70

Sandy Candlewell se hubiera dado cabezadas contra la pared.

Mientras descargaba sacos de semillas en la trasera del almacén de sus padres, se reprendía por haber sido tan zoquete. Jamás olvidaría la expresión de la cara de Morgana cuando, al detenerse él allí para recoger el correo y ver sus pantalones nuevos, solo se le había ocurrido decir: «Esconden tus piernas». Sandy no había querido que le saliera de aquella manera. Pensó que los pantalones le sentaban bien. Cualquier cosa le sentaba bien a Morgana. Pero, con su habitual torpeza al hablar, había hecho que sus palabras sonaran como una censura.

Trató de enmendar allí mismo su error, pero no le pareció que Morgana se hubiese enterado. Y allí estaba Adella, además, insistiéndole en que tenían que irse. Le había hecho un favor cuando la había visto caminar por la carretera con un paquete envuelto con papel y bramante, y él se había parado a su altura y se había ofrecido a llevarla para que tuviera la seguridad de que llegaba a tiempo a la hora de recogida del furgón postal.

No le hacía ninguna gracia haber tenido que marcharse de aquella manera, dejando plantada a Morgana con una expresión de desconcierto en su rostro, y ahora se preguntaba una y otra vez cómo haría para pedirle disculpas. En un par de días, Morgana iba a marcharse a la escuela de enfermería y no regresaría hasta al cabo de tres años.

Hizo una pausa para enjugarse la sudorosa frente y pensó que los siguientes tres años iban a ser años de tortura y de soledad para Sanford Candlewell, que estaba enamorado de Morgana desde el día en que los dos habían ido juntos a informar a un forastero de que no le permitirían traer animales a su desierto para practicar deportes de caza. Morgana se había mostrado tan mayor y animosa aquel día…, había habido algo tan especial en su voz, en la forma como la luz del sol se reflejaba en los destellos rojizos de sus rizos castaños…, en la manera como el viento ondulaba los bordes de su falda en torno a sus torneadas pantorrillas…, que de pronto Morgana Hightower dejó de ser una niña pequeña, y Sandy había vuelto a casa confuso e inquieto con nuevas y sorprendentes ideas dentro de su cabeza.

La atracción que le inspiraba a Sandy había ido creciendo en las siguientes semanas, con visiones de Morgana que ocupaban su mente como nunca lo habían hecho antes, con el corazón que le daba saltos cada vez que ella aparecía, con el pulso que se le aceleraba cuando Morgana le tendía la cesta del almuerzo de los turistas y la mano de la muchacha rozaba la suya…, hasta que finalmente Sandy tuvo que aceptar el hecho de que se estaba enamorando. Sincero por naturaleza, Sandy había pensado hacer una excursión con Morgana, tal vez a la Roca del Arco, que era uno de los lugares preferidos de ella, y mientras almorzaban allí exponerle sin rodeos sus sentimientos. Después de todo, ya era hora de que él se casara. Muchas madres de hijas casaderas le tomaban el pelo haciéndole ver que ya tenía veinticinco años y seguía aún soltero… Pero antes de que Sandy pudiera declarársele, Morgana lo había sorprendido con la noticia de que su tía estaba haciendo gestiones para enviarla a una escuela de enfermería, y Sandy no había dicho palabra porque aquello era un nuevo impedimento que necesitaba considerar cuidadosamente.

En los siguientes meses, Sandy había mantenido en secreto sus sentimientos, a pesar de que, cuanto más se acercaba el día de su partida, mayor se hacía su deseo de ella. Un deseo que lo acosaba noche y día y que ahora, cuando reanudaba la tarea de descargar los pesados sacos de semillas, lo atormentaba con el pensamiento de que Morgana estaba a punto de marchar a un mundo en el que pronto conocería y se relacionaría con gente sofisticada. Sandy sabía que no podría competir con hombres instruidos como profesores y médicos, y lo aterraba pensar que Morgana pudiera no regresar nunca. ¿Cómo iban a poder las personas sencillas de Twentynine Palms llegar a la suela de los zapatos de los intelectuales que, en la imaginación de Sandy, poblaban los sagrados pasillos de un campus universitario?

Hizo de nuevo una pausa para dirigir la mirada al desierto que se extendía a lo lejos hasta las distantes montañas. El sol se ponía, y las estrellas comenzaban a aparecer en el firmamento de color azul púrpura. Tenía otras tareas que hacer antes de que concluyera el día, pero en lo único que podía pensar era en Morgana.

A Sandy le gustaba que Morgana fuera tan lista y amante de los libros. Cuando la biblioteca ambulante se presentaba allí dos veces al mes, Morgana era siempre la primera que acudía a recibir la caravana frente al almacén de los Candlewell, con los brazos llenos de libros. Sandy, por su parte, no había pasado del octavo curso —el último de la enseñanza primaria— y había dejado la escuela para trabajar en el garaje de su padre, satisfecho con haber aprendido a leer y sumar. Era consciente de que su fuerza no estaba en su saber, sino en su capacidad de hacer. No había nada que Sandy Candlewell no pudiera reparar, mejorar, reformar, arreglar con una chapuza o inventar. Personas llegadas de los alrededores acudían a él para que les resucitara motores muertos, insuflara vida en su maquinaria difunta, reparara lo irreparable… y él, en suma, tenía éxito donde otros habían fracasado. El hecho de que no leyera libros no les importaba. Todo el mundo decía que Sandy Candlewell era un salvador musculoso y alegre, y eso era lo único que contaba.

Pero él sabía que eso no era suficiente para una muchacha como Morgana, cuya sed de conocimientos era como un desierto sediento de agua. Aunque lo consumiera mantener en silencio lo que sentía por ella, quería que Morgana fuera libre, libre para marcharse y aprovechar todo cuanto llevaba dentro de sí. Porque él solo podía ofrecerle un anillo de bodas e hijos.

Pero tampoco podía dejar las cosas en aquella situación: lo perseguía la expresión que había visto en su rostro cuando había bajado la vista a sus pantalones nuevos. Sandy tenía, como mínimo, que pedirle disculpas por aquello y hacerla saber que, a cualquier parte del mundo que fuera, él siempre pensaría en ella con afecto y desearía su bien.

«Mañana por la tarde —decidió—, cuando vuelva con el gran autobús rojo de la excursión por el desierto, hablaré con ella».

«Me iré a primera hora de la mañana», se dijo Morgana mientras recogía flores silvestres para la mesa del comedor. Así estaría lejos de allí antes de que se presentara Sandy con su autobús a recoger a los huéspedes para la excursión al desierto.

Ahora que era libre, no tenía objeto perder tiempo. Elizabeth y Gideon saldrían para Colorado al amanecer; Morgana viajaría con ellos hasta Los Ángeles y allí se alojaría en un hotel mientras visitaba el campus de la UCLA y hacía los preparativos para matricularse.

Era consciente de que aquella decisión de marchar tan precipitadamente no se debía tanto a la impaciencia por comenzar sus estudios como a la dura constatación de que sus sueños acerca de Sandy Candlewell serían solo lo que habían sido hasta entonces: meros sueños.

Sandy no aprobaba que las mujeres llevaran pantalones. Eso era evidente. Y tenía una cita con Adella a la que a los dos les corría prisa llegar. Morgana no era ciega.

«No pienses en lo que pudo haber sido», se decía a sí misma mientras recogía ásteres del Mojave —de pétalos de color lavanda pálido, que irradiaban de un centro brillante de color tostado—, lirios mariposa de vivo naranja, junto con espléndidas flores de cactus rojas y púrpura, y blancos capullos de reinas de la noche. Y para resaltarlas sobre un fondo verde, un manojo de tallos de ocotillo.

Morgana disfrutaba habitualmente con su tarea de recoger flores cada tarde, con la libertad que le ofrecían la tierra y el firmamento sin más presencia que la de los halcones y sus pensamientos, pero esa tarde solo podía pensar en Sandy y en que iba a dejarlo. Si no hubiera pensado en nada más que en que tía Bettina le había dado permiso para iniciar sus estudios indios, se habría sentido eufórica. Pero a Morgana la invadía solo una inexplicable sensación de vacío. Quizá en el fondo porque creyera que, con su independencia, Sandy la vería de una manera diferente, que tal vez le escribiría e iría a visitarla mientras estuviera en la UCLA. Que aguardaría a su regreso, acaso.

Pero lo cierto era que se disponía a viajar a más de trescientos kilómetros de allí: cinco horas de viaje en coche en los días más favorables. ¿Cómo podía esperar que la relación entre ellos dos siguiera cultivándose con semejante distancia por medio? No sería posible, y menos aún cuando había tantas mujeres jóvenes, particularmente Adella Cartwright, que tenían a Sandy en su punto de mira.

Así que viviría como había vivido su padre, dedicada a atesorar conocimientos, y si el amor se abría paso alguna vez en su vida, lo aceptaría como lo había aceptado Elizabeth y…

—¡Hola, Morgana!

Se dio la vuelta y por poco no se le cayeron todas las flores que llevaba al brazo.

—¡Sandy!

El joven sonrió tímidamente, sin saber qué decir. No tenía ni idea de lo que estaba haciendo allí. Cuando el día anterior había tomado la decisión de hablar con Morgana cuando volviera de la excursión en autobús la tarde siguiente, pensaba que se mantendría fiel a ella. Pero un impulso que no tenía nada que ver con su fuerza de voluntad, lo había hecho ducharse nada más llegar, ponerse ropa limpia y acercarse en coche hasta el Château Hightower, donde sabía que la encontraría en el campo de detrás de la casa recogiendo flores.

Parecía una novia con aquel ramillete, pensó él. Salvo por los pantalones. Aquello le recordó a Sandy el motivo de su visita: disculparse. Decirle que le parecía muy guapa vestida así. Que había venido a decirle que la echaría de menos mientras estuviera en la escuela de enfermería, que esperaba que lo pasara muy bien conociendo nuevos amigos y que confiaba en que, de vez en cuando, se acordara de los amigos de siempre que dejaba en Twentynine Palms.

Pero mientras estaba llenándose los ojos con la visión de su figura sobre un fondo de cielo y estrellas, se le ocurrió el auténtico motivo de su presencia allí.

Morgana esperaba. Incluso a unos pasos de distancia la joven percibía la fragancia de su loción para después del afeitado y la del jabón de baño, y podía ver que sus cabellos de color rubio oscuro aún estaban húmedos. Se había duchado y mudado antes de venir, e incluso llevaba puesta su camisa blanca de los domingos, aunque sin corbata.

—¿Sí? —lo animó, notando un nudo en la garganta.

A aquella distancia de las construcciones del albergue, y con las luces de otras construcciones y granjas salpicando la oscuridad del paisaje como estrellas fugaces caídas en la tierra, se sintió de pronto completamente a solas con Sandy, como si hubiera desaparecido toda la población del mundo.

—He venido a decirte algo.

Sandy dio un paso hacia ella. Percibía el aroma floral del ramillete que la muchacha apretaba contra el pecho.

—¿Sí? —repitió Morgana, intrigada pero advirtiendo sobre todo la proximidad de un momento importante.

Jamás había visto a Sandy así. El joven se aclaró la garganta.

—Estaba…, bueno…, estaba oyendo las noticias por la radio y han dicho que el presidente Roosevelt ha declarado monumento nacional el Valle de la Muerte.

—¡Oh, Sandy! —dijo Morgana, forzando una sonrisa para ocultar su decepción—. ¡Es una noticia maravillosa!

—La señora Hoyt y los representantes de la Asociación Internacional para la Conservación de los Desiertos se entrevistarán con el propio Roosevelt para intentar convencerlo de que la zona de los árboles de Josué sea declarada también monumento nacional. Todo quedará protegido, Morgana…, es solo cuestión de tiempo. Pero, en fin… —dio un puntapié a una piedra con su bota—. Pensé que querrías saberlo.

—Yo también tengo noticias —dijo Morgana, fijándose en cómo la brisa del anochecer secaba los cabellos de Sandy y los hacía agitarse y volar. No se había puesto gomina como solía hacer cuando se vestía de punta en blanco. A ella le gustaban así, sueltos, y se preguntaba cómo los sentiría al hundir los dedos en ellos—. Por fin me armé de valor para decirle a tía Bettina que no quería ir a la escuela de enfermería…, ¡y no se enfureció conmigo! De hecho, dice que puedo hacer cualquier cosa que me haga feliz.

—¿De veras?

Sandy estaba asombrado. Todo el mundo en el valle sabía que Bettina Hightower era una mujer de fuerte carácter y que se salía siempre con la suya. Se preguntó por qué habría cedido esta vez. Pero no importaba. ¡Morgana no se iría!

—Tía Bettina se ha portado maravillosamente en todo —se apresuró a añadir Morgana, animada por la evidente satisfacción de Sandy—. A lo mejor podrá ayudarme incluso con el dinero.

El ceño de Sandy se ensombreció.

—¿Con el dinero? —preguntó.

—¡Voy a matricularme en la UCLA! La doctora Delafield conoce gente allí. Me escribirá una carta de recomendación. Me iré mañana por la mañana.

—¿La UCLA? —repitió Sandy como un eco—. ¿La Universidad de Los Ángeles?

—El nuevo campus está en Westwood, algo más allá de Los Ángeles, camino del océano. Está lejos, pero es una universidad de primerísima fila.

Sandy vio cómo se animaban sus rasgos en el crepúsculo, con el oscuro telón de fondo del desierto tras ella. Con su blusa y sus pantalones de color beis claro, Morgana parecía casi etérea entre los cactus y las flores silvestres. Y todavía llevaba en los brazos aquel inverosímil ramillete…

—Podré conseguir un trabajo, y con la ayuda de tía Bettina…

Luego siguió hablándole de sus planes de estudiar las culturas indias, pero Sandy estaba sumido en sus propios pensamientos. Que Morgana quisiera realizar otros estudios no lo pillaba por sorpresa, pero que Bettina se lo permitiera, ¡eso sí! ¿Y decía que la ayudaría económicamente, además? Morgana lo estaba viendo todo de color de rosa. Solo ella en todo el valle podía aguantar a la tacaña y pretenciosa Bettina Hightower.

Pero lo que predominaba en sus pensamientos era una tremenda decepción. La UCLA era mucho peor que una escuela de enfermería. Significaba cuatro años de alejamiento, más lejos aún, y en un ambiente mucho más cosmopolita. Sandy no tendría la más mínima posibilidad.

Morgana se puso seria ahora.

—Pero antes hay algo que necesitas saber, Sandy. Una vez me haya ido, escucharás rumores…

Mientras le hablaba de Elizabeth Delafield y de Gideon, rumores que él había oído ya, y de su reciente descubrimiento de que tenía un hermanastro, los pensamientos de Sandy retrocedían a aquel día en que, cuando él tenía trece años, se había presentado en su granja el doctor Hightower trayendo a su hija. En aquella ocasión, hacía doce años, Morgana era una niña pálida y tenía un vendaje alrededor de la cabeza, como una cinta india, del que el doctor explicó algo relativo a un accidente con una estufa. La pequeña no dijo palabra. Permaneció con ellos unos cuantos días, tan menuda y callada que su presencia pasaba casi inadvertida. Y al poco acudió su tía a recogerla y se la llevó a su propia casa. Fue por las mismas fechas cuando el doctor Hightower se desvaneció para no reaparecer nunca. Y no tardó en circular la historia de que había huido a México con una mujer de carácter dudoso, a lo que se sumaron casi al mismo tiempo la noticia de que había desaparecido la nómina de una de las minas de la zona minera de Dale y el rumor de que Hightower la había robado.

Aquellas viejas historias sorprendieron a Sandy, porque él recordaba al doctor Hightower como un hombre generoso y honrado. Pero ya sabía que jamás llegas a conocer totalmente a nadie. Lo complacía, eso sí, que las cosas se hubieran resuelto tan bien al cabo de los años y que Morgana se encontrara ahora con un hermano del que nunca había tenido noticia.

—Vamos a mantenerlo en secreto por ahora —le dijo—. Tú ya sabes cómo chismorrea la gente…

—Lo entiendo —dijo sencillamente, aunque dudó si hablarle de los rumores que estaba ya difundiendo Selma Cartwright desde allí hasta Banning. Pero entonces se fijó en su pelo, que ahora reflejaba la luz de las estrellas, y en el resplandor marfileño que le daba a Morgana la luz de la luna naciente, y sintió un vivo dolor y un deseo ardiente consumiendo su cuerpo solo de pensar que ella se marcharía al día siguiente y estaría mucho tiempo lejos—. Bueno… —añadió, por fin, mirando por encima del hombro a donde no había absolutamente nada—. Creo que tengo que volverme a casa. Mamá tendrá ya lista la cena y se estará preguntando dónde me he metido.

Se mordió la lengua. ¡Aquello sonaba como si él tuviera aún trece años! No era de extrañar que Morgana no pudiera pensar en él más que como el chico que vivía en la casa de al lado…

¡Y solo de pensar en todos aquellos hombres de mundo que iba a conocer…!

—Supongo que ya no te veré mañana por la mañana —dijo con voz tensa—. Tengo comprometidos unos turistas que quieren recorrer todo el valle para la excursión de fauna salvaje. Tendremos que salir muy pronto si queremos ver una tortuga del desierto o una jauría de coyotes. Los animales se ocultan durante el día…, bueno, tú ya lo sabes.

A Sandy le daba apuro explicarle a Morgana cosas que ella sabía de sobra. Pero tenía que ocupar su boca con semejante cháchara porque, si no, se le escaparía por ella lo que Morgana no sabía, y eso le haría sentir un apuro todavía mayor.

—Ya sabes, Sandy —se apresuró a decir Morgana—, la universidad está solo a doscientos sesenta kilómetros de aquí. Puedes venir a verme cuando quieras. Y yo vendré a casa los fines de semana, las fiestas y en las vacaciones de verano…

Se le apagó la voz. ¿Por qué estaría diciéndole todas esas cosas…?

—Quizá —dijo él, metiendo las manos en los bolsillos—. Bien… Buenas noches, pues.

A Morgana le temblaban los brazos bajo las flores.

—Buenas noches —susurró apenas.

Él se volvió y comenzó a alejarse, mientras sus botas hacían crujir la arena, la mica y el cuarzo que pisaban.

Morgana no podía moverse. Tenía la sensación de que Sandy hacía algo más que alejarse e ir hacia el pueblo: estaba saliendo de su vida. A la joven se le escapó de la garganta un sollozo. Trató de reprimirlo, pero Sandy lo oyó. Se giró, vio que Morgana tenía los ojos arrasados en lágrimas, dio media vuelta y llegó a su lado con cinco zancadas para estrecharla entre sus brazos y cubrir su boca con un largo y apretado beso, mientras las flores silvestres, aplastadas entre los dos, desprendían los fuertes perfumes y fragancias de la naturaleza y de la vida.

—¡Oh, Dios, Morgana…! ¡Te amo! —exclamó mientras retrocedía un paso, sin poder dar crédito a aquella sensación de sentirla contra su cuerpo, su cercanía y su belleza, el asombroso milagro de su ser.

Las lágrimas corrían por las mejillas de Morgana.

—Yo también te amo, Sandy. Pero pensaba que tú no sentirías nunca eso por mí.

—¿Por qué no?

Los ojos de Sandy recorrían su rostro, sus cabellos, sus hombros.

—Adella Cartwright…

—¡Es solo una chiquilla necia y vanidosa…! —La besó de nuevo, más despacio y con mayor ternura aún que antes, aunque se sintió invadido también por un afán violento y posesivo, que le inspiró el deseo de amarla allí mismo en aquel campo de ásteres, lirios y flores de cactus—. No puedo soportar la idea de que te vayas, Morgana.

—No me iré lejos.

—Iré a visitarte.

—Y yo vendré a casa.

Hablaban los dos a la vez, con excitación, y como si sus emociones, largamente embotelladas a presión, fluyeran ahora juntas.

—Cásate conmigo, Morgana. Di que te casarás conmigo.

—Sí, Sandy, ¡oh, sí! Pero tengo que ir a la universidad…

Los dedos de él, apretados sobre su boca, la hicieron callar.

—¡Claro que sí! Yo no lo querría de otra manera. Y, cuando hayas conseguido tu título, les enseñaremos a los visitantes todo cuanto pueda saberse acerca del desierto y de los indios que vivían aquí.

Morgana se fundió con él, ajena a las manchas anaranjadas, rosas, púrpura y amarillas que los pétalos de las flores dejaban en su blusa, y a la sensación de escozor que provocaban los tallos del ocotillo en sus brazos desnudos. El recio cuerpo de Sandy era la única sensación que ella notaba en aquel momento. Y el futuro de dicha que se abría delante de ambos.

Él bajó la cabeza y le sonrió, con lágrimas de júbilo que le resbalaban también por las mejillas.

—¡Mi brillante y erudita dama…! Con tu inteligencia y mis músculos, nuestra vida juntos será perfecta.