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—Os lo ruego, Dios —rezaba Gideon desesperadamente, hincadas las rodillas—. Haré cualquier cosa.

Durante toda su vida, su madre lo había protegido. Pero Gideon acababa de decidir que ya era hora de que se volvieran las tornas. Cuando estuvieron sentados en el patio trasero del almacén, una semana antes, y ella le contó la verdad acerca de su padre, lo había apenado ver cuán incómoda se sentía al hacerlo, cuántos reproches se hacía a sí misma. Y él no soportaba verla sufrir así.

Gideon quería proteger a su madre más que nada en el mundo, y por eso lamentaba su pequeña estatura. ¿Cómo iba a poder un muchacho tan bajito ser el paladín de su madre? Gideon rezaba cada noche a Dios que lo hiciera crecer de repente, pero Dios parecía estar demasiado ocupado con otros proyectos y, por alguna razón, el asunto de Gideon Delafield se escapaba de su atención.

Aquel día, sin embargo, las esperanzas de Gideon estaban de nuevo muy altas, porque había conocido la identidad de su padre y había visto en fotografías que su progenitor era un hombre de elevada estatura.

Pero no quería tan solo proteger a su madre: Gideon Delafield soñaba con salvar a la gente. Ansiaba ser un héroe. Devoraba las novelas de Edgar Rice Burroughs y Rafael Sabatini. Hubiera querido ser el capitán Blood, Robin Hood, los tres mosqueteros y todos los caballeros de brillante armadura que hubieran galopado por el mundo a lomos de hermosos corceles. Y aunque sobre todo soñaba con rescatar bellas damas —primero a su madre y ahora también a Morgana—, el altruismo de Gideon no acababa ahí: cualquier desvalido que necesitara un protector, cualquier ser débil, cualquier víctima merecedora de ser rescatada, caía dentro de las miras de Gideon.

¡Si tan solo pudiera crecer algunos centímetros más…!

Morgana no paraba de decirle que el desierto lo fortalecería. Era verdad. Apenas había pasado unos días allí, y ya notaba sus brazos más vigorosos. Era consecuencia de trepar por las rocas, cosa que Gideon nunca había hecho antes. En cuanto hubo visto la Roca del Arco, fue como si saliera de su escondite una personalidad oculta, diciendo: «¡Buh! Aquí estoy yo, Gideon, el Escalador». Se encaramaba a las peñas como un mono —decía su madre, radiante de felicidad por el nuevo esplendor de su hijo (aunque también, a decir verdad, todavía planeaba sobre ella cierta sensación de inquietud)—, lo que llenaba de orgullo a Gideon y lo hacía sentirse un héroe. Y ya estaba deseando llegar a Colorado para escalar todo lo que allí hubiera.

Al oír que llamaban a la puerta de la cabaña, Gideon se puso en pie (había estado rezando de rodillas junto a la cama, intentando una vez más engatusar a Dios en un trato) y fue a abrir.

Era la señora Hightower, la tía de Morgana: estaba allí de pie con una bandeja de galletas, y le brillaban los ojos de una forma poco habitual a la luz del porche.

—Hola, Gideon. Veo que ya estás en pijama —dijo, y entró sin ser invitada.

—Mi madre no está.

—Venía a verte a ti, querido. ¿Podemos charlar un momento? Se trata de algo muy importante.

Bettina había estado pensando toda la tarde cómo abordaría el tema de la adopción con el muchacho. Había decidido no dejar esta tarea a la madre, quien sin duda lo induciría a ponerse en contra de la idea. Bettina se la plantearía en términos positivos, comenzando quizá por preguntarle: «¿Verdad que te parecería estupendo conseguir que Morgana fuera tu hermana con todas las de la ley? ¿Y quedarte aquí un tiempo para conocerla mejor y explorar el desierto? Podrías ir a la escuela aquí, y lo arreglaríamos todo para que pudieras hablar por teléfono con tu madre, que le escribieras y que ella viniera a visitarnos siempre que quisiera…».

Pero en el momento en que dejó la bandeja con las galletas y volvió su cara hacia el muchacho, se quedó sorprendida por la forma como la luz destacaba sus rasgos de una forma muy interesante y le hacía ver un aspecto que ella no había advertido antes. Hasta entonces, había sido para ella simplemente un niño. Pero el resplandor de la luz del porche cuando se disponía a cerrar la puerta, la forma como iluminaba su noble frente y su nariz, que no eran aún los de un hombre adulto pero que sí indicaban ya cómo serían cuando lo fuera, suscitaron de pronto en Bettina un pensamiento: «¡Cuánto se parece a Faraday este chico!».

El paso de los años la había hecho olvidar su enterrada pasión por Faraday. Pero volvió a prender ahora, a partir de esa mínima chispa, como si aquella pasión hubiera estado dormida en su interior cual un ascua aún tibia, pero no apagada. Una llamita que ahora desprendía calor por toda ella, mientras se fijaba en que, aunque bajo, Gideon no era un chaval esmirriado como tantos otros de su edad: se adivinaban ya en él unos hombros firmes, el cuello recio, unas manos amplias que ahora parecían desproporcionadas con relación al resto de su cuerpo. Una fotografía del David de Miguel Ángel que había visto en cierta ocasión le vino de pronto a la mente, y Bettina se encontró contando los años que faltaban, y diciéndose a sí misma: «Pronto tendrá veinte. Un hombre».

Se sentó en el sofá y dio unas palmaditas en el cojín que tenía al lado.

—Ven a sentarte aquí conmigo, Gideon.

El muchacho se sentó cautelosamente, guardando la distancia.

—Dime, Gideon… ¿qué te parecería quedarte aquí mientras tu madre va a trabajar a Mesa Verde?

El recelo de Gideon se acentuó. ¿Qué razón había para que se mostrara de repente amable con él?

—¿Por qué iba a hacer yo eso? —preguntó.

—Porque te encanta este lugar y porque estarías con Morgana, tú hermana.

Al ver que no decía nada, Bettina añadió:

—Ya sabes… Tu padre construyó esta granja. Como has visto, es un hombre famoso en esta región. ¿No te gustaría seguir sus pasos?

—Quiero ir con mi madre, señora Hightower.

—Llámame tía Bettina, querido. Después de todo, soy la cuñada de tu padre, y la madrastra de tu hermana. Pienso que eso me convierte en tu tía. Aunque también… —dijo con voz persuasiva, al notar por primera vez que sus ojos tenían el mismo color que los de Faraday— puedes llamarme Bettina, si lo prefieres.

Gideon no dijo nada. Se limitó a apretar los labios y a seguir mirando la puerta, confiando en que su madre entrara en cualquier momento. Se había ido a mediodía, diciendo que tenía una gestión urgente que hacer en Palm Springs, pero que estaría de regreso a la hora de irse a la cama. ¿Dónde estaría ahora?

—¿Sabes, querido? —dijo Bettina, acercándose más a él—. Tienes la misma línea del nacimiento que tenía tu padre. Con el mismo pico de viuda… justamente aquí. —Extendió la mano para tocarle la frente.

Gideon aguantó sin rechistar.

—Cuando crezcas, vas a ser como él —insistió Bettina, pasando lentamente la vista por el rostro atractivo del muchacho—. Mejor que él incluso, diría yo, porque tu padre tenía la costumbre de no prestar atención a sus responsabilidades. Porque tú serás muy responsable, ¿verdad?

La voz de la mujer se había hecho gutural, y a Gideon no le gustaba la forma como percibía ahora su respiración. Tenía encendidas las mejillas al acercarse más a él. Podía oler ahora la fragancia que desprendía, un perfume floral empalagoso, junto con el olor a jabón de lavar de sus ropas y el regaliz de su aliento. Cuando se humedecía los labios con la lengua, pudo ver que la tenía negra de haber estado chupando hojas de casia.

—¡Eres tan tímido! —le dijo Bettina, poniéndole la mano en la mejilla—. Un hombrecito tímido. Pero espero que no por mucho tiempo…

Gideon se echó hacia atrás y notó el brazo del sofá contra su espalda. Bettina se apresuró a salvar la distancia, levantó la mano que tenía en la mejilla del chico y pasó los dedos entre sus cabellos.

—¡Qué buen mozo vas a ser…! —dijo Bettina con voz ronca.

—Más vale que vaya a ver si ha llegado mi madre —se excusó el chico sintiendo que el corazón le latía a golpes.

—Echas de menos un padre… Sé lo que es eso. De pequeña, yo era la favorita de papá. Me quería más incluso que a Abigail, a la que consideraba demasiado mimada. Papá y yo tocábamos el piano juntos, íbamos de paseo juntos, y siempre me columpiaba y me decía que era su princesa.

La cara de Bettina se ensombreció.

—Pero eso fue antes de que se enterara de lo del cochero y… —Miró a Gideon con ojos extraviados, en los que se intuía una expresión de perplejidad—. Después de aquello, papá ya no quiso saber nada de mí. No comprendo por qué me rechazó. Supongo que tú tienes que hacerte la misma pregunta a propósito de tu padre…

La voz de la mujer se fue apagando mientras sus ojos recuperaban la visión y se fijaban en la familiar línea del nacimiento del pelo, en el color de aquellas pupilas que recordaba. Era una cara más joven, pero, sin embargo…

Bettina sintió un sutilísimo cambio en su cabeza, como si notara de pronto la presencia de algo fuera de lugar. Olvidó al instante lo que había estado diciendo. La cabaña ya no le resultaba familiar. Ya le había sucedido antes, ocasionalmente, alguna breve desconexión en el aquí y el ahora: momentos en los que la gente y el lugar que la rodeaba le resultaban del todo extraños. Pero esta vez había algo que permanecía y que seguía siendo real y familiar para ella: aquel rostro en el que se miraba, aquellos ojos expresivos y la barbilla perfectamente dibujada que algún día luciría barba.

—¿Te acuerdas del día que nos conocimos, Faraday? —murmuró—. Fuiste tan amable conmigo… Viniste a ver a Abigail y me dedicaste parte de tu tiempo. Dijiste que te gustaba mi vestido, que me veías muy linda con él. Yo no estaba acostumbrada a recibir cumplidos de hombres tan apuestos. Aquel fue el momento en que me enamoré de ti.

Se inclinó más aún sobre Gideon, inmovilizándolo contra el brazo del sofá. Y, acercando su cara a la del muchacho, le susurró:

—¿Sabías eso, Faraday? ¿Sabías que te he amado todos estos años?

Cuando los labios de la mujer tocaron suavemente los del chico, Bettina cerró los ojos y saboreó aquel beso. Pero Gideon, al borde de las lágrimas, apoyó las manos en los hombros de Bettina y empujó con todas sus fuerzas, arrojándola fuera del sofá y haciéndola caer al suelo.

Bettina levantó la mirada hacia él, sorprendida.

—¿Por qué has hecho eso? —preguntó en tono herido.

Permaneció con la mirada clavada en el suelo y el ceño fruncido en profunda concentración. Recordando otra ocasión en que un hombre la había arrojado al suelo. Faraday…, de su cama…

Gideon dejó el sofá y corrió a colocarse detrás de él.

—Será mejor que se marche. Mi madre vendrá en cualquier momento.

Bettina lo miró mientras que las cosas y sus pensamientos cambiaban de nuevo y se ordenaban en el lugar que les correspondía dentro de su cabeza. Se puso en pie, se alisó la falda y dijo:

—No ha sido muy amable de tu parte…

—Váyase —dijo Gideon, pasándose por la boca la manga del pijama mientras los ojos se le llenaban de lágrimas.

Bettina lo observó un instante, confusa, y después fue hacia la puerta, se detuvo en el umbral mientras la abría y se volvió a mirar al chico que se resguardaba detrás del sofá, defendiéndose. Paseó la vista por el reducido interior de la cabaña y frunció el entrecejo. Después parpadeó de nuevo y se aclaró la garganta.

—No debiste haber hecho eso —dijo con voz fuerte—. No. Definitivamente, no deberías haber hecho eso.