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Aquella era la habitación que Bettina había pensado destinar para Gideon…, el estudio de su padre, que desde hacía tiempo servía solo como trastero.

A Morgana no le costó trabajo encontrar las cajas que contenían los libros de medicina que Faraday había traído consigo de Boston. Rezó a Dios que le permitiera encontrar aquel que contuviera las respuestas que necesitaba tan desesperadamente.

En el fondo del cajón encontró uno titulado Histeria y la razón.

Hizo una pausa antes de abrirlo.

El día en que Bettina murió, mientras se hallaba velando el cadáver de su tía, tan aturdida y exangüe como la propia difunta, Morgana había oído una conversación entre Selma Cartwright y Ethel Candlewell, que se hallaban en la habitación contigua ajenas a que Morgana podía oír lo que comentaban.

—Yo siempre sospeché que Bettina estaba desequilibrada —decía Selma en aquel tono de darse importancia que la hacía famosa en la región—. Como Faraday. Tal para cual.

—¡Mira que hablar así…! —fue la respuesta de Ethel—. ¡Con la pobre mujer de cuerpo presente en la habitación de al lado…! ¡Otro viaje al cementerio, vaya por Dios!

—Si fueras más espabilada, no dejarías que Sandy se casara con Morgana.

—¿Por qué no? —preguntó Ethel, sorprendida—. Morgana es una chica maravillosa, y están enamorados.

—La manzana no cae nunca lejos de su árbol —replicó Selma con malicia—. Tú ya me entiendes…

—¡Oh, Selma, por amor de Dios! Debo ocuparme de un funeral. Tengo un montón de cosas en la cabeza.

—¿Y si eso se hereda?

—No seas ridícula. Faraday no estaba loco. Solo era un excéntrico.

—Pero supón que es posible que dos personas desequilibradas se conozcan la una a la otra. Tal vez se atraigan por su propia manera de ser, sin saber siquiera lo que hacen.

—¿Y eso qué tiene que ver con Morgana?

—Pues que pudiera llevarlo en la sangre. Por parte de padre y por parte de su madre también. No conocimos nunca a la hermana de Bettina. Puede que también estuviera loca.

—¡Selma Cartwright…! Sabes que no tolero esa clase de conversaciones bajo mi techo. ¿Sabes dónde he puesto mis gafas? No soy capaz de leer ni lo que he escrito yo misma… ¿Qué dice aquí?

—Yo no permitiría que ningún hijo mío se casara con una muchacha capaz de darle hijos con la mente desequilibrada. Es cosa bien sabida que la locura se transmite en el seno de las familias…

—Morgana es una buena chica, y yo respetaba a su padre. No pienso seguir hablando de esto. Ahora ten la bondad de excusarme… Debo ayudar a esta pobre muchacha a organizar el entierro de su tía.

Aquella conversación hubiera anonadado a Morgana en su momento, pero ahora que había calado ya en su conciencia y que había tenido días y noches para reflexionar sobre ella, se preguntaba si no habría algo de verdad en las afirmaciones de Selma Cartwright.

Morgana abrió el libro, escrito por un psiquiatra formado en Viena. Leyó en él: «Se dan síntomas psiconeuróticos si durante la infancia se han vivido experiencias psicológicamente dañinas que han debilitado la capacidad de represión…». «Trauma psíquico…». «La histeria está causada por deseos inconscientes o recuerdos olvidados…».

Morgana se frotó los ojos. Aquello no estaba al alcance de su cabeza. Se esforzó en seguir leyendo: «Cuando el daño distorsiona anormalmente la autoestima, la condición resultante se denomina trastorno de la personalidad».

Nada de esas explicaciones tenía sentido para Morgana y, sin embargo, presentía que aquellas palabras describían a su tía. Un trauma infantil… ¿El cochero?

Trastorno de la personalidad. Bettina había prendido fuego deliberadamente a la cabaña de Elizabeth.

Morgana cerró el libro. No encontraría respuestas en él. Tal vez no las encontraría nunca. Todo cuanto sabía era que su tía, con la que compartía una misma sangre a través de la madre de Morgana, sufría un desequilibrio mental. Y no podía quitarse de la cabeza las palabras de Selma Cartwright: «estas cosas se transmiten en el seno de las familias…».

Selma tenía toda la razón. Hasta que Morgana no tuviera más información, no debía casarse con Sandy Candlewell.