumbrarse… Estaremos aquí algún tiempo.

Morgana lo miró pensativa.

—¿Y qué hace un capellán dirigiendo un juego de guerra?

Él se ruborizó.

—Necesitaban un oficial, y yo estaba a mano —respondió.

Luego se quitó su gorra para secarse el sudor de la frente, y Morgana pudo ver que tenía unos espesos cabellos castaños, sin ninguna cana. Calculó que el capellán andaría por los treinta y tantos años.

El rubor del rostro del oficial se hizo más intenso, y Morgana se sorprendió de nuevo de ver lo atractivo que era. Cuando se fijó luego en la crucecita que llevaba en el cuello de la guerrera, la insignia del Cuerpo de Capellanes, recordó que era un sacerdote, el hombre más seguro del mundo, más incluso que los hombres casados.

—Soy Morgana Hightower —dijo, al tiempo que le tendía la mano.

—Robert O’Neill. Mayor capellán. —Su apretón de manos fue firme—. ¡Morgana…! Curioso nombre.

—Me lo pusieron por una ilusión.

Él puso cara de extrañeza.

—Castillos en el aire.

—¡Ah, la Fata Morgana! ¿Y es usted tan irreal como ella?

Ella se rió:

—Pregunte por ahí. La gente le dirá que soy tal vez demasiado real.

A Morgana la sorprendió ver que, por primera vez desde que se había prometido a sí misma no enamorarse nunca, estaba disfrutando con la compañía de un hombre, e incluso permitiéndose un coqueteo inocente. Llevaba tanto tiempo vigilante, que hasta había olvidado lo divertido que podía ser. Y todo porque se sentía segura. No existía ninguna posibilidad de que se enamorara de un sacerdote.

—Me parece que los hombres han disfrutado ya de un descanso —dijo O’Neill indicando a los que habían bajado de los tanques para observar a la joven—. Ha sido un placer conocerla, señorita Hightower, pero andamos muy justos de tiempo y aún tenemos que poner a punto la artillería.

Al fijarse en los tanques con sus escotillas abiertas, en los hombres que la despedían con silbidos y agitando la mano, y en los formidables cañones apuntados contra la naturaleza virgen, Morgana volvió a su camioneta con el corazón encogido.

La guerra había llegado a su desierto.