—No te preocupes, pequeña —dijo Joe Candlewell, desde debajo del capó del Ford que estaba reparando—. Haremos todo lo que podamos para ayudarte. Los que vivimos en el desierto colaboramos siempre en los tiempos difíciles. Nos ocupamos de los nuestros.
Se calló el resto, que todo el mundo estaba al corriente de su penosa situación: de que su madre había muerto al nacer ella, su padre la había abandonado y ahora había muerto su tía. Era como si la pobre muchacha se hubiera quedado huérfana tres veces. Y estaba, además, aquel primito que no aparentaba más de doce años, y que había perdido a su madre de un modo terrible. Joe pasaría el sombrero entre todos para que sus vecinos ofrecieran a los dos huérfanos un lugar en el que alojarse y quizá también un trabajo. Pero, con la Depresión en marcha, no podrían salvar el albergue.
Sandy planteó de nuevo la cuestión de la boda, pero Morgana ya ni lo pensó, porque no era justo para él. Sandy quería tener hijos pero, hasta que ella no supiera la verdad a propósito de su familia y, en concreto, si llevaba en su sangre el estigma de la enfermedad mental, no pensaría en traer hijos al mundo.
Lo mejor que podían hacer era marcharse de allí, para comenzar ella y Gideon en cualquier otro lugar. Porque sería muy penoso vivir cerca del albergue, con unos extraños dirigiéndolo. O viendo tal vez cómo se caía a pedazos, al igual que les había ocurrido a tantos otros albergues de carretera. Eso no lo soportaría.
Todo el mundo decía que Morgana lo sobrellevaba todo muy bien. Pero eso era porque no tenían ni idea de que no había nada que mantener. Lo que les parecía fortaleza era, simplemente, vacío. Cuando le venían a la cabeza los recuerdos de la noche del incendio, se esforzaba en sacudírselos de encima. Por la noche tomaba polvos para dormir, que la impedían soñar. No podía siquiera llorar. La asediaba un sentimiento de culpa porque había sospechado que algo iba mal con su tía y, sin embargo, no había actuado en consecuencia… y ahora Elizabeth había muerto por su pasividad.
Hicieron las maletas y lo subieron todo a la camioneta. Morgana tenía el propósito de comparecer ante el alguacil antes de que le fuera entregada en toda regla la notificación de desahucio. Pensando en Gideon, había escrito una carta al editor de Elizabeth para informarle del fallecimiento de la autora y pedirle que los posibles pagos en concepto de derechos fueran enviados al hijo de la doctora Delafield. Aunque las ventas del libro eran modestas, llegó, sin embargo, un cheque que ayudaría a Morgana y a Gideon a encontrar algún alojamiento barato en Los Ángeles mientras Morgana buscaba trabajo. Tenía experiencia en la industria hostelera, en la dirección del hotel y del restaurante, así como en cocinar y servir a grupos numerosos de gente. Su principal temor era la edad, ya que el tener solo veintidós años podía representarle una desventaja. Gideon insistía en ponerse él a buscar trabajo, pero Morgana no quería ni oír hablar de ello. Iría a la escuela, y punto.
Había pedido que le remitieran el baúl que Elizabeth había dejado en su última ciudad de residencia. Era todo cuanto tenía Gideon de su madre y de los pocos años que habían vivido juntos: un baúl lleno de libros, ropas, equipo fotográfico y recuerdos. Pero ningún dinero y poca cosa que tuviera algún valor monetario. El cofre fue a parar pues, a la trasera de la camioneta, con el resto del equipaje.
Las doncellas del albergue lloraban. Todas estaban tristes de ver partir a Morgana. Y también a Gideon, puesto que el personal le había cobrado afecto.
—Tratad con respeto a los nuevos dueños, y dadles el gran servicio que nos prestasteis a mi tía y a mí —les dijo entre lágrimas Morgana a las chicas.
Les ocultó el temor que sentía, intentando aparentar que ella y Gideon se ausentaban para tomarse un descanso. Pero la verdad era que se sentía aterrorizada. No tenían apenas dinero. ¿Qué harían cuando se les agotara, solos en una ciudad enorme y extraña?
La joven pensó en el dije de oro que llevaba oculto debajo del vestido, y que pendía de su cuello colgado de una cadenita de oro. Lo había llevado durante casi toda su vida. Pero, si parecía haber agotado su poder de procurarle la suerte, tal vez podría venderlo por un buen precio.
En estas estaban cuando llegó un coche, que se estacionó en la zona de gravilla del aparcamiento delante del albergue y salió de él un joven con traje oscuro y elegante sombrero. Las doncellas se quedaron mirándolo mientras se dirigía a la puerta de entrada llevando en la mano una cartera de piel.
—Hola, señoritas —saludó mirándolas con una encantadora sonrisa—. Estoy buscando al doctor Faraday Hightower. ¿Podrían decirme si he acertado con el lugar al que me han enviado?
Morgana se fijó en la agradable sonrisa del recién llegado. El ala curva de su sombrero flexible resguardaba sus ojos del sol.
—El doctor Hightower es mi padre —dijo.
El desconocido le tendió una mano fina y de uñas perfectamente cuidadas.
—Mike Singletary —se presentó—. De la firma Adams, Edwards y Lipp, de Whalen. ¿Podría hablar con el padre de usted, señorita?
—No está aquí. Se encuentra en paradero desconocido desde el año 1920.
—¡Oh!
—Piensan que está muerto —farfulló una de las doncellas.
—En tal caso —dijo el joven sacando de dentro de su cartera un sobre de papel manila—, esto es para usted.
Morgana frunció el entrecejo mientras leía la letra apretada que aparecía escrita en el sobre: «Para entregar al señor Faraday Hightower, de Twentynine Palms, California, en caso de mi muerte».
—¿De qué se trata? —preguntó.
—No tengo ni idea, señorita. Soy solo el mensajero. —Su sonrisa se ensanchó marcando dos hoyuelos en sus mejillas—. Como pasante de menor rango de un gran despacho, siempre me eligen para entregar cosas —explicó. Y, después, como aquella muchacha le pareció muy linda, añadió—: Pero algún día me harán socio.
Su presunción cayó en oídos sordos, mientras Morgana abría la solapa del sobre y sacaba de dentro su contenido.
Gideon, que había estado despidiéndose en el almacén de Candlewell, llegaba en aquel instante corriendo por la carretera. Otros vecinos, que habían visto el reluciente coche del joven visitante, comenzaban a congregarse ante el albergue.
—¿Qué es, Morgana? —preguntó jadeando Gideon, a lo que el abogado respondió:
—Confío en que se trate de buenas noticias —deseó, mientras las doncellas se fijaban en su traje de rayita fina y susurraban entre sí.
Había dos sobres dentro. El primero contenía una carta de un hombre llamado Bernam. Como llegaban más vecinos a enterarse de lo que ocurría, las doncellas comenzaban a atreverse a charlar con el recién llegado y Gideon miraba expectante la cara de Morgana, esta leyó en silencio:
Mi querido doctor: jamás olvidaré lo que hizo usted por mí al salvar de aquella manera la vida de Sarah. Sabrá que se recuperó de su herida y ahora está como nueva de nuevo. Le dije que deseaba retirarme y que destinaría a eso el dinero que usted me pagó por la jugada que le hicimos a aquel tipo, McClory… Pero después de despedirme de usted me volvió la fiebre del oro y pensé que probaría suerte una vez más… Así que, con el dinero que usted me dio, Sarah y yo fuimos al Registro y pude marcar y reclamar una concesión que salió bien y nos dejó a los dos en una situación tan desahogada que ni usted nos conocería. Pero una vez hube tenido mi golpe de suerte, perdí todo interés en ello. Supongo que era el golpe de suerte lo que buscaba, más que el propio oro. El caso es que lo tengo todo en un banco, porque Sarah y yo no necesitamos gran cosa y vivimos felices en nuestra cabaña en el desierto. ¿Qué iba a hacer yo con cosas elegantes? ¡Ja, ja! No sé cuánto nos queda de vida a los dos. Y, puesto que no tengo hijos, voy a dejárselo todo a usted y a esa dulce niñita suya. Se lo merece. Usted hizo que mi sueño se convirtiera en realidad. Si no hubiera salvado a Sarah y no me hubiera dado el dinero para mi última reclamación, jamás lo hubiera visto realizado. Suyo sinceramente, Bernam.
El segundo sobre contenía un apunte bancario. El balance casi hizo que Morgana se desmayara. Era una fortuna.
—¿Qué ocurre, Morgana? —preguntó Gideon al ver que ella palidecía.
—Todo está bien —le dijo—. Resulta que, al final, podremos conservar el albergue.
Mientras las doncellas y los curiosos prorrumpían en vivas y aplausos, el señor Singletary se veía a sí mismo como el centro de una halagadora atención y Ethel Candlewell le daba a Gideon un abrazo que por poco no asfixia al muchacho, Morgana metió la mano en su bolsillo y sacó de él un pequeño objeto envuelto en un pañuelo de seda. Exponiendo a la luz el único fragmento conservado de la olla dorada, observó los curiosos símbolos pintados en rojo sobre el fondo de color albaricoque y recordó las horas que había pasado estudiando la fotografía del dibujo de la vasija entera realizado por su padre y cómo había apoyado la yema de su dedo en un símbolo para recorrer, partiendo de él, las muchas conexiones que se desplegaban. Había, en efecto, un símbolo en el centro de aquel pedazo de cerámica: un centro que parecía ser un diminuto ser humano.
Morgana supo ahora que aquel símbolo la representaba a ella misma y que no era casual que su tía hubiera guardado aquel fragmento de la vasija, tanto si lo había hecho a conciencia, como si no. Porque, como le gustaba decir a Elizabeth, todo sucede por alguna razón.
Morgana supo entonces también lo que debía hacer. No iría a la UCLA. Tenía una nueva vocación, una vocación que no incluía la universidad ni dejar el albergue: Morgana iba a averiguar la verdad de lo que le había ocurrido a su padre. Era un hombre dedicado a curar. Había salvado la vida de una mujer, Sarah Bernam. Y el mensaje escondido en el dibujo de la olla había sido la pasión de toda su vida.
También por Elizabeth buscaría Morgana la verdad de lo que le había sucedido a Faraday, porque él había sido el gran amor de su vida. Y por Gideon, para demostrarle que Faraday Hightower jamás había abandonado a sus hijos.
Habían pasado siete días desde que entregaran al eterno reposo el cuerpo de Bettina Liddell. Morgana hizo una última promesa. Puesto que temía tener hijos, por la posibilidad de que existiera una vena de locura en su familia, ella protegería su corazón y no se volvería a enamorar nunca.