El cadáver de Elizabeth fue depositado en la cámara frigorífica de Candlewell hasta que el forense llegara de Redlands y determinara la causa de la muerte, una formalidad legal que se observaba siempre que alguien fallecía en un incendio. El sheriff del condado inspeccionó la estructura medio quemada de la cabaña y determinó que el fuego se había debido a la circunstancia de haberse almacenado inadecuadamente pinturas, trapos y trementina detrás de la cabaña. Tanto el incendio como la muerte fueron considerados accidentes, y el cadáver de Elizabeth Delafield fue confiado al eterno descanso en el pequeño cementerio que había no lejos del oasis de Mará, donde se hallaban sepultados indios, exploradores, soldados, vaqueros, ganaderos, buscadores de oro y colonos, muchas de cuyas tumbas carecían ahora de señal y de nombre, aunque en la de Elizabeth colocaron una hermosa lápida de piedra y a su funeral acudieron todos cuantos vivían en varios kilómetros a la redonda.
Gideon no se apartaba en ningún momento del costado de Morgana. Dormía incluso en un catre en su dormitorio. El muchacho, silencioso y con expresión solemne, no se acordaba en absoluto del incendio, y tampoco había visto el cadáver de su madre. Le dijeron que había muerto por inhalación de humo mientras le salvaba la vida. Nadie le habló de la antorcha humana que había ardido hasta achicharrarse en el patio.
Bettina se mostró pálida y silenciosa a la hora de atender a los muchos que acudieron al albergue para asistir al funeral. Todos sus vecinos contribuyeron aportando platos y ayudándola a preparar un bufet para que comieran los que fueron a ofrecerles sus condolencias: una multitud numerosa que llenó el patio del albergue, donde estaba aparcado el autobús de Sandy, ya que este se encargó de transportar personas desde lugares tan distantes como el valle de Yucca y el desierto de Hot Springs. En una comunidad donde los hogares estaban diseminados y se hallaban en ocasiones a varios kilómetros de distancia unos de otros, las personas, sin embargo, se sentían unidas y deseosas de ayudar en una crisis y, considerando hasta al colono más aislado como alguien «de la familia», daban su más sincero pésame al trío extrañamente silencioso que componían Gideon, Bettina y Morgana.
Una vez se hubieron marchado todos, y cuando las doncellas estaban despejando las mesas, Bettina entró en el salón, donde se hallaba Gideon sentado junto a Morgana.
—Tengo algo que decirte —le espetó al muchacho con voz tensa—. Mañana te vas. Prepara tus cosas a primera hora. Me ocuparé de que alguien te lleve hasta Banning. Después de eso, no me interesa adónde vayas.
Morgana se quedó mirándola.
—¿Qué quieres decir? —preguntó.
—Quiero decir que Gideon no va a quedarse aquí más tiempo. Yo no puedo asumir la responsabilidad de ocuparme de un muchacho de su edad que resultaría inútil aquí.
Morgana se puso en pie e irguió la barbilla.
—Si Gideon se va, yo me voy con él —anunció.
Para su sorpresa, Bettina replicó:
—Haz lo que quieras. Sois los dos un estorbo para mí. Me educaron para algo más que para tener un par de bastardos bajo mi techo.
Dio media vuelta y se marchó con la cabeza erguida y la columna vertebral rígida, mientras los dos la miraban atónitos.
Bettina se sentía mucho mejor ahora. Tenía planes. El incendio le había proporcionado una excelente excusa para reformar el albergue y tenía el proyecto de instalar una piscina para atraer una clientela de clase más alta: acaudalados hombres de negocios, médicos y abogados que acudieran al desierto en busca de descanso. No existía ninguna razón para que esa clientela no parara en el Château Hightower, y tampoco la había para que Bettina continuara siendo viuda. Doce años de viudedad eran más que suficientes. Ahora había llegado el momento de pensar en su futuro. En volver a casarse. Pero solo con un hombre con dinero y con respetabilidad: un caballero cuyos ojos no atraería jamás con aquellos dos hijos mayores de por medio.
Así que mejor que se fueran.
Aquella noche Bettina la pasó dando vueltas en la cama y agitada por extrañas pesadillas. Despertó antes del amanecer, todavía acosada por las pesadillas que se adherían a su mente como brumas nocturnas. Al abrir el cajón inferior de su tocador y meter la mano en él hasta el fondo, por detrás de apolilladas prendas de invierno de lana, tocó un objeto que había ocultado allí doce años atrás.
Lo sacó y lo desenvolvió a la pálida luz que ya entraba por la ventana abierta. Estaba en un trozo circular de seda, con su color dorado naranja y sus misteriosos símbolos pintados con tinta roja. Era el fragmento de la olla dorada que había guardado. De pronto le pareció significativo. ¿Habría aparecido en sus sueños?
Evocó la noche que había estrellado la vasija contra el suelo. Faraday le había dicho que se fuera y no regresara, y después se había llevado a Morgana para que se quedara con los Candlewell mientras él iba a sentarse en aquel ridículo pozo subterráneo. Bettina había vuelto a la granja —a la casa que ella había construido— y estrellado la olla contra el suelo de piedra con intenso placer. Luego había pisoteado los fragmentos con el tacón, hasta que quedó reducido a polvo aquel monstruoso recordatorio de que Faraday prefería los indios a ella. No fue hasta la mañana siguiente cuando, al barrer, encontró aquel pedazo. En lugar de tirarlo, lo observó y se sintió momentáneamente fascinada por el dibujo. Luego, por razones que no comprendía, lo conservó para mostrárselo a Faraday en el pozo y, finalmente, lo había ocultado en el fondo de aquel cajón.
Pero ahora, mientras daba vueltas en las manos una y otra vez a aquel pequeño fragmento, el dibujo comenzó a adquirir sentido… Cuando vio lo que era, soltó un grito.
Oculto en aquel diseño había un monstruo. Una criatura horrenda, creada por diabólicas mentes paganas.
Sintió una oleada de repugnancia. Se apresuró a envolver de nuevo el trozo en el pañuelo de seda y lo devolvió a su escondite. Después se puso su albornoz de felpa y se dirigió corriendo a la cabaña carbonizada. Joe Candlewell le había dicho que era arriesgado almacenar pinturas y disolventes cerca de las construcciones. Tenía razón. Bettina encontró trozos de tejido negro en el lugar donde Elizabeth había yacido en el suelo, ardiendo hasta la muerte. El sol no despuntaba aún por el horizonte. El aire era frío, el desierto se hallaba en completo silencio.
«Bettina…».
Se giró sobre sus talones.
—¿Quién anda ahí?
Nada se movía en la quietud del alba. Ni siquiera el gallo había hecho sonar su clarín matutino. Las casas y cabañas aparecían envueltas en el silencio y en la oscuridad. Todos los huéspedes se habían marchado en busca de alojamiento en otro lugar. Bettina se estremeció y se ajustó el albornoz alrededor del cuello. Sabía quién la había llamado por su nombre. Era una voz que había oído durante años. La de Faraday.
¿Estaría aún vivo? Después de tanto tiempo, ¿habría estado jugando con ella? Como desde el principio, mucho tiempo atrás, cuando le decía que era atractiva, cuando se burlaba de ella haciéndole creer que sentía un afecto especial por ella… Torturándola…
¿Se las habría podido arreglar de alguna forma para salir del fondo de la kiva? ¿Sería la prueba de ello aquel telegrama? ¿El telegrama que había enviado a aquella mujer, a la Delafield, para pedirle que viniera…?
Tenía que cerciorarse de que había muerto.
Tras cargar en la caja de la camioneta una escalera, pala y azadón, volvió a la casa para vestirse y se encontró a Morgana y Gideon desayunando. Metió la mano en una taza de café y sacó unos cuantos billetes de dólar que tiró encima de la mesa.
—Dadle esto a Sandy Candlewell por llevaros a Banning. Salgo ahora porque tengo una cosa que hacer. Mirad de iros los dos antes de que yo vuelva.
Se subió a la camioneta y arrancó a toda velocidad, atajando por mitad de los campos, aplastando todo cuando cruzaba a su paso y dejando detrás una nube de polvo. La camioneta pasó junto a un grupo de indios que recogían leña, y dejó atrás también la entrada abierta de la mina de oro abandonada en la que había muerto el padre de Polly Crew de un ataque de corazón. El vehículo gruñía y chirriaba mientras Bettina apretaba a fondo el pedal del acelerador, con los dedos aferrados al volante como si fueran garras y con el cuerpo inclinado hacia delante buscando a través del parabrisas puntos de referencia familiares. Habían pasado ya doce años, pero en su mente era como si todo hubiera ocurrido el día anterior.
Por último encontró el grupo de peñascos donde quedaba cortado el camino. Tendría que cargar a cuestas con la escalera como había hecho doce años atrás. Era la misma escalera que había empleado para visitar a Faraday en su pozo indio.
La mañana era ya calurosa. El aire estaba tan tranquilo y silencioso que, cuando voló un cuervo por encima de su cabeza, pudo oír el aleteo de sus alas. Por toda la llanura del desierto, que se extendía hasta las lejanas montañas de color lavanda, podían verse diablos de polvo que levantaban partículas de arena y vegetación, formaban embudos con ellas y las desplazaban por el aire para deshacerse algo más lejos. Bettina jamás había despreciado tanto el desierto como en aquellos momentos.
Se esforzó con la tosca escalera, levantándola por encima de las rocas e introduciéndola por angostas grietas hasta llegar al pie del deforme árbol de Josué que todo el mundo conocía como la Vieja. Cuando entraba en el pequeño cañón sin salida cargada con la escalera, se levantó una fuerte brisa que le arrancó de la cabeza su sombrero de sol. El viento silbaba entre las peñas y alzaba arena que cegaba y escocía sus ojos. Con la misma rapidez con que surgían siempre los diablos de arena, un tornado en miniatura comenzó a trazar círculos a su alrededor, haciéndola perder el equilibrio y desorientándola por completo. En cuestión de solo unos segundos, Bettina se vio atrapada en un torbellino de arena, tierra y polvo, con ramas y pedazos de cactus volando a su alrededor. El viento arrancó la escalera de sus manos y la lanzó volando contra la roca que tenía una de sus caras cruzada por una línea dentada; la madera se partió contra ella, dejándola convertida en una serie de agudas astillas esparcidas en todas direcciones. A Bettina le pareció ver entonces, a través del remolino de arena, la figura de una mujer que la miraba. «Una india», pensó.
El viento la azotaba cada vez con más fuerza. Bettina buscó un lugar al que agarrarse, y entonces vio que se alzaban también del suelo las astillas de la escalera rota; se dio cuenta de que, en su girar, aquellos trozos rotos parecían lanzarse contra ella. Dio un salto para apartarse. Cuando alzaba los brazos para proteger su cabeza de aquel torbellino, gritó a la mujer india:
—¡No te quedes ahí! ¡Ayúdame!
Mientras intentaba retroceder hacia el lugar donde había aparcado la camioneta, los restos de vegetación que alzaba el tornado azotaban su cuerpo. Sintió de súbito un dolor lacerante en las costillas. Perdió el aliento y se dejó caer contra una roca. El viento cesó en aquel mismo instante, y Bettina, al retirársele el pelo de la cara y dejar de sentir el escozor de la arena en los ojos, bajó la vista y vio el peldaño roto de una escalera sobresaliendo de su pecho.
Cayó de rodillas. El dolor era insoportable. Algo húmedo y caliente fluía por su espalda. Se había empalado en la madera.
—Socorro… —gimió.
Pero la mujer india había desaparecido.
—Tienes que comer —le estaba diciendo Morgana a Gideon, que se hallaba sentado en silencio ante la mesa de la cocina, con un bocadillo de queso y tomate, y un vaso de leche que no había probado—. O te vas a quedar en piel y huesos.
El muchacho respondió con voz muy queda:
—Mi madre murió para salvarme.
—Lo sé, cariño —dijo Morgana.
Comprendía su dolor porque ella también tenía el corazón abrumado por la pena.
—¡Tendría que haberme despertado yo! ¿Por qué seguí durmiendo? La muerte de mi madre fue por mi culpa. —Se pasó la manga por la nariz—. ¿Adónde iremos?
—No te preocupes. Ya encontraremos un lugar.
Morgana pensaba en la escuela de enfermería. Todavía podía ir allí. La matrícula había sido pagada por anticipado. Pero… ¿y Gideon? Tal vez los de la escuela aceptarían devolverle el dinero a ella en vez de reembolsárselo a tía Bettina, y podrían vivir algún tiempo de él.
—¡Morgana! —Se volvieron los dos. Selma Cartwright se hallaba en el umbral—. Tu tía ha sufrido un accidente. Unos excursionistas la han encontrado. ¡Está malherida!
Joe Candlewell no sabía qué hacer. En tantos años de vivir en el desierto, jamás había visto una herida tan extraña. Bettina Hightower estaba literalmente empalada en una gruesa astilla de madera. Daba miedo solo pensar en quitársela. Alzó la vista en el momento en que Morgana entraba en la habitación.
—Los excursionistas la trajeron aquí —explicó— porque no sabían quién era ni adónde llevarla. No creo que podamos trasladarla al albergue, Morgana. Y… —Miró nerviosamente por encima del hombro y se pasó la lengua por los labios—. Tiene ese trozo de madera… No me atrevo a extraérselo. La hemorragia pudiera ser mucho peor.
La mujer que yacía sobre el edredón apenas se parecía a Bettina. Tenía un color extraño. La cabeza, que Bettina siempre mantenía derecha, estaba inclinada en un ángulo poco natural. Sus cabellos presentaban un desaliño tal que uno de sus postizos caseros se le había salido. Parecía pequeña y vulnerable.
Morgana corrió a su cabecera y bajó la vista para mirar a la mujer que, apenas unas horas antes, los había puesto en la calle a ella y a Gideon. Los ojos de Bettina se abrieron y comenzaron a recorrer el espacio de encima del lecho, como buscando a alguien.
—¿Mamá?
—Soy yo, tía. Morgana.
—¿Eres tú, mamá?
Morgana se sentó en la cama.
—Soy tu sobrina —dijo.
La voz de la mujer salió forzada, ronca:
—¡Lo siento tanto, mamá…! Solo quería que alguien me amara. Pero ningún hombre quería casarse conmigo. Los criados se referían a mí llamándome «pobre Bettina». Yo sabía lo que querían dar a entender. Pero, si no podía casarme…, ¿cómo iba a tener un hijo? Un hijo que algún día creciera y me amara. Y solo he tenido la hija de mi hermana, que me odia.
—Yo no te odio, tía —dijo Morgana al tiempo que miraba horrorizada el trozo de madera que sobresalía clavado en el pecho de Bettina. Parecía el peldaño de una escalera. Era un milagro que la mujer siguiera con vida—. Estás sufriendo mucho —prosiguió con voz suave—. Estás herida.
Alzó la vista para mirar a Joe, que sacudió la cabeza. Ethel le había dicho que el médico no podría llegar antes de una hora. Y a Bettina no le quedaba una hora de vida.
—Tuve que hacerlo —gimió.
—¿Hacer qué, tía? —preguntó Morgana, alarmada por la cantidad de sangre que se filtraba por el grueso vendaje que tenía en el pecho Bettina.
Joe, en efecto, le había puesto capas de algodón en rama alrededor de la astilla.
Bettina jadeó buscando aire. Las palabras le salían entrecortadas.
—Tuve que dejar… que Abigail muriera. Ella… le contó a Faraday lo de mi madre… y el cochero.
Morgana apoyó una mano en la frente de su tía, y la notó sorprendentemente fría.
—¿Qué dices, tía Bettina? —le preguntó.
—Faraday… y el médico del barco pudieron… haberla salvado. Tuve que esperar hasta que…
Morgana se la quedó mirando.
—¿Dejaste que mi madre se desangrara hasta morir? —preguntó con un hilo de voz.
—Tenía al bebé. Tenía a Morgana. Y quería tener también a Faraday. Pero ella le había hablado de mi madre y el cochero…
Morgana no era capaz de hablar. ¿Bettina había matado a su propia hermana?
Los ojos de Bettina giraban en sus órbitas.
—Los mercaderes madianitas —murmuró.
Morgana inclinó el cuerpo para acercarse… ¡Era tan débil ya la voz de Bettina…!
—¿Qué has dicho, tía?
—Los hermanos… lo vendieron a unos mercaderes… de Madián.
—No entiendo —dijo Morgana con la voz ahogada.
Los ojos confusos y desmesuradamente abiertos de la mujer estaban fijos en el rostro de Morgana. Bettina la miraba como quien mira el gran reloj de pared del abuelo a la espera de que dé la hora en la sala. Su respiración era cada vez más trabajosa. Luchaba por tomar aire. Alargó la mano buscando a tientas la de Morgana…
—Te llamaron Morgana… —musitó, mirando a su sobrina con ojos vidriosos—. Pusieron al bebé el nombre de algo inexistente. Todo un montón de ensoñaciones y castillos de arena, ¿no?
De repente, la mano de Bettina se alzó sobre el edredón.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó. Sus dedos se curvaron alrededor de la sangrienta estaca y, antes de que Morgana pudiera detenerla, se arrancó del pecho el trozo de madera y gritó—: ¡Faraday!
Brotó un chorro de sangre. Morgana se apresuró a ponerse en pie. Joe, que estaba junto a la cama, apretó contra la herida su mano grande y callosa.
—¡Traed más vendas! —gritó—. ¡Toallas! ¡Cualquier cosa!
Morgana se quedó helada cuando oyó gritar a Bettina:
—¡Faraday, amor mío!
Era la misma voz a la que había oído exclamar muchos años atrás: «¡Indios!».
—¡Maldita sea! ¡Toallas! —pidió Joe de nuevo.
Ethel lo había oído y se acercó corriendo. Apartando a Morgana de en medio, se sentó en la cama y apretó los gruesos paños de felpa contra la mancha roja que seguía extendiéndose.
Morgana dio un paso atrás, incapaz de apartar los ojos del rostro blanco y crispado de su tía, irreconocible.
Bettina tosía sangre y agitaba los brazos, hasta que finalmente cerró los ojos, de su pecho salió un estertor, se estremeció su cuerpo y, en una última convulsión, exhaló su último suspiro y quedó inmóvil.