Finalmente Morgana se enfrentó a la enorme tarea de examinar los papeles personales de su tía. En un cajón del tocador encontró una colección de documentos: partidas de nacimiento de Faraday Hightower y Abigail Liddell, certificados de defunción de los dos Liddell y de Abigail, una licencia de matrimonio a nombre de Faraday y de Abigail, la partida de nacimiento de Morgana… No había, sin embargo, ninguna partida de nacimiento de Bettina ni, tampoco, licencia de matrimonio para Bettina y Faraday.
A Morgana le pareció extraño. Seguro que su tía la hubiera debido guardar con aquellos otros documentos.
Se acercó entonces al retrato de bodas que había en la repisa de la chimenea y lo examinó por si hubieran guardado la licencia de matrimonio en el marco, detrás de la foto. No estaba allí tampoco, pero cuando volvió a colocar la fotografía en su sitio, advirtió algo que no había notado antes: que el rostro de Bettina no formaba parte de la fotografía original.
De repente, la verdad se hizo meridianamente clara: nunca se casaron. El anillo de bodas, el llamarse a sí misma «señora Hightower», eran solo parte de los engaños de Bettina.
Al seguir revisando el resto de los cajones del tocador, encontró en el del fondo un objeto desconcertante: envuelto en un pañuelo, había un fragmento de cerámica roto, del tamaño de la palma de la mano de Morgana, de un hermoso color albaricoque y con dibujos pintados en rojo oscuro.
Vio con sorpresa que provenía de la olla dorada. Morgana cerró los ojos y curvó los dedos en torno a aquel pedazo. Era una conexión con su padre. Él había conservado como un tesoro aquella vasija. La olla del «color de la esperanza» era algo que habían compartido los dos: conservaría aquel fragmento como si fueran diamantes.
Finalmente, Morgana tuvo que consultar la situación financiera del albergue. En el despachito que había detrás del mostrador de recepción había una caja metálica que Morgana pudo abrir para revisar su contenido. Encontró un libro de cuentas, y se asombró de ver que tenían dinero. El albergue no era en absoluto el negocio ruinoso del que tanto se quejaba Bettina. Morgana comprobó con alivio que ella y Gideon tendrían dinero suficiente para mantener en marcha el albergue, reconstruir la cabaña quemada y vivir sin ahogos.
Pero entonces, volvió una página del libro de cuentas y encontró anotadas una serie de misteriosas retiradas de fondos. Metido entre las últimas páginas del libro había un sobre lleno de recibos, cuyas fechas e importes coincidían con las retiradas de fondos. Todos los recibos provenían de la Iglesia de la Redención, y la dirección que constaba de esta era la de un apartado de la oficina postal de San Bernardino.
Morgana recordó entonces la tienda que había levantado allí, el año anterior, un predicador ambulante para promover con sus sermones una semana de renovación y curación por la fe en aquellas tierras cubiertas de maleza, y por encima de la cual flameaba al viento una bandera en la que se leía: «Iglesia de la Redención». La mayoría de los lugareños habían acudido allí por curiosidad o en busca de distracción. Pero Morgana recordaba bien hasta qué extremo había prendido en Bettina el fervor evangélico. Se escabullía cada noche, a últimas horas, para visitar al predicador en su carromato y recibir de él «dirección espiritual» en privado. Morgana comprobó que la primera retirada de dinero en metálico del banco se había producido coincidiendo con la estancia del predicador. A partir de entonces, una vez al mes, Bettina retiraba cantidades que enviaba a la Iglesia de la Redención.
—¡Oh, tía Bettina…! —murmuró Morgana—. ¡Cuán atormentada debías sentirte! Habías dejado morir a tu hermana… Tu sentimiento de culpabilidad debía de ser insoportable para ti.
Temblándole las manos, siguió examinando carpetas, hasta que encontró una que contenía correspondencia entre Bettina y un banco de Redlands. La primera carta, fechada cuatro años antes —dos días después de que Morgana hubiera cumplido dieciocho años—, iba dirigida a la señorita Morgana Hightower y la informaba acerca de una cuenta que había constituido en fideicomiso para ella el doctor Faraday Hightower, para que le fuera entregado su importe cuando alcanzara la citada edad; por lo que el banco, llegado el momento, procedía a iniciar los trámites para hacerle llegar el capital y los intereses devengados. La suma ascendía a la estupenda cifra de cinco mil dólares. En la carta se decía también que el doctor Hightower había especificado que nadie que no fuera la propia Morgana pudiera tocar el dinero, ni siquiera la tía de Morgana, la señora Bettina Liddell.
Morgana jamás había visto esa carta. ¿Y de dónde procedía el dinero? Corría el rumor de que su padre había robado el dinero de una nómina antes de huir a México… ¿Sería ese dinero? No podía ser. Ningún hombre que asalta un furgón deposita luego el dinero del robo en un banco…
Una segunda carta, fechada a la semana siguiente y dirigida a Bettina, decía así:
Apreciada señora Hightower, aunque usted afirme ser ahora la madrastra de su sobrina, no estamos en situación de entregarle esos fondos, pues las instrucciones de su marido fueron explícitas. Esa cuenta solo puede reclamarla Morgana Hightower.
Una carta más informaba a Bettina de que, en efecto, podía acudir al banco con su sobrina cuando le pareciera conveniente, y le rogaba que Morgana llevara consigo su partida de nacimiento.
Después de eso, solo había otro papel en la carpeta: un recibo del saldo de la cuenta, que Bettina había depositado en la cuenta corriente del albergue.
Sorprendida, Morgana hizo memoria. Había habido una semana, poco después de haber cumplido ella dieciocho años, en la que una de las doncellas del albergue —una muchacha de dieciocho años, como ella— dejó también su empleo. Y, cuando Bettina regresó, estaba de excelente humor y lucía un vestido nuevo…
Mientras seguía rebuscando frenéticamente los demás documentos financieros, Morgana encontró cada vez más retiradas de fondos de la cuenta del albergue, y matrices de cheques de mayor importe cada vez a nombre de la Iglesia de la Redención.
Al final, no solo no quedaba dinero, sino que Bettina había hipotecado también la propiedad, y había cartas de acreedores reclamando facturas pendientes, y hasta un aviso del banco en el que se informaba a Bettina de que, a menos que los pagos por la hipoteca se pusieran de inmediato al corriente, el banco se haría cargo de la propiedad. Este aviso estaba fechado tres días antes de la muerte de Bettina.
Morgana se quedó mirando los papeles y documentos diseminados a su alrededor. Iba a perder el albergue. Sería el segundo desahucio de su vida.