La gente los llamaba «diablos».
Diablos del polvo, diablos de la arena, diablos de la tierra. Pequeños remolinos de viento que surgían de improviso en el desierto en las tardes calurosas y quietas. Se materializaban de la nada de súbito, agitando la arena, la grava y los lagartos, para desgarrar cactus y dunas como si fueran a provocar el fin del mundo, y después se desvanecían con idéntica rapidez, como si les hubieran aplicado un tapón invisible.
Elizabeth aguardaba en el interior de su coche a que pasara el pequeño tornado mientras cruzaba por la estación de gasolina de Candlewell levantando basura y restos, hasta que se metió entre la maleza y se disipó.
Había ido al almacén general a buscar lo que le hacía falta para su viaje a Colorado. Ella y Gideon partirían por la mañana. Mientras pasaba entre rótulos que anunciaban SERPIENTES DE CASCABEL VIVAS EN LA PARTE DE ATRÁS Y AUTÉNTICAS CESTAS INDIAS EN VENTA, pensó en las extrañas vueltas que había dado su vida en las últimas semanas. Cuando recibió la noticia de que le habían dado aquel trabajo en Mesa Verde, había pensado en viajar directamente a Colorado. Pero luego había venido aquel desvío a Twentynine Palms, resultado de la intervención de una empleada disgustada. ¡Cuán drásticamente había cambiado su pequeña familia en apenas unos pocos días! Gideon tenía ahora una hermana. Ya no estaba solo en el mundo.
Y ahora Elizabeth, para su sorpresa, se encontró pensando en una nueva misión en la vida. Necesitaba averiguar qué le había sucedido a Faraday.
Durante su corta estancia en Twentynine Palms, había mantenido conversaciones informales con personas de la localidad, y ninguna sabía nada acerca de la desaparición de Faraday. Le había preguntado a Joe Candlewell si habían enviado partidas en su busca. Pero la respuesta de Joe había sido:
—No. Bettina nos dijo que había ido a México. Así que…, ¿para qué teníamos que salir a buscarlo?
Elizabeth no podía sacudirse de encima el temor de que había habido algún juego sucio por medio. Estaba convencida de que Faraday estaba muerto. Pero tenía que saberlo con seguridad, y conocer los detalles de su muerte. No entendía que Bettina pudiera aceptar con semejante tranquilidad la desaparición de su marido. Ni siquiera había presentado una declaración de persona en paradero desconocido. Elizabeth tenía aún suficiente dinero de la herencia del profesor Keene para contratar un detective de la agencia Pinkerton. Le diría que comenzara su búsqueda allí mismo, en Twentynine Palms, y le encargaría que hiciera averiguaciones en las comisarías de policía de los pueblos vecinos. Tal vez en el curso de los años hubiera aparecido un cuerpo no identificado, y el caso constara aún, sin resolver, en los registros de la policía, quizá en Redlands o en San Bernardino.
En caso necesario, dejaría su empleo en Mesa Verde e iría a buscar a Faraday ella misma, una vez hubiera colocado a Gideon en un internado.
En el interior del almacén, atiborrado de toda clase de artículos en venta, eligió chicles y cigarrillos, y dio un vistazo a la pequeña oferta que tenían de revistas y periódicos para el largo viaje. Mientras hojeaba un ejemplar de Modern Screen, mirando sin demasiada atención fotografías de Gary Cooper e Ingrid Bergman en el rodaje de su nueva película, ¿Por quién doblan las campanas?, le llegó el sonido de una voz que hablaba al otro lado de las estanterías de harina, cereales y pan:
—¡Pobre Bettina…!
—Pobre, sí —dijo otra—. Imagina lo espantoso que debe ser que esa mujer se presente de pronto ante su puerta.
—¡Y con el chico, para colmo!
Elizabeth levantó la cabeza y miró a su alrededor. Las dos mujeres estaban ocultas al otro lado de los estantes. Cuando se dio cuenta de que hablaban de ella, quiso alejarse, diciéndose que no la interesaban las habladurías locales. Pero no pudo moverse.
—¡Y la caradura que tiene! ¿Piensas que es realmente hijo de Faraday?
Elizabeth reconoció la voz de una de ellas: Selma Cartwright, propietaria de una granja de pollos a unos ocho kilómetros de allí, siguiendo la carretera. Selma tenía un ceceo muy característico. A su interlocutora no fue capaz de identificarla.
—No me cabe duda. Tú no conociste a Faraday. Yo sí, cuando llegó por primera vez a este valle. Un hombre apuesto. Encantador. Me trató de una torcedura de tobillo. Atendía maravillosamente a sus pacientes. Me pregunto cómo pudo casarse con una mujer tan seca como Bettina. No me sorprendió saber que iba a otra parte a buscar afecto…, ya me entiendes.
Las mejillas de Elizabeth ardían mientras permanecía como clavada en aquel sitio.
—¡Imagínate que esa fresca pretende ahora que Bettina acepte ese hijo ilegítimo de su marido…!
La mente de Elizabeth comenzó a girar vertiginosamente. ¿Cómo lo sabían? Entonces recordó la llegada de Morgana saliendo de su camioneta y gritando: «Gideon… ¡eres mi hermano!». Obviamente la gente de la tienda la había oído, y el rumor se había propagado como un incendio.
Elizabeth frunció el ceño… ¡Pero si Faraday no estaba casado con Bettina entonces…! Pero enseguida comprendió que, puesto que era imposible que conocieran los detalles, hacían como ocurre siempre con los rumores en todas partes: rellenar por su cuenta los huecos.
—Al único que compadezco es a ese pobre chico…
Aquello enfureció a Elizabeth. ¡Cómo se atrevían a compadecer de su hijo! Dejó en el estante más a mano que vio todo lo que había elegido, y se apresuró a salir del establecimiento.
Ya fuera, apoyada contra la ranchera, se llevó la mano al pecho y trató de recuperar el aliento. Necesitaba pensar. Aunque se fueran ahora a Colorado, Gideon querría mantener su relación con Morgana, volver a aquel lugar a visitarla…, y la gente lo vería y murmuraría a sus espaldas.
Vio un diablo de polvo a unos ochocientos metros de allí, en el desierto: un tornado en miniatura que arrancaba plantas, piedras y todo lo que encontraba a su paso. «Eso soy yo», pensó, sintiéndose como si hubiera sido levantada del suelo por un remolino que la hacía girar vertiginosamente de manera que, al dejarla luego caer, ya no sabía por dónde iba.
Se amontonaban los recuerdos en su mente. El decano de su facultad, mirándola con expresión de total repugnancia y diciéndole: «Su condición… de madre soltera…». Como si aquellas palabras se le atascaran en su mojigata garganta.
El recuerdo de su padre cuando ella corrió a la cabecera de su cama en el hospital, y él volvió la cabeza, llamándola ramera.
Elizabeth se dio cuenta de que había estado viviendo con la cabeza escondida en la arena, soslayando la dura realidad de la vida. Pero ahora comprendía que el mundo no iba a cambiar. Que a la gente no le importaban las circunstancias individuales, las razones personales que hubiera detrás de una relación. Una mujer que se quedaba embarazada sin gozar de las bendiciones del matrimonio siempre sería tachada de ramera.
Apretó los dedos contra la boca y reprimió un sollozo. A lo largo de todos aquellos años se había sentido tan valiente y fuerte como Hester Prynne cuando desafiaba al mundo. Pero, en realidad, Elizabeth había estado ocultando su secreta vergüenza, viviendo en poblaciones donde nadie la conocía, fingiendo no oír las corteses preguntas que se le hacían acerca de su marido, jactándose ante Morgana de que ella no había mentido nunca ni fingido haber estado casada. Y, sin embargo, ¿no era eso precisamente lo que había hecho?
Al recordar el pasaje de la Biblia que dice que Dios castiga a los hijos por los pecados de los padres, subió de nuevo a la ranchera y permaneció unos momentos sentada y mirando el volante antes de arrancar el motor.
Necesitaba pensar sobre lo que podría ser mejor para Gideon. Se le hacía insoportable separarse de su hijo, pero sabía también que, si ahora se marchaba con Gideon, llevándolo consigo a Colorado, los haría parecer a los dos como unos ladrones escapando en la noche y confirmaría los rumores que corrían acerca de ellos. El escándalo podría incluso acompañar a Gideon el resto de su vida.
Pero si él se quedaba allí y se convertía legalmente en un Hightower, poco a poco la gente acabaría aceptándolo y el estigma sería olvidado.
Pensando, además, en las perspectivas de una buena boda para su hijo, Elizabeth tenía que reconocer, a su pesar, que Bettina tenía razón. Elizabeth podía imaginar a la futura novia: hermosa, inteligente, de elevada clase social… Y a Gideon, desesperadamente enamorado de ella. Y podía imaginar asimismo la escena con el padre de la novia preguntándole:
—¿Quién es su padre, joven?
—Faraday Hightower, señor.
Un ceño profundamente fruncido…
—Entonces…, ¿cómo es que se apellida usted Delafield?
—Mis padres jamás llegaron a casarse, señor.
O la misma escena, después, con una respuesta diferente de Gideon:
—Mi padre fue Faraday Hightower, un destacado médico de Boston.
Y en la que el futuro suegro sonreía al joven Gideon Hightower.
Además, por la vida nómada que llevaban, no habían llegado a echar raíces en ningún lugar. Todas sus posesiones estaban guardadas dentro de un baúl. Aquella no era forma de vivir para un muchacho. Necesitaba tener un cuarto propio, un lugar en cuyas paredes colgar sus banderines, un armario para sus viejos juguetes y su nuevo guante de béisbol.
Elizabeth arrancó y dirigió el vehículo hacia la polvorienta carretera. Odiaba reconocerlo, pero aquella era, como había dicho Bettina, una solución perfecta para el problema de Gideon. Como esposa de Faraday, Bettina estaba en una posición que permitía convertir legalmente a Gideon de Delafield en Hightower. Y, después de todo, como también había dicho ella misma, aquella hubiera sido la voluntad de Faraday.
Pero Elizabeth quería consultar primero con un abogado, un amigo de Filadelfia que había actuado como albacea del legado que le había hecho el profesor Keene, y que se había ocupado de examinar también el contrato con su editor. Le telefonearía enseguida para pedirle consejo…, pero no desde el almacén de Candlewell, donde no podrían conversar en privado, sino desde un hotel de Palm Springs que había oído que ofrecía servicios de conferencias telefónicas a larga distancia.
Si iba a permitir que Bettina adoptara a Gideon, Elizabeth tenía que asegurarse de que su hijo estuviera protegido y quedaran garantizados todos sus derechos.