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—¿Estás asustada, querida? —preguntó Elizabeth.

Morgana se pasaba el cepillo por el pelo como si quisiera arrancárselo.

—¿Asustada? No —respondió con una risa nerviosa—. ¿Preocupada? ¡Sí! Jamás he desobedecido a mi tía.

—Seguro que todo irá bien —dijo Elizabeth, observando que ahora Morgana se peinaba de forma que quedara al descubierto su frente.

Había necesitado solo un día para observar los sutiles recursos que empleaba Bettina para mantener controlada a Morgana. La joven no era consciente de ello; pero el trabajo se realizaba mediante un centenar de pequeños detalles. Una simple señal de Bettina, y Morgana se cubriría de inmediato la frente. «Como un castigo —le había dicho a Elizabeth en la Roca del Arco—. Hace que me sienta avergonzada».

«Eso mismo, Bettina —había pensado Elizabeth—. Así es como lo haces». Y después había ido en su coche a Candlewell y había puesto una conferencia con Los Ángeles. Dos días después llegó en tren un paquete, y Sandy Candlewell lo entregó en el albergue. La letra escarlata, de Nathaniel Hawthorne. Elizabeth no le hizo ningún comentario a Morgana cuando se lo dio, sencillamente, para que disfrutara con la lectura. Morgana devoró el libro en dos días y, cuando lo hubo concluido, se había obrado en ella un gran cambio.

La protagonista del libro, Hester Prynne, condenada públicamente por adulterio y obligada por el pueblo de Boston a llevar como distintivo humillante una A roja bordada sobre el pecho, asombró a sus conciudadanos transformando la letra escarlata de símbolo de vergüenza en manifestación de sus experiencias y de su carácter, luciéndolo, por así decir, orgullosamente, como proclamando: «El pecado que cometí es una parte de lo que soy; fingir que nunca sucedió sería como negar una parte de mí misma».

La noche en que Morgana terminó de leer el libro, se colocó frente al espejo de su tocador y levantó la lámpara de petróleo para que iluminara totalmente su rostro. La cicatriz destacaba así con vivo relieve, como un cráter lunar del tamaño de un dólar de plata, arrugado y protuberante, feo. La letra escarlata de Morgana…

Durante doce años había hecho tal como la había aleccionado Bettina: emplear flequillos, sombreros, chales, cosméticos… Tía Bettina le decía: «Tapa eso, hija», y Morgana corría a buscar un peine, un sombrero, polvos faciales…

¿Por qué había permitido que tía Bettina controlara su vida de aquella manera? Hasta donde podía recordar —hasta el confuso recuerdo de una casa en Boston—, su tía había gobernado todos los minutos, horas y días de su vida. Leer el libro de Hawthorne fue como abrir una puerta. De pronto se sintió invadida por una oleada de fuerza y de confianza, y todo le pareció sencillo. Al igual que Hester, podía hacer lo que quisiera con su vida. Y eso no indicaría una falta de gratitud por todo cuanto había hecho su tía por ella. Morgana seguiría viviendo allí y ayudándola a llevar el albergue, pero lo haría conforme a sus condiciones.

—Esta cicatriz me diferencia de otros —había informado a Elizabeth al día siguiente—. Es mi identidad. Recuerda un hecho de mi vida que fue crucial, aunque no lo recuerdo. Tal vez algún día vuelva a mi memoria. Pero, entretanto, dejaré de huir de mí misma, dejaré de ocultar quién soy y defenderé lo que soy.

Aquella noche, en la sala, Elizabeth había visto la expresión de Bettina cuando vio que Morgana descubría su frente. Las habituales señales no habían hecho efecto y al final Bettina había tenido que renunciar. ¿Era consciente de que comenzaba a aflojarse la presa con que tenía sometida a su sobrina?

Morgana se mostraba ahora más insistente también en hablar de su padre. En el pasado, una sola palabra de Bettina había bastado para hacerla callar, pero ahora no cedía.

—Necesito hablar de él —la oyó decir Elizabeth, hablándole a su tía—. Necesito saber todo cuanto haya acerca de él. ¿Qué fue de sus dibujos? ¿Qué se hizo de su colección de cerámica?

La olla dorada, en particular, había pasado a formar parte de todo aquello que Morgana deseaba saber. Se pasaba horas estudiando la foto del dibujo que había hecho su padre de ella, viendo en su complejo dibujo miles de futuras, de infinitas posibilidades. De un solo símbolo —ya se tratara de un árbol, o una estrella, o un uatipí— salían otros, y sus líneas se conectaban formando una red. Morgana ponía su dedo en un símbolo y, a partir de aquel punto, iba recorriéndolos a un lado o hacia abajo. Se veía a sí misma como uno de esos símbolos: en aquel diminuto gato moteado que era probablemente un jaguar, o en el círculo con una cola que podía simbolizar un cometa. Desde allí veía cómo aquel objeto simbolizado —ella misma— viajaba en muchas direcciones y se desarrollaba hasta alcanzar muchos finales diferentes. Se daba cuenta de que no estaba encerrada en un solo futuro. Que no tenía que seguir un único camino marcado.

—No la estás desobedeciendo, querida —le dijo Elizabeth a Morgana, cuando ella hubo acabado de peinarse y buscaba sus ropas—. Estás, sencillamente, exponiendo lo que piensas tú del asunto. No deseas ser enfermera. Tienes otras metas. Es así de sencillo.

Mientras miraba cómo le quedaba su nuevo atuendo «deportivo» —unos pantalones que le había dado Elizabeth—, esta le dijo:

—Cuando yo tenía tu edad e iba a la universidad, el único ejercicio que podíamos hacer las mujeres estudiantes consistía en diez minutos de ejercicios gimnásticos vistiendo largas faldas de lana y enaguas que llegaban al suelo, cuellos almidonados y rígidos corsés de ballenas que reducían nuestras cinturas a un talle de avispa. Las chicas tenéis hoy mucha más libertad. Se toleraba el tenis, pero no se permitía que fuera un deporte competitivo. Y la bicicleta estaba estrictamente prohibida.

Elizabeth pensaba que si Faraday hubiera recibido su carta cuando ella se la envió dieciséis años antes, podrían haberse casado los dos y ella se hubiera convertido en madrastra de Morgana. ¡Cuán diferente hubiera sido entonces el futuro de la muchacha!

Pero quizá aún pudiera serlo.

Antes de ir a Twentynine Palms, Elizabeth había ido a ver a un antiguo colega suyo que daba clases en la Universidad de California en Los Ángeles. Había recorrido el nuevo campus de Westwood y había vuelto con folletos, informaciones y un ejemplar del Daily Bruin, el periódico de los estudiantes, porque ya no quedaba demasiado lejos el momento en que Gideon tuviera que pensar a qué universidad iría, y Elizabeth deseaba que fuera a la mejor.

La UCLA era un centro excelente, avanzado, con más de cinco mil estudiantes, que confería muchas titulaciones superiores tanto a mujeres como a hombres. Morgana no tendría que afrontar el prejuicio al que había tenido que enfrentarse la propia Elizabeth treinta años atrás en las universidades dominadas por los varones.

Por supuesto que Morgana tendría que encontrar primero un trabajo. Aunque Bettina se ofreciera a ayudarla económicamente, quedaba la cuestión de su alojamiento en las cercanías del campus. Gracias a Dios, Elizabeth podría ayudarla también un poco.

De la misma manera que a ella la habían ayudado también en una etapa crucial de su vida.

Cuando Elizabeth había tenido que hacer frente al problema de ganarse la vida y criar a la vez a su hijo, el profesor Keene la había sorprendido invitándola a vivir con él en su casa. Sentía mucho afecto, por ella, le dijo, y no había tenido ningún hijo. Por otra parte, aquel pequeño suyo era hijo del médico que le había salvado la vida. Keene le había ofrecido incluso casarse con ella, aunque pasaba ya de los setenta años de edad: era todo un caballero y quería proporcionarles a Elizabeth y su hijo lo que él veía como respetabilidad. Pero Elizabeth no tenía la misma percepción: no veía nada vergonzoso en lo que había hecho, ni en la circunstancia de no estar casada. Cuando Keene murió pocos años después, toda su fortuna, que resultó ser considerable, fue a parar a ella y a Gideon, lo que le dio a Elizabeth libertad para realizar su sueño de trabajar en una campaña destinada a conservar el arte rupestre indígena norteamericano.

Los recuerdos del profesor Keene llevaron el pensamiento de Elizabeth a la sorprendente propuesta que le había hecho pocos días antes Bettina Hightower: su ofrecimiento de adoptar legalmente a Gideon.

Elizabeth le había dicho a Bettina que de ninguna manera aceptaría semejante acuerdo. Que Gideon ya tenía una madre y era feliz con el apellido que llevaba.

—Usted seguirá siendo su madre —había insistido Bettina—. Yo solo sería su madrastra. Una solución así no puede resultarle insólita a usted: es lo mismo que ocurre en los casos de divorcio, cuando el padre vuelve a casarse. El hijo puede tener una madre y una madrastra. Y entonces Gideon y Morgana serán realmente hermano y hermana. Llevarán los dos el apellido Hightower.

A Elizabeth la satisfacía mucho que Gideon desarrollara una estrecha relación con su hermana. Pero la adopción quedaba fuera de cualquier consideración.

—¡Ya estoy! —dijo Morgana—. ¿Qué le parezco?

Elizabeth se levantó de la cama y tomó a la joven por los hombros.

—¡Lista para conquistar el mundo! —respondió.

No le había hablado a Morgana de aquella ultrajante propuesta, ni tampoco le había dicho nada de ella a Gideon. Ella y su hijo partirían al día siguiente para Colorado. Bettina y su absurda proposición serían olvidadas.

Cuando Morgana dejó a Elizabeth y fue en busca de Bettina, jamás se había sentido tan animada y llena de fuerza. Era como si la doctora Delafield fuera un hada madrina, que rociara con polvos mágicos a cualquiera que visitara. Morgana iba ahora a exponerle a tía Bettina su criterio, con serenidad y con lógica, escuchar lo que su tía tuviera que decirle al respecto, dedicarle una consideración educada, y después insistir en sus propios deseos, apresurándose a darle toda clase de seguridades de que siempre le estaría agradecida por lo mucho que se había sacrificado por su bienestar y se encargaría de compensárselo a su tía mil veces con su gratitud.

Mientras pensaba en lo que haría en cuanto tía Bettina le diera su permiso para borrarse de los cursos de enfermería —escribir a la UCLA, mirar tal vez en otras universidades, quizá hacerles una visita por sorpresa a Elizabeth y a Gideon en Mesa Verde…—, los pensamientos de Morgana se centraron en Sandy Candlewell.

¡Si al menos hubiera un lugar para él en su recién encontrada libertad…! Pero una cosa era convencer a tía Bettina de que le permitiera asistir a una universidad propiamente dicha y dedicarse a los estudios indios, y otra muy diferente esperar que aceptara a Sandy como yerno en potencia. «Son galeses —le diría—, y Joe tiene siempre grasa bajo las uñas. ¿Has notado lo gorda que se está poniendo su mujer?».

Ningún Candlewell iba a ser jamás lo bastante bueno para su sobrina.

Además, cuando Sandy aparecía por allí, llamaba a Morgana «rapaza» y la trataba como a una hermana. ¿Por qué alentaba ella siquiera la idea de un amor entre ambos? Sobre todo, una vez hubiera conseguido Morgana su título universitario. Sandy ya le había hecho bromas acerca de lo educada que era, de lo mucho que lo superaba en nivel de educación y conocimientos. A buen seguro, un título universitario haría que se sintiera mucho más alejado. Los hombres nunca se casaban con mujeres que gozaban de una posición superior a la de ellos mismos.

Al entrar en la zona de recepción y preguntarle a la doncella dónde estaba la señora Hightower, Morgana se detuvo ante una nueva idea que acaba de presentarse súbitamente en su cabeza.

Si por alguna casualidad Sandy fuera a decirle que sentía lo mismo por ella, ¿estaría dispuesta a sacrificar sus estudios universitarios para seguir con él?

Aquel nuevo pensamiento la sorprendió tanto y la dejó en tal confusión, que en un primer momento no vio que el camión de Sandy se acercaba y se detenía en la gravilla.

Pero oyó el motor y levantó la vista. Sabía por qué estaba allí: era mediodía. Una vez por semana, y por un pago mínimo, Sandy realizaba el recorrido de las granjas y negocios de los alrededores, recogiendo el correo y los paquetes postales salientes para llevarlos al almacén y que los recogiera allí el furgón del correo.

Cuando Morgana vio que Sandy bajaba de la cabina, el corazón le dio un vuelco. Cuatro días antes, cuando se hallaba sentada en la sombra del patio de los Candlewell charlando con Elizabeth y Gideon, Morgana se había preguntado cómo podía averiguar lo que Sandy sentía por ella. Después había leído La letra escarlata, y ahora una Morgana mucho más valerosa vio cómo Sandy se le acercaba bajo la luz del mediodía, con los brazos desnudos morenos por el sol del desierto y sus cabellos rubios centelleando casi tanto como su sonrisa al saludar a uno de los jardineros del albergue.

«Lo haré», decidió en un instante Morgana. Y, de pronto, el dilema con el que llevaba dos años luchando, desde el día en que se había enamorado de Sandy, quedó resuelto.

—¡Hola! —le dijo mientras salía al exterior del albergue—. Hoy no tenemos correo ni paquetes que enviar, Sandy.

Él se detuvo y se quedó mirándola.

—¡Morgana! ¡Dios santo, Morgana…!, ¿qué te has puesto?

Ella bajó la vista y se miró.

—Pantalones de mujer —respondió—. Me los ha dado Elizabeth. ¿Verdad que me quedan bien?

—Esconden tus piernas —observó él frunciendo el ceño.

La joven siguió con la cabeza baja, mirándose y sintiendo un agudo dolor en el pecho. Y, entonces:

—¡Oh, cielos, chica…! —exclamó una voz aguda que llegaba de lo alto de la cabina. Se abrió la puerta del acompañante y saltó a tierra Adella Cartwright—. ¿Te has puesto pantalones, Morgana?

Morgana se quedó mirándola y sintió que el dolor en su pecho se hacía más agudo aún. La prosperidad de la granja del padre de Adella, incluso durante aquella depresión económica, se hacía evidente en la elegante falda y blusa de Adella y en sus cabellos de color zanahoria cortados al último grito de la moda: el estilo «a lo garçon». Todo el mundo sabía que, con su burbujeante personalidad y su linda cara moteada de diminutas pecas, Adella, a sus veintidós años, podía conquistar a cualquier hombre del valle que se propusiera. Y era igualmente sabido que ella había elegido a Sandy.

—He de reconocer —dijo Adella en el momento de colocarse junto a Sandy y, para sorpresa de Morgana, pasar su brazo por el de él— que te dan un aspecto interesante…

Morgana se había quedado sin palabras. Siempre había envidiado la soltura de Adella en presencia del sexo opuesto, pero tomarse tales libertades con Sandy era excesivo incluso para Adella. Y ahora los tenía allí delante a ellos dos, con expresiones de sorpresa en el rostro y comentarios que solo cabía interpretar como desaprobación de su nuevo atuendo. Morgana sintió, pues, que se desmoronaba toda su confianza en sí misma.

Sandy había dicho en voz baja:

—¡Estás fantástica, Morgana!

Pero ella no lo había oído porque el pulso le latía con fuerza en sus tímpanos, el motor del camión rugía en la carretera y el jardinero mexicano intentaba devolverle el saludo, gritando: «¡Hola, señor Candlewell!».

El caso es que a Morgana no se le ocurrió qué decir, y se quedó quieta mientras Adella tiraba del brazo de Sandy y le decía:

—Tenemos que irnos ya, o llegaremos tarde.

Sonrió a Morgana y regresaron los dos al camión, donde ella se encaramó al asiento del acompañante y se despidió con un pequeño gesto con la mano.

Sandy aguardó un momento, arrastró los pies, miró a Morgana como si las palabras se amontonaran tras sus labios y, finalmente, se encogió de hombros, se despidió con un simple «Hasta luego» y se fue.

Dejando a Morgana clavada en el lugar donde estaba, y humillada con los pantalones nuevos que le había regalado Elizabeth.