—Bueno, nena… —murmuró Bettina—. Así que se ha descubierto el pastel, ¿no?
Extrañada de que Morgana hubiera salido volando de casa de aquella manera y hubiese tomado la carretera con la camioneta a toda velocidad, Bettina había subido al cuarto de su sobrina y allí había encontrado…
Un libro. Y la fotografía de la infancia de Faraday.
Así que Morgana sabía ahora la verdad. Y, conociendo a Morgana, seguro que la muchacha querría hablar a todo el mundo de su nuevo hermano.
Bettina salió del dormitorio y cerró la puerta con un clic decidido, pero permaneció allí de pie porque oyó que se acercaba gente para bajar por la escalera.
Aquel nuevo giro de los acontecimientos no podía ser. Llevaría el escándalo demasiado cerca de la propia casa de Bettina. Pedirles a los Delafield que se fueran no era una solución: siempre estaría ahí la amenaza de que aquella desvergonzada y su bastardo volvieran. Bettina, pues, necesitaba encontrar una solución más permanente al problema de aquel chico Delafield.
Y al momento siguiente, supo exactamente, con repentina claridad, lo que debía hacer.
—No quería ocultarte la verdad, Gideon, cariño —le decía Elizabeth—, pero vivimos en un mundo tan estrecho de miras…
Estaban aún en el almacén de Candlewell, sentados a la mesa en un patio bajo una pérgola de buganvillas de color púrpura. Elizabeth había sacado la cesta de picnic que le había dado Morgana para el viaje, pero ninguno había tocado los bocadillos y la fruta. Ethel Candlewell les había traído, además, unas Coca-Colas bien frías para que las saborearan a la sombra, pero estaban también sin probar.
—Tú ya sabes que tu padre y yo no comparecimos ante un clérigo y recitamos las palabras de un libro —le dijo Elizabeth en voz baja, aunque eran los únicos que ocupaban la zona de picnic contigua al almacén general y la gasolinera—. Pero nos queríamos mucho el uno al otro y tú fuiste el fruto de aquel amor profundo que nos unió. Siempre te he dicho eso. Por desgracia, no podía decirte el nombre de tu padre.
Puso la mano sobre la de su hijo, y añadió:
—Si te oculté su nombre todos estos años, Gideon, fue porque aguardaba el momento oportuno para decírtelo. Pero de pronto supe que no existiría nunca ese momento. No tenía ni idea de que Faraday hubiera desaparecido. ¿Podrás perdonarme?
—Está bien, mamá…, lo comprendo —respondió el muchacho, con aquella voz que a veces la pillaba por sorpresa: la voz de una madurez serena, que salía de labios de un niño demasiado joven, aparentemente, para entender nada—. Y ahora, además, resulta que tengo una hermana mayor…
—Más aún que eso —dijo Morgana, que tocó levemente la venda que el muchacho tenía en la frente—: vas a tener una pequeña cicatriz ahí. Eso nos hará miembros de un clan especial.
Quiso decírselo porque, aunque la actitud de Gideon era muy valiente, intuía en sus ojos una nota de temor e inseguridad. Y porque, además, por ser más bajo que sus compañeros, podía ser objeto de las provocaciones de estos, que pudieran tacharlo de hijo ilegítimo.
Por la mente de Morgana pasaban otros pensamientos: ¡Elizabeth Delafield y su padre habían sido amantes! ¡Era una idea tan maravillosa, tan romántica…! Su joven mente estaba llena de imágenes de atardeceres, noches de pasión y declaraciones de amor eterno. El amor entre su padre y Elizabeth abría su corazón y espíritu al amor que pudiera compartir ella con Sandy Candlewell… con solo que tuviera el valor de decirle lo que sentía por él.
Morgana había imaginado la escena un centenar de veces en sus fantasías. Cada una de ellas ocurría en un marco distinto, en diferente hora del día; cambiaba su atuendo, y también su manera de enfocar el tema. Pero Sandy estaba siempre con la cabeza descubierta, porque a Morgana la encantaba la forma como le caían los cabellos sobre la frente, y llevaba siempre arremangadas sus camisas, para que se vieran bien sus musculosos y bronceados brazos. En aquellas fantasías, Morgana actuaba de distintas maneras a la hora de confesarle sus sentimientos a Sandy, pero el final era siempre el mismo: Sandy le declaraba su amor, y le decía que se sentía feliz de que ella hubiese tenido el valor de sacar a relucir el tema, porque él era demasiado tímido para tomar la iniciativa de hacerlo.
Por desgracia aquel sueño tenía que seguir siendo una fantasía, por culpa de tía Bettina. Simpatizaba con los Candlewell, pero los consideraba por debajo de ella y de Morgana, y a menudo le recordaba este hecho a su sobrina, como si le leyera la mente y estuviera al tanto de sus ensoñaciones románticas.
—Nada de muchachos de la localidad para ti —había declarado Bettina en más de una ocasión, cuando Morgana hablaba de casarse algún día, soñando, como la mayoría de las jóvenes, con una boda de cuento de hadas y una luna de miel en tierras exóticas.
Morgana temía que tía Bettina fuera un obstáculo insuperable para cualquier amor o pasión.
Y luego estaba el problema de Adella Cartwright. Todo el mundo sabía que Adella tenía los ojos puestos en Sandy, y era una muchacha muy decidida que, normalmente, lograba todo lo que se proponía.
Pero ahora Morgana necesitaba desesperadamente experimentar lo que tuvieron su padre y Elizabeth, necesitaba conocer aquella gloriosa pasión. ¿Tendría el valor de confesarle sus sentimientos a Sandy?
Se volvió hacia Elizabeth.
—¿Puedo hacerle una pregunta muy personal? —le preguntó—. ¿Por qué no se casó mi padre con usted?
—No podía. Ya estaba casado.
Morgana frunció el ceño.
—No, no lo estaba. No en 1916.
—Sí lo estaba… —Pero Morgana seguía sacudiendo la cabeza—. ¿Estás segura, Morgana?
—Debería estarlo. Él y tía Bettina se casaron hace doce años, justo antes de que papá desapareciera.
Elizabeth se quedó estupefacta.
—¡Pero si yo os hice una visita cuando vivíais en Casa Esmeralda hace casi dieciséis años, y la señora Hightower me dijo que era la esposa de Faraday! —dijo.
—Entonces todavía no. Era su cuñada. ¿Puede ser que la entendiera mal?
De pronto, todo se aclaró para Elizabeth. Ya había empezado a sospechar que Faraday nunca recibió la carta en la que le hablaba de su embarazo. Ahora lo sabía con certeza.
—Sí —asintió—. Lo que sucedió en Casa Esmeralda pudo haber sido simplemente un malentendido. Creí haber oído que tu tía decía que era la esposa de Faraday… Tal vez la oí mal. Estas cosas ocurren a veces.
Lo decía pensando en Morgana, pero no creía ni una sola palabra de ello y, de hecho, se estaba esforzando por reprimir una nueva ira que hervía en su interior.
—Y la carta que le escribió probablemente se perdería —comentó Morgana, deseosa también de transformar lo ocurrido de impensable a admisible.
No podía aceptar que tía Bettina pudiera ser tan cruel.
—Es lo más probable, sí.
Se quedaron los tres en silencio: la mujer de mediana edad, la joven, el muchacho del remolino en la coronilla, mirando cada uno la Coca-Cola que tenía en la mano y pensando, cada uno a su modo, con qué asombrosa rapidez podía cambiar una vida.
—Es extraño —murmuró Elizabeth—. Hace doce años, por la época en que tu padre desapareció, yo tuve un sueño recurrente en el que lo veía perdido en el desierto. Lo llamaba. Le decía que siguiera mi voz y se salvaría. Tuve ese mismo sueño varias noches seguidas, hasta que una noche cesaron mis pesadillas y ya no volví a tenerlo. Pero me parecía tan real, me quedó grabado con tanto detalle los días siguientes, que era casi como si realmente hubiera estado aquí en el desierto con Faraday, ayudándolo a encontrar el camino a casa. —Miró a Morgana—. A menudo me he preguntado qué significaba…
Se levantaron de la mesa.
—Hay una cosa más —dijo Elizabeth, sacando del bolsillo el arrugado telegrama—. ¿Sabrías tú quién me envió esto?
Le habló de su carta a Faraday y del telegrama que había recibido como respuesta, y después de aquel nuevo telegrama que había enviado indicando la fecha en que llegarían ella y Gideon…, el telegrama de reserva que jamás se recibió en el albergue.
Morgana tenía una idea muy cabal de quién podía estar detrás de todo aquello.
—Alguien que trabajaba para nosotros —explicó—. Mi tía la despidió, quedaron muchos resquemores. La chica consiguió trabajo en Candlewell y repartía el correo y los telegramas. Creo que esta era su idea de una mala pasada —dijo Morgana, aunque no creía que Polly intentara gastar una broma, sino más bien vengarse de Bettina.
—En cualquier caso, deberíamos irnos —dijo Elizabeth—. Quiero llegar a Banning antes de que se haga de noche.
Deseaba estar lo más lejos posible de aquel lugar. Necesitaba pensar, quedarse a solas con sus pensamientos y sus emociones.
Al cabo de los años, resultaba que Faraday, después de todo, era libre. Que no tenía esposa ni había cometido adulterio. Aquella mujer había montado una farsa cruel para conservar a Faraday para ella. «Podríamos habernos casado Faraday y yo, y criar a Gideon juntos».
Crecía la ira en su interior. Necesitaba descargarla sobre la mujer que había arruinado sus vidas. Por eso tenía que marcharse de allí lo antes posible.
Pero Gideon protestó:
—Tienes una semana aún antes de incorporarte a tu trabajo en Mesa Verde, madre… Quedémonos hasta entonces, por favor.
—Tendremos que buscar dónde alojarnos, entonces…
—¡Oh, no! —exclamó Morgana—. ¡Vuelvan al albergue! Ahora ya no son clientes…, ¡son mi familia!
Cuando vio que Elizabeth dudaba. Morgana añadió:
—Se lo diremos a mi tía. Tiene que saber que ahora conozco ya la verdad.
—Presiento que no se tomará bien la noticia —observó Elizabeth, recordando la forzada visita de Bettina a la cabaña la noche anterior—. Tu tía podría pedirnos a Gideon y a mí que nos fuéramos. Estaría en su derecho, y yo lo respetaría. Lo que ocurrió hace dieciséis años, si estaba casada entonces con Faraday, o si yo la interpreté mal o incluso si me hubiese mentido… es agua pasada. Ahora tenemos que aceptar el hecho de que Bettina es la mujer de Faraday y merece respeto.
Elizabeth se expresaba con voz serena y razonable en atención a Morgana y a Gideon. Pero en lo más profundo de su ser estaba deseando arremeter contra Bettina y espetarle que era una mujer llena de veneno y ponzoña. Pero, por el bien de Morgana y de Gideon, mantendría la paz. Y si Bettina insistía en que se fueran, lo harían.
Cuando llegaron al albergue, se encontraron a Bettina en la entrada, esperándolos con cara de preocupación.
—En cuanto te vi salir de aquella manera con la camioneta, supe que algo iba mal. Subí, entonces, a tu cuarto y encontré la fotografía de Faraday. Ahora, pues, sabes ya la verdad: que Gideon es tu hermanastro. —Se volvió entonces hacia Gideon y, tendiéndole la mano, dijo—: Me alegra mucho conocer al hijo de mi difunto esposo.
Mientras la mujer y el muchacho se estrechaban las manos, Morgana observó a su tía. Era la primera vez que Bettina daba a entender por fin que aceptaba que Faraday pudiera haber muerto. Morgana lo interpretó como una buena señal. No porque deseara que su padre estuviera muerto, sino porque aquello le pareció un primer paso para la aceptación de sus nuevas vidas juntos.
—Sinceramente, me alegro de que la verdad haya salido a la luz —dijo Bettina—. ¡Son una carga tan dura los secretos…!
Se dirigió después a Elizabeth:
—Debo hacerle una confesión, otro secreto que he guardado dentro demasiado tiempo. Le mentí, señorita Delafield, cuando vino usted a Casa Esmeralda. Yo entonces aún no estaba casada con Faraday. Pero si monté aquel engaño fue por él, no por mí. Faraday era un hombre muy amable y encantador. Y en aquel entonces era rico…, un buen partido. Muchas mujeres malinterpretaban las atenciones que él les dispensaba por cortesía. Y se presentaban buscando algo más. Por eso, para protegerlo, yo me hacía pasar por su esposa. Faraday aprobaba eso; nunca lo hice a sus espaldas. No tenía ni idea de que usted fuera diferente, señorita Delafield. No me habló acerca de usted. Le pido disculpas por el daño que causé.
Elizabeth seguía recelosa, pero no quiso contradecir aquella confesión.
—¿Recibió Faraday mi carta hace dieciséis años?
—No sé nada de ninguna carta. Dios es testigo de que es la verdad. —Después, Bettina los llevó al interior del albergue y, cuando estaban ya en el vestíbulo, dijo—: Pienso que lo mejor será que mantengamos esto en secreto hasta que decidamos qué hacer. ¿Les parece?
Elizabeth aceptó de buen grado. Aunque Gideon dijera que no le importaba, estaba de más decir cómo lo tratarían las personas de allí si se supiera la verdad acerca de quién fue su padre y cuáles las circunstancias de su nacimiento.
Bettina se volvió hacia Morgana:
—¿Por qué no dedicáis un rato tú y Gideon a conoceros mejor, querida? ¡Tenéis tantas cosas que contaros…! Subid a tu habitación mientras la señorita Delafield y yo tenemos un cambio de impresiones. Hemos de decidir cómo hacemos para manejar esta situación de la mejor manera posible.
Había un pequeño despacho detrás del mostrador de recepción, y Bettina invitó a Elizabeth a que tomara asiento allí. Mientras lo hacía ella enfrente, juntó las manos en su regazo y dijo:
—Se hará usted cargo, sin duda, de que esta situación es muy delicada. Tanto usted como yo hemos hecho todo lo que podíamos para proteger a nuestros hijos de las habladurías.
Elizabeth asintió cautamente, mientras se preguntaba adónde iba a parar aquella conversación en privado.
—Este es un pueblo pequeño y no sería bueno para Gideon que la gente supiera la verdad. Temo también que el hecho de saber que su padre había cometido adulterio pudiera tener efectos negativos sobre Morgana.
—Pero no lo cometió en absoluto. No estaba casado entonces —puntualizó Elizabeth.
—Así es. Pero vivimos en el momento presente, y nos encontramos de pronto con un muchacho crecido que es hermanastro de Morgana y cuya madre no estuvo nunca casada con su padre. ¿Cómo lo presentará usted, y se presentará a sí misma, señorita Delafield, a esta pequeña comunidad? Yo no puedo permitir que un escándalo afecte al Château Hightower… ¿Comprende mi punto de vista?
Elizabeth lo comprendía demasiado bien. A ella misma le había resultado sumamente difícil al principio ser una madre soltera. El carnicero y el panadero locales no querían servirla en sus establecimientos. Se vio excluida de los círculos sociales de las mujeres. Cuando se trasladaron a una nueva ciudad, donde Elizabeth se las arregló para conseguir un puesto docente, pronto logró que su hijo se viera libre del estigma de la ilegitimidad o porque el tema del padre de Gideon no salió nunca a relucir, o porque Elizabeth logró evadirlo. Pero ahora la situación era distinta y se vería obligada a afrontarlo.
Antes de que Elizabeth pudiera responder, Bettina prosiguió:
—Verá, señorita Delafield…, tengo una propuesta que hacerle. Le aseguro que es en interés del muchacho. Y también en el de Morgana.
La llegada de los dos Delafield había desencadenado en Bettina recuerdos reprimidos, devolviéndola a la época en que tenía ocho años y se enteró de que «papá» no era su verdadero padre. El matrimonio discutía en la habitación contigua, refiriéndose a Bettina como «ilegítima» y «bastarda». Ella desconocía entonces el significado de esas palabras, pero le sonaban mal. Cuando creció, se enteró de que su madre había hecho algo vergonzoso e imperdonable. «¡Con el cochero!», susurraban las doncellas y criadas en la cocina, como si la indiscreción de su señora hubiese sido aceptable en el caso de haberse tratado de una aventura con un banquero o un duque.
Su adorado «papá», el señor Liddell, ya no pudo volver a mirarla después de aquello. Jamás la tocó, ni le dirigió la palabra. Todo su amor y sus atenciones fueron para Abigail. Finalmente, Bettina fue enviada a un internado, mientras Abigail permanecía en casa. Solo cuando «papá» murió de repente, víctima de un ataque de corazón, se le permitió a Bettina volver. Su madre intentó explicarle las cosas, diciéndole que había sido fruto del amor, que ella y el cochero se habían enamorado profundamente, que el señor Liddell era un hombre frío e incapaz de amar y que la única felicidad que ella había conocido la había encontrado en los brazos de Jeremy, el cochero. Pero el corazón de Bettina era también demasiado duro para conmoverse. Para ella, su madre había sido una desvergonzada Jezabel.
Como lo era también Elizabeth Delafield. Bettina había disfrutado ya fantaseando sobre cómo reaccionarían sus vecinos cuando supieran la verdad. Cómo repudiarían a aquella furcia y la tratarían con desprecio. Pero temía también un efecto de rebote que pudiera dañar su propia reputación. ¿La verían sus vecinos como la pobre viuda, y se pondrían de su parte? ¿O los agruparían a los cuatro en el escandaloso y oscuro enigma de Faraday, convirtiendo también en unos parias a Bettina y a Morgana? Como mínimo, aquello daría la imagen de una Bettina boba.
Pero nada de aquello importaba ahora. Todo era diferente.
—Un muchacho debería llevar el apellido de su padre —dijo—. Piense usted en sus posibilidades de hacer una buena boda. La familia de su futura esposa querrá conocer su ascendencia. ¿Qué dirá él, entonces?
—Comparto su preocupación, señora Hightower, pero no mentiré fingiendo que Faraday y yo estuvimos casados.
—Hay otra vía. Otra forma para que Gideon pueda ser legalmente un Hightower. Aunque suponga muchas molestias para mí y me obligue a sacrificar mi precioso tiempo, tomándolo todo en consideración y en memoria de mi amante esposo, estoy dispuesta a adoptar a su hijo Gideon.