A la mañana siguiente, Elizabeth se sentía deshecha. No había dormido bien. Los recuerdos del pico Smith y Butterfly Canyon, repletos de emociones, habían asediado sus horas nocturnas. Y Faraday, que había entrado en su vida como un dios sol en su carro ardiente de fuego, y que había reavivado su amor, su pasión y sus esperanzas…, se había desvanecido sin dejar huella. ¿Qué había en realidad tras aquella misteriosa desaparición? Que se hubiera fugado con una mujer tras robar una nómina… no tenía sentido. ¿Habría seguido una pista hacia sus chamanes y se habría perdido en ella… o algo peor aún?
Después de avisar de su partida y devolver la llave de la cabaña, se había puesto a explorar el edificio principal y le había parecido extraño no encontrar en ningún lugar recuerdos de Faraday: ni fotos, ni libros que llevaran su nombre, nada que lo recordara. Y seguía sin ver el más mínimo indicio de la colección de cerámica de la que le había hablado, ni de la cesta paiute que ella le había regalado, ni de la olla dorada que tan cautivada tenía su imaginación. ¿Adónde habría ido a parar todo ello?
Y, finalmente, estaba la hija de Faraday. ¿Cómo se habría hecho aquella cicatriz en la frente? Un detalle extraño, que resultaba más extraño aún porque desfiguraba su, por lo demás, encantador y perfecto rostro.
Elizabeth estaba pensando en todo esto cuando salió al sol de la mañana y sus ojos se encontraron con algo asombroso.
Estacionado en la grava entre el albergue y la polvorienta carretera estaba lo que parecía ser un auténtico autobús de dos pisos inglés, rojo brillante, como traído directamente de Londres. Tenía en la parte de atrás una escalera de caracol que subía al piso de arriba, y un rótulo pintado a mano sobre la puerta que decía: «Agachen, por favor, la cabeza y vigilen dónde pisan. Si tropiezan o se golpean por no haberse agachado, se ruega bajen la voz y cuiden su lenguaje».
La historia decía que un acaudalado empresario neoyorquino había hecho traer el autobús de Londres, con la idea de que prestara servicio yendo y viniendo por el valle de Coachella, creyendo erróneamente que a las estrellas cinematográficas les encantaría ser transportadas por la zona en un vehículo tan llamativo. Pero no había comprendido que las celebridades viajaban hasta Palm Springs en busca de anonimato, y no para viajar llamando la atención de todo el mundo en autobuses descubiertos y pintados de color rojo vivo. Con lo cual, su empresa se fue a pique. Como nadie quiso comprar el vehículo, su propietario lo abandonó en las dunas de arena y volvió a Nueva York maldiciendo al desierto, a las estrellas del cine y al Oeste en general, mientras que Joe Candlewell, uno de los primeros pioneros del desierto y hombre emprendedor también él, se dirigió con un tiro de mulas hasta el vehículo abandonado y lo remolcó sesenta y tantos kilómetros hasta llevarlo a Twentynine Palms, donde se le ocurrió que, por lo menos, podría ser una interesante atracción de carretera.
Hombre tosco y apuesto, Joe era de esa raza especial de hombres atraídos por el desierto, por la soledad y el reto que representaba; de esos hombres de fibra recia e inconmovible fe en sí mismos —pensadores solitarios atados a estrictos códigos del honor y la ética—, que llegaron al desierto para reclamar con sus puños una porción justa de la abundante tierra de Dios. Joe Candlewell y su progenie eran tan parte del desierto místico, como sus cambiantes dunas de arena y sus cielos surcados por estrellas fugaces: duro y autosuficiente, pero capaz de hacer que una mujer se sintiera femenina y deseada. Las mujeres que se alojaban en el albergue decían que los hombres de aquella región eran muy diferentes de los que habían visto en cualquier otra parte del mundo. «Como jeques del desierto del Oeste», había observado cierta tarde una mujer novelista al concluir el manuscrito que había pasado toda la primavera escribiendo en el Château Hightower. Decía asimismo en su novela que las puestas de sol de Twentynine Palms eran distintas de las de cualquier otro lugar de la tierra: tan para quedarse boquiabiertos al contemplarlas, como los mentones de sus hombres. Había tomado a Joe Candlewell, un cincuentón de ascendencia galesa, y de una personalidad tormentosa y una apostura que hacía volver las cabezas de las mujeres, como modelo de su deslumbrador héroe.
Joe tenía un hijo de veinticinco años, Sandy. Más ambicioso este que su padre, había visto más posibilidades en el rojo autobús londinense y, consiguientemente, había trabajado en su motor, le había cambiado los neumáticos, arreglado los asientos y pintado con grandes letras amarillas en el costado un rótulo que decía: «Los audaces viajes por el desierto de Sandy». Se dedicaba a llevar el autobús por el desierto, repleto de visitantes de la ciudad, a los que hablaba por un megáfono mientras conducía: «Esto que ven ustedes, damas y caballeros, es el desierto, donde la vida es dura y la muerte algo tan natural como el aire».
Tuvo un gran éxito.
Pero las ambiciones de Sandy no se quedaban en el autobús. Estaba convencido de que el gobierno federal iba a declarar pronto aquella zona espacio natural protegido, lo que significaba turistas. Y, previendo que Joshua Tree se convertiría en otro Yosemite o Yellowstone, Sandy planeaba organizar actividades de escalada, zonas de acampada y rutas de excursiones a pie; alquilaría y vendería tiendas de campaña, equipo, mapas y guías; y, en suma, se disponía a montar en la ola de la nueva popularidad de la naturaleza entre el público norteamericano. Y si, de paso, hacía fortuna mientras estaba en ello, no le haría ascos.
El conductor del autobús, el propio Sandy, bajó de él de un salto. Era un hombre joven y apuesto, con una sonrisa radiante y luminosa, bronceado y de anchas espaldas, que saludó con un «¡Hola!» y con un amplio movimiento de su musculoso brazo.
Cinco huéspedes salieron del albergue Hightower y subieron al autobús, uniéndose a los que ya estaban a bordo de él. Morgana los siguió, cargada con una cesta grande.
—¡Al completo hoy también! —le anunció Sandy, mostrando al sonreír unos dientes blancos y sanos—. Hemos de recoger a otros seis en la carretera, algo más adelante, y nos vamos ya.
Morgana, que vestía un jersey a rayas y falda plisada, tendió a Sandy la cesta de picnic, y este la puso en el asiento delantero.
Cuando se volvió para dedicarle una sonrisa, el corazón de Morgana dio un vuelco en su joven pecho.
Ni un solo ser en la tierra, y el propio Sandy el que menos de todos, sabía cuán desesperadamente estaba enamorada Morgana de él. La muchacha no podía indicar qué día había cambiado todo. No había ninguna fecha en su calendario que pudiera señalar con el dedo y decir: «Este fue el momento en que dejé de ser su amiga y empecé a sentirme enamorada de él».
Porque un día Sandy no era más que un muchacho larguirucho con la cara llena de granos, y al siguiente había pasado a convertirse en un joven alto y ancho de espaldas. La misma Morgana había pasado de ser un chicote que se encaramaba a los árboles con Sandy, para despertarse de pronto tímida en su presencia, soñando con él y preguntándose qué sentiría si él la besaba.
Todo había sido al principio un capricho de niña, y después un enamoramiento cada vez más profundo, hasta que una tarde, mientras ella y Sandy compartían una Coca-Cola y escuchaban por la radio a Benny Goodman, Morgana sintió que deseaba que él la estrechara entre sus brazos y que ansiaba saber cómo sería la sensación de unirse a él en un acto de amor físico.
Pero no podría decírselo nunca, ni a él ni a nadie.
Allí estaba la escuela de enfermería, esperándola. Y aunque por algún milagro pudiera permanecer en casa, y Sandy, por algún designio divino, pudiera decirle que sentía lo mismo por ella, no existía ninguna esperanza de un futuro juntos. Tía Bettina no lo aprobaría jamás.
—Cuando te cases, hija —le había dicho en más de una ocasión—, será con un profesional que no tenga que ganarse la vida realizando un trabajo físico. Eres una Hightower. Para ti solo puede ser lo mejor. Un abogado, como mínimo, O, preferiblemente, un médico.
¿Podía haber un amor más condenado al fracaso?
—Sandy —le dijo—. Déjame que te presente a la doctora Delafield. Ella y su hijo se hospedan con nosotros.
—¿Qué tal, señora? —saludó Sandy con una sonrisa.
—Encantada de conocerle —dijo Elizabeth mientras confiaba su mano a la ancha y callosa mano del joven y, mirando sus ojos sonrientes, lo catalogó como un muchacho sincero, honrado, respetable. También ella pensó que estaría maravilloso en una pantalla de cine.
Al oír una risa aguda, Elizabeth alzó la vista para mirar a Bettina, que se encontraba frente a la entrada principal del albergue, donde una gran rueda de carreta servía como soporte para una serie de macetas de geranios rojos. Luciendo un vaporoso vestido de algodón de color azul claro, que se ondulaba por encima de sus rodillas, Bettina charlaba con uno de sus huéspedes —el artista que residía en el albergue—, y a la luz de la soleada mañana parecía despreocupada y feliz. Pero su risa tenía una nota cortante.
—¿Puedo ir yo a la excursión, madre? —preguntó Gideon, cuyos ojos se habían fijado al instante en el calificativo «audaces» del rótulo.
Llevaba puestos los pantalones cortos que Elizabeth le había comprado para el viaje, y los calcetines de rayas hasta las rodillas. Con la camisa a medio remeter y los cabellos oscuros que tanto le costaba peinar alborotados en un remolino, parecía más un chiquillo que un adolescente en el umbral de la juventud. Elizabeth deseaba poder ponerle pantalones largos, pensando que eso le daría mayor autoestima, pero resultaba difícil encontrar tallas que le sentaran bien.
La estatura de Gideon apenas pasaba del metro cincuenta, y eso la tenía preocupada.
—La mayoría de los niños experimentan un estirón entre los trece y los catorce años —le había dicho el último pediatra con el que consultó—. En ese año pueden crecer más de diez centímetros. Luego, su crecimiento continúa hasta la edad de dieciocho años, pero a un ritmo mucho más lento. Como Gideon ha cumplido ya los catorce, es probable que no vaya a crecer mucho más. ¿Cómo fue el crecimiento de su padre en la adolescencia? Si se retrasó, puede que se trate de algo hereditario.
Por desgracia, Elizabeth no tenía ni idea de cuándo Faraday, que era un hombre alto, había crecido hasta alcanzar su estatura. Rezaba porque eso le hubiera ocurrido en torno a los quince años, y que así Gideon pudiera esperar un estirón que lo hiciera crecer varios centímetros más. Sabía que su baja estatura lo preocupaba y lo hacía blanco de burlas crueles.
Sandy Candlewell oyó su pregunta y se apresuró a responder:
—Lo siento, muchacho. Hoy vamos llenos. Pero haré otro viaje mañana.
Elizabeth no había pensado quedarse en aquel lugar ni una hora, pero cuando vio la alicaída expresión de la cara de Gideon, y pensando que sería bueno para él salir al aire libre, con la atmósfera despejada y el sol, porque los médicos decían que debía fortalecer su constitución, ya que su resistencia no era la de un muchacho sano de catorce años, le propuso:
—¿Por qué no vamos nosotros a dar un paseo en coche por nuestra cuenta, antes de dirigirnos a Colorado? ¿Qué te parecería?
Pero cuando se dirigían a su ranchera, en la que habían cargado ya sus maletas, Morgana dijo:
—Verá, doctora Delafield…, el desierto puede ser peligroso, si uno no está familiarizado con la zona. Necesitan ustedes un buen guía. Aparte de que podrían dejar de ver las mejores cosas…
—¿A quién podríamos contratar como guía?
—¡Cómo! ¡Pues a mí, naturalmente! Conozco el desierto como la palma de mi mano.
Bettina se acercó y dijo en tono resuelto:
—Tienes cosas que hacer, Morgana. Recuerda que te vas de aquí la semana que viene.
—Será solo esta mañana, tía Bettina. ¡Y me encantaría mostrarle a la doctora Delafield los árboles de Josué! —Después, Morgana se volvió hacia el pequeño—: Dime, Gideon… ¿te gustaría ir a África?
—¡Me estás tomando el pelo! —dijo él, con los ojos brillantes de expectación.
—Te demostraré que no me burlo de ti. —Entonces, a Elizabeth—: Vuelvo enseguida. Nos hará falta comida para un picnic.
Dicho lo cual corrió al interior de la casa antes de que a Elizabeth le diera tiempo de protestar.
—¿Verdad que es estupenda Morgana? —dijo Gideon, y a Elizabeth le dolió en el alma no poder decirle: «Es tu hermana».
Elizabeth veía la cara de preocupación de Bettina. Ella misma compartía sus temores, aunque no por los mismos motivos. Aunque una parte de ella quería que saliera a la luz la verdad y dejar que Morgana y Gideon conocieran su especial relación, Elizabeth no deseaba crear una relación más profunda con Bettina Hightower.
No era por nada que pudiera señalar con el dedo. Nada susceptible de ser descrito con palabras. Pero había algo en aquella mujer que le causaba a Elizabeth una vaga sensación de incomodidad. La forma como había visto que la miraba Bettina durante la cena de la noche anterior, su extraño tono cortante, el brillo que fulguraba en sus ojos de vez en cuando… Elizabeth tenía la sospecha de que la viuda de Faraday estaba un tanto desequilibrada, como si caminara por una precaria cuerda floja que requiriera hasta la última pizca de su voluntad y su esfuerzo para mantenerse en ella sin caer.
Era, pues, lógico que a Elizabeth no la apeteciera salir de excursión con su coche en compañía de la hija de Faraday. Porque… ¿y si accidentalmente se le escapaba algo? Un desliz de la lengua, una palabra de más acerca de Faraday…, y todo saldría a la luz. Por eso, cuando Morgana volvió con una cesta de merienda, manta, prismáticos, parasol y la cabeza cubierta por un sombrero de paja, Elizabeth dijo:
—Siento mucho que te hayas tomado tantas molestias, querida. Pero la verdad es que mi hijo y yo tenemos que seguir nuestro camino.
Gideon protestó:
—Pero, mamá… Tenemos una semana antes de que debas presentarte en tu nuevo trabajo.
—Volveremos después del almuerzo —dijo Morgana—. Le gustará, doctora Delafield.
Dos pares de ojos ansiosos y esperanzados la mantuvieron un instante indecisa. Pero entonces Morgana afirmó:
—Hay un misterio más allá de la Roca del Arco, que nadie ha sido capaz de resolver aún. ¿No la intrigará eso lo suficiente para venir a echarle un vistazo?
Antes de que Elizabeth pudiera protestar más, Gideon estaba ya encaramándose al asiento trasero de la ranchera y decía:
—Vamos, madre. ¡Ya sabes que no puedes resistirte a un misterio!
Elizabeth escuchó la insistente nota de súplica en la voz de su hijo, vio la franca sonrisa de Morgana y miró finalmente a Bettina para encontrar una expresión sombría en sus ojos antes de que ella también sonriera. Sintiendo un súbito escalofrío y preguntándose hasta qué extremo llegaría Bettina para proteger lo que era suyo, Elizabeth le preguntó a Morgana:
—¿Crees que podrías conducir este trasto?
Morgana miró el moderno y brillante vehículo y respondió:
—Sería fantástico, acostumbrada como estoy a pelearme con nuestra vieja camioneta…
Tras tenderle las llaves, Elizabeth se introdujo en el asiento del acompañante, preguntándose si no estaría cometiendo un error monumental, y Morgana se situó detrás del volante, escenificando teatralmente la partida de una expedición a «tierras inexploradas»…
Dejaron a Bettina de pie ante el albergue, sumida en sus pensamientos.
—Debe de ser fabuloso haber crecido aquí —repetía Gideon mientras contemplaba las altas palmeras, los conejos y las liebres.
Fueron primero al oasis de Mará, donde unos pocos indios serranos y chemehuevi vivían aún en casuchas de adobe, cultivando pacíficamente hortalizas en pequeñas parcelas.
Crecer en el albergue no era exactamente lo que Morgana llamaría «fabuloso», con extraños yendo y viniendo a todas horas y viviendo con el dinero tan justo que tía Bettina tenía que comprar a veces ropas de segunda mano para su sobrina y para ella misma. Morgana tenía viejos recuerdos de hermosas muñecas con preciosos vestidos, adorables peluches y una casita de muñecas victoriana con todo su mobiliario. Pero, una vez que dejaron Casa Esmeralda, ya no pudieron permitirse comprar juguetes propiamente tales, y por eso Morgana se hacía ella misma muñecas de papel recortándolas en cartón y las vestía con prendas, recortadas también, de un catálogo de Sears-Roebuck.
—Sí, es fabuloso vivir aquí —asintió con una sonrisa.
Elizabeth rebuscó nerviosamente en su enorme bolso un paquete de cigarrillos. Deseó haberse mostrado más firme con respecto a su necesidad de seguir su camino hacia Colorado. ¿Qué haría falta —un gesto, un movimiento con la cabeza, la forma de arquear una ceja…— para que Morgana viera de pronto el parecido de Gideon con su padre? ¿Y si Gideon olvidaba que no tenía que mencionar el libro y se le ocurría impulsivamente decirle algo de él a Morgana?
Debía separarlos lo antes posible, decidió Elizabeth. En cuanto llegaran adondequiera que fuesen, animaría a Gideon a que fuera a explorar. ¿Y… después? ¿Fingiría una jaqueca tal vez? No, no funcionaría. No podría empeñarse en conducir si había dicho que tenía jaqueca.
Elizabeth consultó su reloj. Tal vez pudiera decir que había olvidado hacer una llamada telefónica importante. Sería un buen motivo para volver al albergue lo antes posible. Y, de allí, ir directamente al almacén, donde había un teléfono con servicio de conferencias a larga distancia.
Encendió un Camel para tranquilizar sus nervios y dijo:
—Te encanta el desierto, ¿verdad, Morgana?
—Me apasiona. —Bajó el cristal de la ventanilla para que el viento agitara sus cabellos—. Hace mucho, cuando yo era pequeña, mi padre decía que yo tenía arena en las venas. ¿Sabe lo que me asombra, doctora Delafield? Que la gente venga al desierto y quiera «hacer» algo con él. Cambiarlo. Convertirlo en alguna otra cosa. Hace dos años se presentó aquí un hombre de Ohio, diciendo que iba a traer bisontes de las praderas, dejarlos en libertad en el desierto y montar luego partidas de caza con millonarios. Decía asimismo que quería importar leones de África, pero que pensaba que esos animales no sobrevivirían al viaje. Joe Candlewell nos reunió a todos e informamos al hombre de Ohio que, si introducía en nuestro desierto aunque no fuera nada más que un conejo, lo lamentaría. Y nunca volvimos a saber nada más de él.
El día en que la gente de Twentynine Palms había formado un frente común contra aquel millonario del este estaba grabado con especial relieve en la memoria de Morgana. Sandy Candlewell se había presentado en el albergue por la mañana temprano, a decir que su padre estaba reuniendo a todos los vecinos, y Morgana se había subido más tarde a su camión y se había sentado al lado de Sandy cuando encabezaron la caravana camino del motel en que se hospedaba el empresario. Finalmente, había estado hombro con hombro con Sandy mientras Joe Candlewell le decía al forastero que la gente de allí no toleraría que su desierto fuera puesto patas arriba de aquella manera.
Morgana nunca se había sentido antes tan orgullosa como en aquel momento, ni tan unida a las personas de su propio pueblo. Tampoco estaba preparada para aquel cambio en su forma de ver a Sandy Candlewell: no ya como el muchacho del vecindario con el que atrapaba lagartos y se encaramaba a los árboles, sino como un hombre alto, fuerte y apuesto. Aquella noche había dormido mal, lo mismo que las noches siguientes, cuando Sandy la visitaba en unos sueños que la hacían sacudirse de encima las ropas de la cama y asombrarse del nuevo e inesperado deseo que sentía crecer en su interior.
«Sí», se decía ahora Morgana mientras guiaba la ranchera por un camino lleno de rodadas, identificado por una señal en la que se leía: «El camino de Utah». Podía, después de todo, señalar el día a partir del cual se había enamorado y había rendido su corazón a un sueño sin esperanzas.
—¿Sabía usted, doctora Delafield —preguntó, dejando a un lado sus recuerdos—, que existe un movimiento para pedir que estas tierras sean declaradas monumento nacional? Estoy totalmente a favor. La gente viene aquí y corta árboles de Josué para emplear la madera como leña para la chimenea o para construir cercas. O arrancan cactus para plantarlos en los jardines de sus casas. Los gamberros se dedican a disparar contra los pictogramas indios.
Elizabeth cerró los ojos, recordando de súbito un tibio día años atrás cuando ella y Faraday se encontraron con dos hombres que disparaban contra una pared de roca. Después, Faraday la había tomado en sus brazos para consolarla, y se habían amado por primera vez. Se preguntaba si fue aquella tarde cuando fue concebido Gideon.
—¡He visto tantos yacimientos de arte rupestre destruidos sin ningún motivo…! —exclamó—. ¿En qué estará pensando esa gente? ¿Emplearían la Mona Lisa para practicar la puntería? Sin embargo, no tienen ningún reparo en disparar contra obras de arte rupestre que tienen más de mil años de antigüedad. De hecho —añadió—, voy ahora a Colorado para trabajar como oficial arqueóloga de los rangers en el Monumento Nacional de Mesa Verde.
—¡No sabía que las mujeres pudieran ser rangers! —dijo Morgana.
—Bueno…, no patrullamos como ellos, en realidad. Hablamos. Damos conferencias y guiamos a los excursionistas entre las ruinas. Yo no sé gran cosa de pájaros ni de fauna y flora silvestres, pero ponme una punta de flecha en la mano y te diré hasta lo que comió para cenar el hombre que la hizo… Te diré un secreto. Hay una conspiración contra nosotras.
—¿Nosotras?
«No abandones el tono impersonal —pensó Elizabeth—. Así no hay peligro de un desliz de la lengua».
—Las mujeres —dijo en voz alta—. Las mujeres que acceden al servicio de los parques nacionales. Los hombres no nos quieren allí.
—¿Por qué?
La ranchera golpeó contra un surco y dio un salto en el aire. Gideon dejó escapar un grito de placer y bajó el cristal de la ventanilla para asomar la cabeza.
—Los primeros rangers que se encargaron de la vigilancia de los parques eran soldados de caballería —explicó Elizabeth—, sucesores de los militares que vigilaban Yellowstone y Yosemite. Hombres rudos que apenas sabían leer y que no tenían ninguna habilidad para el trato con el público, pero que, sin embargo, eran excelentes en sus tareas de proteger los parques de los cazadores furtivos y de los incendios. De manera que el Servicio de Parques decidió crear otro tipo diferente de rangers, los llamados rangers naturalistas, más aptos para tener contacto y comunicación con el público. Eran hombres corteses, educados, provenientes de las clases altas de la sociedad. Los rangers a la antigua usanza se burlaban de ellos, de los rangers naturalistas, llamándolos mariquitas. Esta batalla entre el ranger militar y el educado ha tenido especiales consecuencias para las mujeres. En sus esfuerzos por vencer lo que perciben como una imagen afeminada de ellos mismos, los rangers naturalistas protestan contra la admisión de mujeres en sus filas, temiendo que eso pueda deteriorar todavía más su imagen poco viril. Consideran castrantes a las mujeres que quieren trabajar como rangers naturalistas, y por ello se han unido a los rangers de ascendencia militar para excluir a las mujeres de esta tarea.
Elizabeth aspiró delicadamente su Camel.
—Esa es la razón de que aún hoy haya solo un puñado de mujeres rangers naturalistas en Estados Unidos. Pero la situación cambiará algún día. Tal vez por la incorporación de mujeres jóvenes como tú.
—¡Como yo! —se rió Morgana.
Y pensó de nuevo en su sueño de dedicarse a los estudios indios, para trazar las rutas de sus migraciones e identificar las tribus que habían llegado a esta región en la antigüedad. Suspiraba por devolver el pasado a la vida y dar sustancia a lo que hoy eran solo mitos, leyendas y conjeturas. Pero Bettina quería que fuera a la escuela de enfermería, y Morgana ¡le debía tanto a su tía…! Aquella era una decisión que Morgana había racionalizado y con la que había aprendido a vivir… hasta ahora. La doctora Delafield, una antropóloga, estaba aguzando aquel sueño dentro de Morgana, de manera que ahora, mientras se adentraban en el vasto y despejado desierto, comenzó a atormentarse una vez más por su inminente marcha a la escuela de enfermería.
Pasaron por delante de una cabaña derruida, con un letrero delante en el que podía leerse: «No hay ningún lugar como este cerca de este lugar…, así que debe de ser el lugar».
—Perteneció —explicó Morgana— a un vendedor de tabaco durante el auge de las minas de oro en la década de 1880. Vendía cigarros y pipas a los mineros y a los indios, hasta que la fiebre del oro pasó.
Unos descoloridos rótulos de latón se oxidaban al sol —«Fumen cigarros Cremo. Dos por 25 centavos»—, y Elizabeth pensó en la historia, las esperanzas y los sueños enterrados en aquellas arenas.
«Faraday llegó aquí con sus sueños».
El terreno comenzó a cambiar. El llano se transformó en relieves, con curiosos peñascos que sobresalían de la tierra y se apilaban en formaciones extrañas. Los árboles de Josué crecían profusamente. Estaba ya muy avanzada la primavera, y la naturaleza aparecía cubierta de flores silvestres de vivos colores…, rojas, azules, amarillas… Los pájaros gorjeaban y se remontaban hacia el cielo en bandadas. También las mariposas.
Gideon gritó de pronto:
—¡Mirad!
Morgana detuvo el vehículo. En la base de una peña vieron un ave de pequeño tamaño que se debatía en la arena.
—Es un polluelo de halcón —explicó la muchacha—. En esta época del año se ven muchos polluelos regordetes de halcón y de lechuza saltando por el suelo, asustados. Es que están aprendiendo a volar y la cosa no es fácil para esas bolitas de pluma que lo único que han hecho hasta ahora es estarse abrigaditos en su nido y comer. Cuando se estrellan contra el suelo, tienen que ponerse a aletear intentando el despegue. Normalmente los padres alimentarán al pequeño en el suelo hasta que esté lo bastante fuerte para volar.
Gideon miró con pena al agotado pájaro, que jadeaba con el pico abierto.
—¿No podemos ayudarle? —preguntó.
—Esperaremos a ver —dijo Morgana, reanudando la marcha—. Lo mejor es dejar que la naturaleza siga su curso. Luego volveremos por este camino y, si vemos que aún sigue ahí, nos lo llevaremos a casa. Ya lo he hecho otras veces. Unos cuantos días de comida y descanso, y están de nuevo listos para volar.
Finalmente, Morgana detuvo la ranchera en un punto del arenoso camino.
—¿Recuerdas, Gideon, que te pregunté si te gustaría ir a África? ¿Y bien? —preguntó, señalando a través del parabrisas.
Gideon miró hacia donde le indicaba y al punto puso unos ojos como platos.
—¡Un elefante! —exclamó.
—¿Ves? África, como te prometí.
La acción combinada durante milenios del viento, de la arena y la lluvia había excavado, en un conjunto de altos peñascos de color ocre claro, un arco de algo más de diez metros de luz, que ciertamente parecía la trompa de un elefante. Lo llamaban la Roca del Arco. Gideon ya había saltado del coche y corría hacia allí antes de que Elizabeth pudiera decirle que fuera con cuidado.
—¿Y ahora? —preguntó Elizabeth a Morgana mientras contemplaba el paisaje con los brazos en jarras—. ¿Dónde está esa cosa misteriosa que querías que viera?
Morgana se ruborizó.
—Lo inventé —dijo.
—Ya me lo parecía —comentó Elizabeth sonriendo.
Notó lo mucho que cambiaba aquella muchacha en el desierto. Se desinhibía, florecía literalmente, como si se hubiera quitado de encima las cadenas de la circunspección. A Faraday le había ocurrido lo mismo en el pico Smith: que, tras haber llegado allí serio y sombrío, se fue transformando día a día hasta reír y mostrarse alegre. ¿Qué sería aquella nube que se cernía sobre padre e hija, y les impedía mostrarse tal como eran en realidad? Pasearon mientras Gideon encabezaba el pequeño grupo y disparaba incesantes preguntas, a las que Morgana respondía pacientemente.
Elizabeth recordaba la conversación que había tenido con él la pasada noche acerca de Morgana.
—¿Sabes esa cicatriz que tiene en la frente? —le había dicho—. Morgana dice que se golpeó y se hizo una herida como la mía, y le pusieron una venda también. Cuando le conté que los chicos se burlan de mi nombre y me llaman Goddyap, me dijo que a ella solían llamarla Haywire.
Morgana decía esto…, Morgana decía lo otro… Elizabeth jamás había visto que Gideon se encariñara tan pronto con un extraño. ¿Era el instinto? ¿Sentían sus almas que eran hermanos?
—Gideon, cariño —lo llamó, pensando que prolongaría aquella excursión media hora más y después buscaría una excusa para volver a la ciudad—, ¿por qué no exploras un poco los alrededores?
Para alivio suyo, el muchacho se alejó corriendo.
Elizabeth y Morgana tomaron asiento en una peña baja que había en la base de la Roca del Arco. Al oír el ruido de un motor, se volvieron: era el rojo autobús londinense que seguía el camino que habían seguido ellos. Tuvieron que taparse la boca con el pañuelo porque, aunque Sandy moderó la marcha, levantó una nube de polvo. Todos saludaron alegremente, y el autobús rojo siguió su ruta adentrándose en el árido desierto de California.
Mientras Elizabeth buscaba otro Camel y lo encendía, vio que los ojos de Morgana seguían fijos en el autobús, mirando cómo se alejaba. Recordando lo tímida que se había mostrado antes la muchacha al referirse al apuesto joven que lo conducía, Elizabeth le preguntó:
—¿Es tu novio ese joven? El que conduce el autobús, quiero decir…
—¿Sandy? —preguntó a su vez Morgana sonrojándose—. ¡Oh, no! Solo somos amigos. Nos conocemos desde muy niños.
Pero Elizabeth había advertido cómo los ojos de Morgana fueron detrás del autobús que se perdía a lo lejos, como si, al pasar, su corazón hubiese saltado a él. Había visto cómo la muchacha humedecía sus labios con la lengua y cómo se habían encendido de rojo sus mejillas.
—¿Me equivoco si pienso que hay algo más? —preguntó Elizabeth con una sonrisa—. Son muchas las amistades de la infancia que florecen y se convierten de súbito en amor, ya sabes…
Morgana suspiró.
—¿Tanto se me nota?
—Solo para quien ha vivido también un amor secreto.
—Me moriría si Sandy lo sospechara.
—¿Tan segura estás de que él no alberga los mismos sentimientos por ti?
—Sandy me ve como una hermana pequeña. Me llama «rapaza». Pienso que está enamorado de Adella Cartwright. Ella, ciertamente, no le quita el ojo de encima.
Elizabeth cerró los ojos al viento del desierto y recordó los triángulos amorosos que ella había conocido en el pasado, uno en el que ella misma había sido la tercera persona y lo trágicamente que había acabado.
—Dígame, doctora Delafield… ¿Se hace más sencillo el amor a medida que nos hacemos mayores? Quiero decir que… —siguió Morgana retorciéndose los dedos—, bueno… El amor es maravilloso, lo sé, pero también duele…, y asusta.
Elizabeth miró aquella cara joven, la tez lisa, los ojos luminosos de color azul claro, y se recordó a sí misma, treinta años atrás. Recordó, también, a cierto muchacho…
Elizabeth asistía entonces a una universidad en el estado de Nueva York, y estudiaba para licenciarse en antropología. Una de las asignaturas necesarias para completar su especialidad de antropología física era la de anatomía y fisiología, que se impartía en el edificio contiguo de la facultad de medicina. Elizabeth era la única mujer estudiante en su clase y, puesto que el profesor de anatomía se negaba a dar clases a un grupo en el que estuviera incluida una mujer, se acordó que Elizabeth tomaría asiento en el exterior del aula, oiría las clases y tomaría apuntes. Se le prohibió, eso sí, terminantemente, la asistencia al laboratorio de disección. Pero sin el crédito de haber asistido a la disección de un cadáver, no podía aprobar la asignatura de anatomía y fisiología…, lo que implicaba que suspendería también antropología física y se le negaría la licenciatura.
Ni sus súplicas al decano, ni las peticiones a las autoridades académicas, ni sus intentos de ganarse las simpatías del catedrático de anatomía iban a valerle la entrada en aquel mundo que los hombres consideraban más allá de las limitaciones de las mujeres. Ella ya había oído decir que, en las universidades más avanzadas, las mujeres que estudiaban medicina gozaban de esta libertad, pero Elizabeth no podía permitirse acudir a uno de tales centros de formación y era consciente de que, si no lograba licenciarse en su universidad de Nueva York, debería volver a casa con —como diría su padre—, «el rabo entre las piernas».
Elizabeth estaba al borde de la desesperación, fuera de sí, y sentía agotados todos sus recursos, cuando la salvación le llegó gracias a Christopher Iverson, un compañero de la facultad, de los últimos cursos, que había atraído la atención de la joven durante una serie de conferencias sobre culturas antiguas. Alto, rubio, encantador, Christopher había sido uno de los pocos estudiantes varones que toleraban la presencia de mujeres en el campus universitario, era siempre cortés, jamás hacía comentarios despectivos e incluso ofrecía a Elizabeth una generosa sonrisa cuando se cruzaban sus miradas.
Al igual que Morgana, ella a sus veintidós años estaba loca y secretamente enamorada.
Era una mañana soleada, y Elizabeth almorzaba en el césped del campus cuando el apuesto Christopher Iverson se le acercó y le preguntó si podía sentarse a su lado. El corazón de la muchacha salió disparado hacia las nubes. Charlaron, compartieron fruta y, en un momento en que la pilló con la guardia baja, Elizabeth se sinceró con él y le habló de la clase de anatomía y de sus temores de no poder conseguir la licenciatura.
Christopher frunció su espléndido ceño y dijo que seguramente podría hacer algo para resolver su dilema. Y, tras prometerle que estudiaría el tema, la dejó con un guiño de complicidad, que hizo sentirse a Elizabeth todavía más profundamente enamorada.
La solución de Christopher consistía en introducir a Elizabeth a escondidas en el laboratorio de disección, pasarle apuntes y diagramas impresos de clase, explicarle lo que debía estudiar para aprobar el examen y, al mismo tiempo, darle la oportunidad de ver un cadáver para que luego pudiera afirmar sin faltar a la verdad que había estado delante de una mesa de autopsias y presenciado el trabajo del patólogo.
Se presentó en su residencia una noche a última hora y Elizabeth, excitada por la aventura y el amor, se escabulló de la casa. Christopher reía y la asía por la mano mientras corrían los dos hacia la facultad, con Elizabeth impedida por las enaguas y corsés que llevaba entonces.
Una vez en el oscuro y silencioso edificio de ladrillo, Christopher abrió una puerta trasera, se hizo a un lado para que Elizabeth entrara primero y después entró él, susurrándole, sonriendo y diciéndole palabras de admiración acerca de lo valiente que demostraba ser.
El laboratorio de disección se hallaba al final de un largo pasillo expuesto a corrientes de aire e invadido por extraños y desagradables olores. De nuevo Christopher le abrió educadamente la puerta a Elizabeth para que pasara primero, y después la siguió y cerró la puerta tras él. Encendió las luces eléctricas del techo y…
Allí estaban todos los demás estudiantes de la clase de Elizabeth, una treintena, apiñados en el laboratorio y con extrañas expresiones en sus rostros. Elizabeth miró a Christopher con cara de extrañeza, y este, entonces, con una luz que nunca había visto en sus ojos, dijo: «¡Vosotras, perras, no tenéis nada que hacer aquí!», y retiró la sábana para exponer a la vista de todos el cadáver de una mujer.
Elizabeth miró.
Le habían hecho una serie de obscenidades a aquel cuerpo.
Elizabeth se desplomó presa de un desvanecimiento y cuando volvió en sí más tarde, estaba sola en el suelo del laboratorio, habían devuelto al cadáver un aspecto digno y lo habían cubierto respetuosamente con la sábana.
Después de aquello Elizabeth había encontrado con frecuencia miradas frías en los pasillos y aulas, como si los estudiantes varones enviaran silenciosos mensajes a aquella mujer a la que debían pararle los pies.
Fue finalmente el profesor Keene quien, simpatizando con las tribulaciones de las mujeres que trataban de abrirse paso en aquel bastión masculino celosamente guardado, intercedió y convenció a su decano de que dispensara el requisito de la autopsia, facilitando así que Elizabeth obtuviera su título con honores académicos.
Pero el incidente la había marcado profundamente y la hizo recelosa en adelante. Fue a raíz de entonces cuando empezó también a vestir pantalones, en señal de desafío.
La voz de Morgana la devolvió al presente cuando ya Elizabeth encerraba aquel doloroso recuerdo en el rincón donde lo tenía guardado.
—Yo ya querría decirle a Sandy lo que siento, doctora Delafield, pero temo que se reirá de mí.
Elizabeth asintió:
—El temor al rechazo es uno de los motivos más poderosos para hacer que uno calle.
«Otro es el temor a ser herido», añadió para sí, oyendo a través de los años el eco de su propia voz en Butterfly Canyon, diciendo: «Me han partido el corazón, Faraday. No podría sobrevivir a un tercer destrozo que le sucediera». Faraday le había prometido que nunca le haría daño…, y sin embargo eso era precisamente lo que había hecho.
Notó que se le agarrotaba la garganta y que las lágrimas pugnaban por salir. Sofocó, pues, sus emociones y dijo:
—Tu tía mencionó algo acerca de que ibas a irte dentro de pocos días. ¿Puedo preguntar adónde?
Con sus pensamientos puestos en Sandy, y deseando poder estar en aquel autobús con los turistas, viendo cómo sus musculosos brazos manejaban el enorme volante, reír sus chistes, deslizar su mano en la de él cuando la ayudara a bajar…, cuando quizá tropezaría en los escalones, estaría a punto de caer y Sandy la agarraría y la acercaría a su pecho…, pensando en todo ello, Morgana le habló a Elizabeth de la formación de enfermería impartida en el hospital de Loma Linda, donde ella viviría y estudiaría durante los siguientes tres años.
—Fue una suerte que me admitieran. El nivel es muy alto y son muchas las chicas que solicitan entrar. Pero superé el examen de ingreso con la máxima nota.
—¿Cómo te las has arreglado para estudiar aquí, en este lugar dejado de la mano de Dios? No puedo imaginar que haya escuelas cerca.
—Ahora hay una escuela, para los ocho primeros cursos, que llevan dos maestros; pero los que quieren proseguir los estudios han de ir fuera de la ciudad, a un internado. Cuando yo era pequeña y podíamos permitírnoslo, tía Bettina pagaba institutrices y tutores. Luego, cuando vinimos desde Palm Springs, se encargó ella misma de darme clases. Mi padre me las daba también. Estaba muy interesado en los indios, e iba por ahí recogiendo leyendas, imágenes y cerámica. Él y yo pasábamos horas viendo lo que había encontrado.
Morgana tragó penosamente saliva, como si fuera para ella un recuerdo agridulce.
—Más adelante llegó un veterano de guerra que tenía los pulmones dañados por el gas mostaza. Se instaló permanentemente en una de nuestras cabañas. Era un hombre instruido, y se ofreció a darme clases a cambio de su manutención. Era amable y paciente, y sabía de todo cuanto hay bajo el sol. Cuando él murió, porque el gas le había provocado daños terribles, yo ya estaba lista para ir a un internado en la ciudad, pero tía Bettina no pudo enviarme allí entonces, así que me apunté a unos cursos por correspondencia de cuatro años de duración y obtuve el diploma de bachiller. Mi padre nos dejó también una maravillosa colección de libros, y los leí todos. Pero… ¡ojalá pudiera ir a una escuela de verdad…!
Las alusiones de Morgana a su padre pusieron en guardia a Elizabeth. Faraday era un tema que ella tenía que evitar a toda costa.
—Pero… ¿no vas a ir ahora a una escuela «de verdad» y cursar estudios de enfermería?
—Se trata de vivir y de trabajar en un hospital, y asistir a clases allí, también. Pero no es lo mismo que ir a una verdadera universidad.
Elizabeth estudió el perfil de Morgana: tenía la misma nariz y la marcada barbilla de Faraday, pero no tan masculinas como para restarle belleza a la muchacha.
—No te noto muy entusiasmada con ello…
—Ha sido idea de tía Bettina que fuera. Pero reconozco que lo de ser enfermera es una buena idea. Siempre hay necesidad de enfermeras, ¿no?
Elizabeth exhaló una bocanada de humo y pensó en la esposa de Faraday…, ¿o sería su viuda ahora? Incluso le parecía posible que él la hubiera dejado. Pero no…, por lo que Elizabeth recordaba de él, Faraday jamás habría abandonado a su hija.
—¿Qué hubieras preferido estudiar? —preguntó.
Fue como si Elizabeth hubiera encendido una bombilla. Al igual que lo había hecho su padre, Morgana se animó al instante y se puso a hablar de su gran pasión.
—Los indios. Su cultura. Su historia. Su sabiduría y conocimientos. Usted ya sabe lo que quiero decir, doctora Delafield. Gideon dice que es experta en indios…
—En algunos aspectos —admitió Elizabeth riendo—. Hay centenares de tribus y pueblos en este continente…, ¡y son tan diferentes unos de otros…!
—¡Exactamente! Tenemos huéspedes que vienen al albergue esperando encontrar a nuestros indios locales cubiertos con tocados de guerra hechos de plumas. Los europeos ven pinturas de los indios sioux y se extrañan de que nuestra tribu, los agua caliente, no vistan como ellos. Los sioux viven en climas fríos, y por eso necesitan pantalones de gamuza y prendas de piel de bisonte. Pero los indios del desierto rara vez se ponen nada encima porque hace mucho calor.
—¿Sabes una cosa, Morgana…? —dijo pensativamente Elizabeth—. Podrías considerar la posibilidad de combinar ambos estudios, la enfermería y los indios, y de esa forma complacerías a tu tía y tus propios deseos.
—¿Cómo?
—En las reservas necesitan desesperadamente personal médico. Una enfermera bien preparada sería recibida allí con los brazos abiertos.
—¡Mi tía no lo aprobaría nunca! —dijo Morgana, pero la idea la intrigó.
Como la intrigaba aquella notable mujer que se sentaba allí tranquilamente fumando un cigarrillo con la soltura de una estrella de cine. Morgana se sintió de pronto llena de preguntas. Seguramente una mujer tan sofisticada y que sabía tantas cosas acerca de los hombres y de los amores, sabría cómo manejar cualquier situación con serenidad y prudencia. ¿Habría tenido muchos amantes la doctora Delafield o solo una gran pasión en su vida? ¿Quién fue el padre de Gideon? ¿Había tenido que enamorar y conquistar a la doctora? Morgana imaginaba una conquista de película, rica en apasionamiento y tragedia, en arrobos y contratiempos, congojas y alegrías, hasta la escena final con la doctora Delafield besando al hombre de sus sueños en un final feliz interminable.
Deseosa de saber más cosas acerca de aquella notable mujer, pero sin mostrar una curiosidad impertinente, Morgana preguntó:
—Entonces… ¿el señor Delafield es también antropólogo?
Elizabeth la miró, sorprendida.
—¿El señor Delafield?
—El padre de Gideon.
Elizabeth sopesó la respuesta. Por su parte, siempre había desdeñado la etiqueta de «madre soltera». No le importaba lo que la gente pudiera pensar acerca de su estado marital durante su embarazo y jamás había adoptado el recurso de muchas mujeres en su situación, que se llamaban a sí mismas viudas. Estaba encinta durante la Gran Guerra, y le hubiera resultado muy fácil decir a la gente que su marido había muerto en Francia.
Pero luego le habían puesto a su bebé en los brazos y aquella criaturita había hecho surgir en ella un deseo feroz de protegerla. ¡Nadie llamaría a su hijo bastardo! Elizabeth aborrecía mentir, siempre había tenido mucha fe en la verdad… Pero la llegada al mundo de Gideon le había enseñado que en ocasiones una mentira era necesaria.
—Su padre murió hace mucho, antes de nacer Gideon —dijo. Miró su reloj. Era el momento oportuno para recordar la llamada telefónica que tenía que hacer de inmediato—. Lo siento mucho… —empezó.
Pero se vio interrumpida por la voz de Morgana:
—¡Oh, pobre muchacho…! Lo siento de veras. Mi propio padre nos dejó cuando yo tenía diez años… —Y se apresuró enseguida a añadir—: No quiero decir que usted no sea una buena madre para él, doctora Delafield… Lo es; eso puede verlo cualquiera. Pero los padres tienen también su lugar, ¿no le parece?
Elizabeth vio de pronto en los grandes ojos de Morgana una gran añoranza, como si anhelara encontrar una forma de llenar el vacío de la ausencia de su padre. Y había una gran tristeza también. Supo entender al punto la pregunta que aguardaba tras aquellos ojos expectantes: «¿Por qué me abandonó mi padre?».
Pero era un terreno peligroso, y Elizabeth necesitaba marchar. Cuando estaba ya a punto de llamar a Gideon para que volviera, Morgana siguió:
—La gente de aquí dice que mi padre era un excelente artista. Me recuerdo a mí misma sentada en sus piernas mirando sus dibujos. Pero entonces era demasiado niña para apreciarlos. Daría cualquier cosa por verlos ahora.
Elizabeth la miró, sorprendida.
—¿No los tienes?
—Por lo visto, se desprendió de todos —respondió Morgana, con la mirada perdida en aquel desierto que semejaba un vistoso tapiz con sus campos de flores silvestres.
Elizabeth se sentía paralizada. Primero, los rumores locales acerca de Faraday, de que había robado dinero y huido con una mujer de dudosa moralidad, y ahora la realidad de que su hija no había recibido ni una parte de su legado, de aquel don divino de él para captar con maestría en el papel la belleza de la naturaleza… ¡Era demasiado!
—Perdóneme —dijo Morgana, levantando la vista para mirar a aquella mujer cuya figura se destacaba contra el firmamento—. Normalmente, no hablo de mi padre. Pero me parece que el saber la situación de Gideon… —Se encogió de hombros—. La verdad es que conservo como un tesoro los recuerdos que tengo de mi padre.
El corazón de Elizabeth se conmovió también, emocionado. «Yo también guardo como un tesoro los recuerdos que tengo de él».
—Si mi padre se presentara aquí ahora mismo, ¿sabe usted cuál sería la primera pregunta que le haría? «¿Dónde has estado?». Pero hay algo más que llevo muchísimo tiempo deseando preguntarle. Fantaseo pensándolo. —Morgana se quitó el sombrero y se echó hacia atrás el flequillo—. Estoy segura de que ya habrá notado usted esta cicatriz. Todo el mundo lo hace. No sé cómo me la hice. Cuando le pregunto a mi tía, se limita a decirme que fue un accidente, y no quiere añadir nada más. Pero a veces…, en mis sueños…, veo a mi padre inclinado sobre mí, preocupado. Le preocupa mi frente. Los sueños son tan reales, que a veces me pregunto si no serán un recuerdo. Si llegara ahora, le preguntaría cómo me hice esta cicatriz.
Elizabeth habría querido decirle: «No tenías esa cicatriz cuando yo conocí a tu padre. Él me mostró un retrato tuyo, y tu frente era tersa y suave». —Y añadir—: «Yo también tengo preguntas que hacerle a tu padre…».
—Me avergüenzo de ella —dijo Morgana, y volvió a ponerse el sombrero de paja.
Elizabeth se sentó de nuevo. Recordaría la llamada telefónica pendiente al cabo de unos minutos.
—¿Que te avergüenzas de tu cicatriz…? ¿Por qué?
—No lo sé. Pero pienso en lo que dice la Biblia acerca de Caín, que fue marcado por sus pecados. Me pregunto si mi quemadura no fue un accidente, sino más bien un castigo por algo que yo hubiera hecho. A veces, cuando me miro en el espejo, tengo una sensación de vergüenza y de castigo, y me pregunto si…
—¿Qué?
—Si mi padre no se fue por algo que yo hiciera —fue la respuesta de Morgana, mirando directamente a Elizabeth con sus ojos claros y muy abiertos.
—¿Te reprochas a ti misma su desaparición, Morgana?
—Mi tía dice que yo era una criatura muy terca. Muy desobediente también. La noche que me quemé la frente estaba jugando en la cocina. Dice que me mandó que me fuera a la cama, y me negué. Bettina me ha contado que entonces tropecé y me caí contra la estufa: fue mi castigo por ser una pequeña traviesa.
Elizabeth frunció el ceño. «Traviesa» no era una de las palabras que había empleado Faraday para describirle a su hija. Ni tampoco «terca» y «desobediente».
—Mi padre nos dejó después de eso —dijo Morgana bajando la voz—. Mi tía nunca me lo ha dicho explícitamente, pero creo que se fue porque ya no podía soportar más mis travesuras. Era un estudioso, un hombre callado. No podía aguantar a una cría revoltosa a su alrededor.
Elizabeth se alarmó. ¿Qué historias estaba imbuyendo la tía en la cabeza de su sobrina? ¿Por qué quería que Morgana llevara sobre sí una carga de culpa y de vergüenza?
—¿Sabes? —le dijo, pensativa—. La cirugía plástica puede resolver eso hoy. Hacen maravillas ahora. El cirujano tomaría una fina capa de piel de cualquier otra parte de tu cuerpo y te la injertaría en la frente. Después sería casi invisible.
—Nunca podríamos permitirnos una operación así. Y tampoco me importa la cicatriz —respondió Morgana, y añadió en voz baja—: Bueno…, no mucho.
Aun así, pensó que sería agradable verse libre de aquella deformidad. Tía Bettina estaba recordándole siempre que ocultara la cicatriz. Morgana oía una tosecilla discreta y, al volverse hacia donde estuviera su tía, la veía señalar con la mano su propia frente, con lo que Morgana se apresuraba a tapar la ofensiva marca.
—Morgana… —dijo Elizabeth, compadeciéndose de aquella muchacha que era la hija de Faraday… y la hermana de Gideon—. ¿Conoces un libro titulado La letra escarlata, de Nathaniel Hawthorne?
—He oído hablar de él, pero no lo he leído.
—Busca un ejemplar, si puedes.
Elizabeth quiso dejar aquí la conversación, y pensó: «Es hora de irnos». Miró a su alrededor buscando a Gideon, pero no pudo encontrarlo.
—¿Sabe usted lo que me preocupa? —dijo Morgana, mientras ella se levantaba también y buscaba al muchacho con la mirada. Esperaba que no se hubiera ido demasiado lejos. Arriba, distantes, los buitres daban vueltas en el cielo azul—. Cuentan en la región la historia de un viejo minero llamado John Lang, que clavó una nota en la puerta de su cabaña donde escribió: «Vuelvo enseguida». Dos años después encontraron en el desierto su cuerpo momificado. Unos hombres que abrían una carretera dieron con el cadáver del señor Lang, oculto entre la maleza. Estaba bajo una manta de lona, como si la muerte le hubiera sobrevenido durmiendo, y cerca estaban las cenizas de su fogata, con un trozo de panceta de cerdo envuelto todavía en papel. —Morgana miró a Elizabeth con ojos implorantes—. Eso fue hace solo seis años, doctora Delafield. Un hombre buen conocedor de esta zona salió y murió así. De frío, probablemente, dicen todos. Pero a mí me obsesiona la idea de que mi padre pueda haber corrido una suerte parecida y esté ahora ahí, esperando ser enterrado.
—Pensaba que se había ido a México —comenzó Elizabeth, pero enseguida se corrigió a sí misma—: Quiero decir que uno de los huéspedes del albergue…
—Sí, ya. La historia de mi padre forma parte de la leyenda local. Todo el mundo dice que se escapó a México con una mujer. Quizá lo hizo. Si así fue, creo que nunca podré perdonárselo. Pero tal vez todas esas historias se equivoquen.
La misma sospecha se le había ocurrido ya a Elizabeth, y ahora le vino inesperadamente a la cabeza otra idea: ¿por qué no buscarlo?
Irse a México así, permanecer lejos durante doce años… no encajaba con su carácter. Incluso cuando estaban en el pico Smith, aunque se encontrara lejos de casa y para un tiempo prolongado, Faraday cabalgaba de vez en cuando hasta Barstow para enviar telegramas. Tal vez podrían incluso —la idea comenzaba a cuajar en su mente— contratar a un detective de la agencia Pinkerton para que lo localizara. Entonces, Elizabeth se preguntó si la propia Bettina habría hecho ya algo para encontrar a su marido, o si se había limitado a aceptar su desaparición.
—¿No sabes nada —comenzó con cautela— acerca de él? ¿Aparte de que era médico y un artista, además?
—Tengo recuerdos muy tempranos. Él y yo estábamos muy unidos. Pero yo tenía diez años cuando desapareció y tía Bettina nunca me habló de él después de eso. No conserva fotografías de él, ni sus cartas. Todo lo que dice es que vino al desierto en busca de oro.
Elizabeth miró fijamente a Morgana, recordando que Faraday llevaba diarios en los que anotaba todo lo que aprendía…
—¿Me estás diciendo —preguntó, enarcando las cejas en un gesto de asombro— que no conservas nada que le perteneciera?
—Ni siquiera tenemos las cerámicas que coleccionaba. Tía Bettina las vendió para sacar dinero con el que financiar el albergue.
Elizabeth se había quedado sin habla. El rico e incalculablemente valioso legado de Faraday Hightower… ¡desaparecido por completo! Pero… ¿por qué su mujer se desprendía de todas sus cosas, si, supuestamente, esperaba que volviera algún día?
Mientras la brisa del desierto levantaba sus mangas y las faldas de Morgana, las dos se preguntaban dónde habría ido Gideon y un lagarto moteado se instalaba en una roca cercana para observar a las dos intrusas, Elizabeth tomó una decisión. No importaba lo que hubiera hecho Faraday tras dejar el pico Smith, ni si le había mentido al decirle que era viudo: lo realmente importante era que su hija supiera la verdad acerca de él. Merecía conocer la vertiente espiritual de su persona, y ver por sí misma su talento artístico.
—Morgana… —dijo Elizabeth lentamente, tras apagar su cigarrillo en la arena y envolver en un pañuelo la colilla apagada para llevarla después al albergue…, una costumbre que había cultivado con los años para mantener limpios los yacimientos arqueológicos—, tengo que hacerte una confesión. —Respiró lenta y profundamente para serenarse, y dijo—: Conocí a tu padre hace muchos años.
Los ojos de Morgana se abrieron, asombrados.
—¿De veras?
Elizabeth fue hasta la ranchera, abrió la portezuela de detrás y sacó un paquete de dentro. Luego, tras regresar junto a Morgana, le tendió el paquete, envuelto en papel y con un cordel a su alrededor.
—Este es el motivo de mi visita aquí: vine para entregárselo a tu padre. Pero, cuando me enteré de que Faraday se había ido hace doce años, no supe qué pensar. No sabía si dártelo a ti, o marcharme sin decir nada.
Morgana se apresuró a desatar el cordel y rasgó el papel, con lo que dejó al descubierto un libro titulado Arte rupestre indígena del sudoeste de Estados Unidos, con la fotografía de unos pictogramas indios en la sobrecubierta.
—Cuando conocí a tu padre —explicó Elizabeth—, me ocupaba en fotografiar yacimientos de arte nativo con mi cámara. Él estuvo un tiempo con nosotros en nuestro campamento e hizo una serie de dibujos. A la hora de publicar este libro, con una colección de mis propias fotografías, decidí incluir algunos trabajos de tu padre.
Morgana levantó cuidadosamente la tapa, volvió la página del título y se quedó helada cuando vio la primera fotografía: era una foto del equipo de arqueólogos en el pico Smith. De pie, en el centro, estaban Elizabeth y Faraday. Morgana preguntó con un hilo de voz:
—¿Es este mi padre? ¡Sí, lo dice en el pie de la fotografía!
Elizabeth se mordió el labio. Tenía que ser muy cuidadosa ahora. Si, por un lado, deseaba dejar Twentynine Palms lo antes posible, y poner carretera, montañas y kilómetros entre ella y las dos mujeres que Faraday había dejado abandonadas, no podía, por otro, dejar a la muchacha en la ignorancia acerca de su padre.
—No vino al oeste buscando oro, Morgana… buscaba a Dios. Tu padre era un hombre profundamente religioso. ¿No lo sabías? Cuando murió tu madre, sufrió una crisis de fe. Recorrió literalmente todo el mundo buscando respuestas; y cuando oyó hablar de una antigua raza de chamanes indios, aquí, en el sudoeste, les siguió la pista hasta este mismo desierto.
Morgana la miró con ojos grandes y solemnes.
—¿Dice usted que mi padre estaba empeñado en una búsqueda espiritual?
—Al principio, pero luego se apasionó por la cultura india y deseaba registrar y preservar todo cuanto veía.
—¡Recuerdo eso! —exclamó Morgana—. Yo me sentaba a esperar ante la ventana, y cuando lo veía cabalgar hacia aquí, salía corriendo a su encuentro. Siempre me traía regalos y después me contaba las maravillosas historias que había oído y me mostraba sus hermosos dibujos.
Mientras miraba cómo Morgana pasaba despacio las páginas del libro y tocaba suavemente con las yemas de los dedos las láminas con los dibujos de su padre con la cara de quien descubre con respeto un tesoro, Elizabeth se sintió invadida por la tristeza de pensar que aquel libro era todo cuanto le había quedado a Morgana de su padre. Que era todo cuanto quedaba de Faraday.
«Tal vez sea este el momento adecuado», decidió. Había llegado el momento de que la hija supiera la verdad acerca de su padre, y el de recibir un recuerdo de él. Y quizá fuera ya hora de que Gideon, al igual que Morgana, supiera la verdad.
Gideon había ayudado a Elizabeth a reunir los materiales para el libro. Lo sabía todo acerca de aquel forastero que se había presentado una noche en el campamento del pico Smith y le había salvado la vida al profesor Keene. Gideon había ayudado a su madre a elegir las fotografías para el libro: instantáneas de trabajadores sonrientes, comidas en torno a un fuego de campamento, técnicos inclinados sobre sus microscopios, y la madre de Gideon de pie ante la pared de un cañón junto a un hombre llamado Faraday Hightower…, observando los dos unos pictogramas…, aunque una observación más atenta de la fotografía revelaba que las miradas de ambos estaban, en realidad, fijas la de uno en el otro.
Gideon tal vez fuese algo bajo para su edad, pero era inteligente. Aunque Elizabeth no le había dicho nada, él ya tenía formada una idea de las realidades de la vida, y no pasaría mucho tiempo antes de que contara hacia atrás, a partir de la fecha de su nacimiento y se diera cuenta de que, nueve meses antes, su madre estaba entonces en un remoto lugar del desierto con su equipo de investigación —todos ellos estudiantes más jóvenes que ella—, el enfermo profesor Keene y un extraño llamado Hightower.
Cuando Morgana llegó a la lámina en la que aparecía el dibujo de la olla dorada, exclamó:
—¡Es esta! ¡La preciosa vasija que mi padre encontró en Pueblo Bonito! Él y yo pasamos horas examinándola, especulando acerca de lo que quería decirnos el dibujo… ¡Oh, doctora Delafield…, es tan maravillosa!
—La fotografía en blanco y negro no le hace justicia. Hay que verla en color para apreciarla en toda su belleza. Es una especie de color melocotón dorado. ¿Sabes cómo lo llamaba tu padre? El color de la esperanza.
—¡El color de la esperanza! —murmuró Morgana, pasando las yemas de los dedos por la fotografía, recorriendo el dibujo caótico, recordando las tardes con su padre, tardes doradas, como la vasija.
Volvió la página y se encontró con un rostro familiar que la miraba.
—¡Esta es la chica! —dijo—. Creí que la imaginaba tan solo, pero aquí está: es la chica hopi con el tatuaje. ¡Ahora lo recuerdo! Mi padre decía que él y yo pertenecíamos a un clan secreto. Decía que éramos miembros del clan de los ositos.
Mientras miraba cómo Morgana sonreía a través de las lágrimas y se enjugaba luego los ojos con un pañuelo, Elizabeth tomó otra decisión. Le diría a Gideon la verdad cuando estuvieran solos y lejos ya de aquella zona, tal vez en Colorado, antes de que se instalaran en su nuevo hogar en Mesa Verde. Le pediría que no se lo dijera a Morgana porque, aunque ella era su hermanastra, convenía, en interés de la propia Morgana, que ella no se enterara de la verdad. No de momento, al menos. «Su padre la abandonó, Gideon —le diría—. Revelarle ahora que fue, además, un adúltero y que engendró un hijo fuera del matrimonio, sería como echar sangre en una herida». Y Gideon, como un pequeño caballero que era, actuaría de la forma más honorable, protegiendo a Morgana de cualquier nuevo daño.
—¿Por qué no regresamos al albergue ahora? —dijo amablemente Elizabeth—. Puedes guardar el libro. Para verlo a tu entera satisfacción. Gideon y yo tenemos que proseguir nuestro viaje.
—Dígame, doctora Delafield… ¿Cree que mi padre estaba loco?
Elizabeth se quedó mirándola.
—¿Cómo dices?
—Corre una leyenda local acerca de mi padre…, la gente lo llamaba Haywire, el chiflado. Decían que estaba loco. Verá, doctora Delafield…, yo estuve llorando durante días cuando él no volvió la última vez. Me pasaba las horas sentada en el patio, vigilando la carretera. Tía Bettina se enfadó mucho conmigo, pero yo no quería renunciar a la esperanza de que volviera. Las semanas se transformaron en meses, yo esperaba cartas de él, seguía mirando el camino tratando de distinguir su caballo. Estaba inconsolable. Jamás comprendí cómo pudo abandonarme, cuando habíamos estado tan unidos, ni siquiera me dijo adiós. Pero… —retorció el pañuelo empapado—. Pero, si estaba loco, eso significa que no nos dejó a propósito. Tal vez ni siquiera supiese lo que estaba haciendo.
—¡Oh, Morgana! —dijo Elizabeth, y apoyó la mano en el hombro de la muchacha.
—Tía Bettina dice que mi padre era un iluso, que sufría una enfermedad mental que fue empeorando gradualmente, hasta que perdió la razón.
—Tu padre no era ningún enfermo mental, Morgana. Puede que fuera un soñador y tuviera la cabeza en las nubes, pero estaba tan cuerdo como tú o como yo.
—Pero, si estaba cuerdo, eso significa que nos abandonó a propósito. Y, si no, mi tía tiene razón y lo que se deduce es que no estaba en su sano juicio y, simplemente, se olvidó de nosotras. Cualquiera de las dos explicaciones me resulta inconcebible.
Había otra alternativa que Elizabeth no se atrevió a plantear, pero lo hizo Morgana:
—Si mi padre hubiera muerto, ¿no habría encontrado alguien su cadáver, no nos lo habría dicho la policía?
—Algunas veces el desierto se traga a la gente, Morgana…
Pero los ojos de Morgana seguían fijos en la muchacha con el peinado en forma de mariposa o capullo de calabaza. Viendo las tres líneas tatuadas en la frente de la joven india, Morgana se llevó la mano a su propia frente.
—No recuerdo cómo me hice esta cicatriz —dijo—. Pero sí que intenté tatuarme a mí misma con una pluma. Quería parecerme a esta chica. —Alzó los ojos llenos de lágrimas—. Decía usted que mi padre había emprendido una búsqueda espiritual… ¿Por qué vino aquí, a esta zona en particular?
Elizabeth reflexionó un momento, luego apoyó el libro en su regazo, sacó una pluma de su bolso y, en el interior de la tapa trasera, garabateó dos dibujos.
—Estas eran las claves que seguía tu padre. Me las dibujó a mí. No son exactos, pero se parecen mucho a la forma que tenían los originales.
Morgana ladeó la cabeza y se quedó mirando intrigada los dibujos. El primero podía identificarse de inmediato con un árbol de Josué, pero el significado del otro era un enigma: un cuadrado con una diagonal dentada atravesándolo.
—Muchas gracias —dijo en un murmullo, cerrando el libro y estrechándolo contra su pecho.
Más tarde, estudiaría con atención cada palabra, cada frase, cada fotografía, el rostro del hombre que aparecía en las láminas y confiaría a su memoria los dibujos que él había trazado. Así reviviría sus recuerdos infantiles de un patio iluminado por el sol y del amor de un padre.
Manteniendo el libro apretado contra su corazón, miró a Elizabeth con ojos brillantes y dijo emocionada:
—Es el regalo más maravilloso que jamás me han hecho, doctora Delafield. Usted me ha devuelto una parte de mi padre. ¿Cómo podré agradecérselo?
Elizabeth apartó la vista. Sentía un nudo en la garganta. Ella tenía otra parte del padre de Morgana. Tenía a su hijo.
Se puso en pie de pronto, y se sacudió el polvo de los pantalones.
—La verdad es que tenemos que irnos. —Buscó a su alrededor—. ¿Gideon? ¡Gideon!
El muchacho se había alejado para explorar, y había ido a parar a una extraña formación rocosa: una peña que tenía una de sus caras cuadrada, con una línea en zigzag recorriéndola de esquina a esquina, como si hubiera un rayo atrapado en la piedra. Llegó corriendo para contárselo a su madre, pero ella lo interrumpió para decirle que tenían que irse.
En el camino de regreso se detuvieron en el lugar donde habían visto el halcón novato. Se había ido. El polluelo era ya una criatura del aire.
Ya en el albergue, Morgana le tendió a Elizabeth la cesta de merienda que no habían tocado, y le dijo:
—Asegúrense de parar en el almacén de Candlewell para que les pongan gasolina y agua. —Después abrazó a Gideon—. Adiós. Quizá volvamos a vernos algún otro día.
—Prométeme que me escribirás —le pidió Gideon.
Morgana se lo prometió.
Mientras iban por la carretera alejándose del albergue Hightower, Elizabeth comenzó a relajarse. Había sido una visita muy delicada, pero pronto estarían lejos, en Colorado, y no había ninguna razón para que volvieran a acercarse hasta allí.
Luego pensó: «Estaremos a salvo de Bettina Hightower». Y se preguntó por qué se le habría ocurrido semejante cosa.
Como no deseaba encontrarse con su tía o con alguien del personal, Morgana se deslizó sigilosamente al edificio principal y subió enseguida las escaleras hasta su habitación. Le supo muy mal que la doctora Delafield se fuera. Morgana tenía aún mil preguntas que hacerle acerca de su padre. ¡Una búsqueda espiritual! ¿Por qué le habría dicho su tía que había ido allí en busca de oro? Y sus dibujos eran impresionantes… ¿Adónde habrían ido a parar todos ellos?
Se sentó en la cama con el libro en su regazo y estudió larga y detenidamente el rostro de un hombre, que apenas recordaba. Alto y delgado, atezado por el sol y con barba…, era un hombre atractivo. Y de pie junto a la doctora Delafield componían una sorprendente pareja.
Fue pasando las páginas, más despacio ahora, devorando cada imagen, cada palabra; leyó por primera vez los pies de las fotografías e hizo una pausa cuando llegó a una fecha: julio de 1916.
Hacía menos de dieciséis años.
Algo zumbaba en el umbral de la conciencia de Morgana. Un molesto duendecillo que no quería dejarla en paz.
Mientras estudiaba las fotografías y los dibujos, se dio cuenta de que la doctora Delafield le había mostrado el libro casi a regañadientes, y que solo se lo había dado cuando supo que Morgana recordaba tan poco de su padre. ¿Por qué no se lo habría enseñado antes? Visto ahora en retrospectiva, daba la impresión de que Elizabeth hubiera estado planeando marcharse sin compartirlo con ella o con Bettina. ¿Por qué?
Morgana volvió a la fotografía fechada en julio de 1916 y recordó entonces que Gideon había dicho que estaba a punto de cumplir quince años. Lo que significaba… contó con los dedos… que habría sido concebido alrededor de julio de 1916.
Además de la fotografía del grupo con su padre en el centro, había otra de Faraday y Elizabeth solos. Estaban ante una pared cubierta de obras de arte rupestre. La primera vez que Morgana había mirado aquella foto no había visto lo que veía ahora: que los dos no estaban contemplado las obras de arte, sino contemplándose el uno al otro.
Morgana llevaba bajo la blusa, alrededor del cuello, un talismán de buena suerte colgado de una cadena de oro. Lo había llevado desde pequeña y, cuando se entregaba a profundas reflexiones, las yemas de sus dedos buscaban el tranquilizador talismán y lo acariciaba distraídamente. Así lo hizo ahora, convencida de que aquel objeto guardaba relación con su infancia. Y, mientras lo hacía, se le ocurrió de repente una idea.
Saltó de la cama y fue en busca de una caja que tenía en el estante más alto de su armario. Hacía años que no miraba lo que contenía, pues se trataba de viejas fotos de personas que no conocía: abuelos fallecidos, primos sin nombre… Unas fotos que había rescatado del montón de basura al que Bettina las había arrojado doce años antes. Había recordado de pronto que, en aquella colección, había una fotografía de su padre cuando era niño. La sacó a la luz y la sorpresa le cortó la respiración: ¡aquella podía ser una foto de Gideon!
Morgana corrió escaleras abajo, se subió a la vieja camioneta que Bettina había comprado años atrás y la puso a toda velocidad por la carretera, buscando la ranchera a través del parabrisas cubierto de polvo.
Allí estaba por fin, delante del almacén general de Candlewell. Elizabeth y Gideon acababan de entrar en el vehículo y cerraban las portezuelas. Morgana hizo sonar su bocina.
Saltó de la camioneta, con el motor aún en marcha, y se precipitó como una exhalación hacia su coche, gritando y agitando los brazos.
—¡Ya sé la verdad! —dijo sin aliento cuando los alcanzó—. ¡Gideon! Es lo más maravilloso que podía ocurrir… ¡Eres mi hermano!