74

—Casémonos ya —dijo Sandy Candlewell a la mañana siguiente—. Quiero cuidar de ti, Morgana. Y adoptaré legalmente a Gideon para que nadie pueda separarlo de ti. Podrás ir a la universidad, si aún lo deseas. Yo me encargaré de llevar el albergue. Por favor, Morgana…

¡El bueno de Sandy…! El amor que sentía por él era dulce y suave. Era su consuelo. Sólido, seguro… Pero pertenecía a una vida que ya no existía.

—Dame tiempo —fue todo lo que le dijo. Porque ahora tenía que encontrar un vestido con el que amortajar a su tía y enterrarla.

Morgana se llevó una sorpresa. Normalmente, la habitación de Bettina estaba siempre ordenada hasta la exageración, pero ahora encontró ropas extendidas en todas partes, incluso las limpias, sacadas del armario y tiradas por el suelo, como si su tía hubiera estado escogiendo entre ellas en un momento de histeria, buscando la ropa adecuada para ponerse en su misterioso viaje al desierto.

La joven buscó algo limpio entre las prendas diseminadas y, mientras separaba faldas y blusas de la ropa interior y camisones, encontró el vestido de topos que llevaba Bettina la noche del incendio. Morgana lo recordaba porque Bettina se lo ponía siempre los viernes y lo consideraba una «excelente» prenda. Cuando lo puso a un lado, cayó algo de los bolsillos: una bolsita de papel que llevaba estampado el sello de una farmacia.

Extrañada, miró en su interior. La bolsita estaba vacía, pero aún se apreciaban en ella residuos de un polvo blanco. El texto escrito a mano en la parte exterior decía simplemente: «Sedante».

Morgana arrugó el entrecejo. Bettina no aprobaba el uso de drogas y medicamentos: decía que eran muletas para los débiles. ¿Qué estaba haciendo aquello allí, entonces?

La joven siguió ordenando las ropas y, cuando levantó el albornoz de felpa de Bettina, notó en él un leve olor a humo. Al llevarse el tejido a la nariz percibió asimismo otro olor: el inconfundible del aguarrás.

Con un horrible presentimiento que le helaba la sangre, buscó dentro de los bolsillos de la prenda y encontró una cajita de cerillas.

—¡Dios santo! —musitó, notando de pronto que le fallaban las rodillas.

Salió del dormitorio tambaleándose y bajó la escalera hasta donde se hallaba Gideon jugando con los mandos de la radio que no funcionaba.

Esforzándose en serenarse, Morgana se arrodilló a su lado y le preguntó:

—Dime, Gideon… ¿La noche del incendio tomasteis tú y tu madre vuestro vaso de leche caliente como de costumbre?

Los ojos del chico se llenaron de lágrimas.

—Sí —dijo.

Morgana tragó saliva dificultosamente.

—¿Y os lo bebisteis los dos?

Una lágrima rodó por las mejillas de Gideon.

—Mamá dio un golpe a su vaso sin querer, y se le derramó. Yo le ofrecí el mío, pero insistió en que lo bebiera porque me convenía para crecer. Lo último que me dijo fue: «No es cosa de ponernos a llorar por la leche derramada». ¡Tenía que haberme despertado! —exclamó—. ¡No me desperté! ¡Y por eso murió!

Estalló en llanto y Morgana lo estrechó entre sus brazos. Estuvieron un largo rato abrazados los dos, consolándose, junto a aquel aparato de radio tan nuevo y reluciente, que nunca se utilizaba porque Bettina decía que las pilas eran demasiado caras.

Morgana se apartó un poco de él y le dijo:

—Escúchame, Gideon. No fue culpa tuya que no te despertaras. En un bolsillo del vestido de tía Bettina encontré una bolsita de polvos para dormir. Los echó en tu vaso de leche esa noche. Fue un accidente —se apresuró a añadir. Sentía un nuevo horror solo de pensarlo. Bettina había dejado que su propia hermana se desangrara hasta morir, y después había matado a Elizabeth Delafield—. Estoy convencida de que eran para otro huésped del albergue, o tal vez para ella misma. Mi tía dormía muy mal últimamente. Y sufría sonambulismo.

Morgana trató de recuperar la compostura y siguió con voz firme:

—Así que eso es lo que hay. Tía Bettina cometió un error y te puso polvos para dormir. Por eso no te despertaste. ¿Lo ves? No fue culpa tuya. No podías haberte despertado por mucho que lo hubieses querido. Pero… ¿sabes una cosa? No creo que debamos comentar este asunto con nadie más. No sirve de nada echar las culpas sobre alguien que está muerto.