Elizabeth soñaba con una fogata. Debía de tratarse de cuando estaban acampados en el pico Smith —decidió—, en la entrada del Butterfly Canyon. Habían quemado allí leña de mezquite, y despedía un olor picante. El humo, en su sueño, era muy denso. Se extendía por encima de ella formando grandes nubes calientes. Le escocían los ojos. Tosió. ¿Por qué habían hecho una hoguera tan grande? ¿Por qué no estaba Joe vigilándola? ¿Dónde habrían puesto el cubo de agua?
El humo era cada vez más espeso. Le costaba respirar.
Abrió de pronto los ojos. Se dio cuenta de que había estaba tosiendo en su sueño. Pero… ¿por qué seguía oliendo leña quemada?
Se incorporó. Su dormitorio estaba lleno de humo.
En un instante despertó por completo.
—¿Gideon?
Elizabeth saltó de la cama pisando maletas. Había querido marchar la noche antes, cuando, al regresar al albergue, había encontrado a Gideon llorando y diciendo que quería irse inmediatamente de allí. No le había explicado el motivo, pero fue suficiente para que Elizabeth comprendiera que algo lo había trastornado. Durante el viaje a Colorado ya le diría lo ocurrido. Pero la carretera era peligrosa y tenía muchísimas curvas, y habían predicho que podrían encontrar tormentas de primavera en los pasos montañosos. Había decidido, por ello, que se irían con las primeras luces del día.
Agarró el pomo de la puerta de comunicación de las dos habitaciones. No giraba. La puerta estaba cerrada con llave.
—¡Gideon! —llamó aporreando la puerta.
Por debajo de la puerta de Gideon salía una densa humareda.
La puerta exterior de la cabaña estaba también cerrada con llave. ¿Cómo podía ser? Tomando una silla, la lanzó contra la ventana haciéndola añicos. Saltó entre los vidrios rotos y fue a caer en la noche. Luego corrió hacia la ventana contigua. Mirando a través de los cristales vio a Gideon que yacía inconsciente en la cama. Estaba envuelto en humo.
Elizabeth rompió también esta ventana y saltó por ella. Las llamas ascendían por las cuatro paredes, devorando tapices y cortinas y extendiéndose ya por el techo sobre la cama de Gideon.
Sollozando frenéticamente, envolviéndolo en una manta para protegerlo, con los pulmones inundados de humo y los ojos cegados por el escozor, gritó pidiendo ayuda. Joe Candlewell estaba ya allí, pues al pasar por allí conduciendo su coche, había visto el humo. Extendió los brazos hacia el interior de la cabaña.
—¡Levántele los pies! —le gritó a Elizabeth—. ¡Deprisa!
Elizabeth se debatía en mitad del intenso calor y el humo que la cegaba, levantando el cuerpo de su hijo para que Joe lo alcanzara. Entre los dos se las arreglaron para poner a Gideon sobre el alféizar y después Joe tiró del cuerpo del muchacho para acabar de sacarlo fuera. En cuanto los pies de su hijo se soltaron de sus manos, el camisón de Elizabeth fue presa de las llamas.
Gritó terriblemente mientras trataba de escurrirse por la ventana, con las piernas y los pies ardiendo y el vaporoso camisón desprendiéndose de su cuerpo mientras su piel se cubría de ampollas y se carbonizaba. Cayó por fin al suelo, entre alaridos de dolor, retorciéndose. Las llamas prendieron en sus cabellos tornándolos, de rubios, en negros.
Llegó gente corriendo. Los hombres tomaron el envoltorio en que se hallaba el muchacho y lo libraron de la manta chamuscada. Pero no se pudo hacer nada por Elizabeth, que seguía retorciéndose en el suelo, agitando los ennegrecidos brazos, gritando, con el cuerpo convertido en una tea. Alguien llegó con un cubo de agua, cuando ya era demasiado tarde.
Al oír gritos y alaridos, Morgana saltó de la cama y vio por la ventana las llamas que se alzaban en el cielo nocturno. Bajó volando la escalera y se reunió con los que, en pijama o en albornoz, se concentraban nerviosos en el patio del albergue manteniéndose alejados de las llamas. Se paró, observó fijamente la figura que se consumía en el suelo y oyó los aterradores gritos que salían de su boca abierta. Al principio, ni siquiera entendió lo que estaba viendo. Pero luego exclamó: «¡Dios mío!», y corrió hacia Elizabeth. En aquel momento, Joe Candlewell arrojó una manta sobre la mujer envuelta en llamas y comenzaron a verter cubos de agua hasta que consiguieron sofocar las llamas y el cuerpo quedó inmóvil.
Morgana cayó de rodillas junto a aquella figura renegrida y sangrienta. Elizabeth estaba muerta.
Llegaba más gente, atraída por las llamas que se veían desde la carretera, y se formó una cadena de personas que se pasaban cubos de agua. El humo y el vapor ascendían silbando en la noche, mientras los hombres arrojaban paladas de tierra sobre la cabaña incendiada y apagaban los fuegos menores que las pavesas habían prendido en la maleza.
Morgana fue a colocarse junto a Gideon y lo tomó en sus brazos. Estaba inconsciente, con los ojos cerrados.
—¡Lleváoslo de aquí antes de que despierte! —gritó, sin dirigirse a nadie en particular.
Fue Sandy Candlewell quien se ocupó del muchacho inconsciente y lo llevó al interior del edificio principal.
Bettina se materializó entonces envuelta en su camisón y con rulos en los cabellos. Se abrió paso a través de la gente y contempló el cuerpo carbonizado de Elizabeth Delafield.
—¿Qué es eso?
Morgana fue hacia ella.
—Tía, más vale que no…
—¿Se supone que es una persona?
En el momento en que Morgana agarró a Bettina por los hombros y la apartaba de allí, una brasa saltó volando de la cabaña en llamas y fue a rozar la frente de la joven. Fue como si, de pronto, su mente se llenara de imágenes: la cocina, un atizador al rojo saliendo del fogón, la presión del hierro contra su frente y un dolor tan atroz que había hecho que Morgana se desmayara…
¡No había sido un accidente! El dolor que le causaba la férrea presa con que Bettina la agarraba por la muñeca, levantándola de forma que los pies de Morgana apenas tocaran el suelo de la cocina… Los gritos de Bettina chillando algo a propósito de los indios. Y, después, el atizador candente que abrasaba, que marcaba la frente de Morgana hasta que todo se convirtió en negrura…, hasta que despertó más tarde en la cama de su padre con una venda alrededor de la cabeza.
Los brazos de Sandy Candlewell rodearon enseguida a Morgana. Las exclamaciones y los gritos de pánico de la multitud fueron alejándose mientras se apoderaba de la propia Morgana una sensación de ingravidez. El fuego y el cielo nocturno, las brillantes llamas y estrellas más brillantes aún se desvanecieron: el rostro aterrado y pálido de Bettina llenaba todo el campo de visión de Morgana.
Justo en el momento de desvanecerse, Morgana lo comprendió de pronto. Su tía le había marcado la frente a propósito.