—Soy Elizabeth Delafield.
La mujer lo había dicho con una expresión expectante, como si esperara que Morgana reaccionase de alguna manera. Pero su nombre no le decía nada. Tras curar la herida del chico desinfectándola con yodo y ponerle una venda. Morgana fue hacia el mostrador de recepción para anotarlos en el registro.
—Está usted de suerte —dijo—. Tenemos una cabaña libre. Una cancelación de última hora. Si no fuera por eso, tendríamos todo ocupado hasta el verano.
—Pero yo hice una reserva —dijo Elizabeth, preguntándose dónde estaría Faraday.
Aquella joven debía de ser su hija Morgana. ¿Por qué no le habría hablado de su llegada?
—Me temo que nunca la recibimos. Ocurre a veces. El correo no es muy de fiar.
—Envié un telegrama.
Morgana miró a la visitante. Sandy Candlewell era siempre muy cuidadoso con los telegramas, puesto que habitualmente contenían noticias importantes.
—Lo siento —fue todo lo que pudo decirle—. Pero, en todo caso, tenemos una cabaña para usted y su hijo.
Mientras la mujer firmaba en el libro de registro, sus ojos seguían mirando a Morgana con una expresión extraña, que le dio a la joven la sensación de que quería decirle algo, pero se contenía. Morgana ya estaba acostumbrada a que la gente se quedara mirándola, pero no de la forma como lo hacía aquella mujer.
Morgana leyó la firma estampada en el registro: Dra. Delafield.
—Oh, es usted médico —dijo.
—Antropóloga más bien.
Delafield extendió el brazo para estrechar la mano de la joven, y cuando las dos manos se unieron Morgana distinguió una chispa de vivo interés en los ojos de su interlocutora. La doctora Delafield retuvo la mano de Morgana un instante más de lo necesario, lo que le dio a la joven una vez más la sensación de que se establecía entre las dos una comunicación sin palabras.
—Si tienen la amabilidad de seguirme… —dijo Morgana cogiendo de un gancho una llave de habitación y tomando una de las maletas, mientras la doctora Delafield cargaba con la otra—. La cena se sirve a las siete —explicó mientras caminaban por la galería y cruzaban el camino enlosado—. Cenamos todos al mismo tiempo. Después, la cocina se cierra. —Seguía observando a aquella notable mujer, sintiendo correr por sus venas una excitación inexplicable.
La doctora Delafield llevaba una camisa masculina de manga larga, con los faldones metidos en unos pantalones de corte masculino, pero con una cremallera detrás. Morgana ya había visto antes mujeres con pantalones porque aquella vestimenta era ya corriente en los lugares de esparcimiento. Pero aquellos otros pantalones eran de pata de elefante, quedaban sueltos por la parte delantera, como los de los marineros, y eran muy femeninos. En cambio, el atuendo de la doctora Delafield era decididamente masculino. Las delicadas y hermosas joyas que lucía, las ondas de sus suaves cabellos rubios y el maquillaje de sus cejas le recordaban a Morgana a Marlene Dietrich.
¡Y era antropóloga, además! Delafield no era el primer científico de esa especialidad que había conocido Morgana —llegaban frecuentemente a la zona para estudiar a los indios locales, entre los que muchos vivían aún al estilo de sus antepasados—, pero sí era la primera mujer antropóloga con la que tenía la oportunidad de hablar. ¿Le sería posible —se preguntó con excitación— hacerle algunas preguntas?
Mientras seguían a la joven por el patio, Elizabeth apenas podía contener su emoción. ¡Faraday…! Tal vez estuviera en aquel mismo instante a solo unos metros de allí. Viendo lo próspero que parecía el albergue, se sintió contenta por él. ¿Habría encontrado por fin a sus chamanes y, con ellos, su sosiego?
Su telegrama había sido breve. «Estoy solo. Trae a nuestro hijo». Pero era suficiente. ¡En unos momentos se reunirían!
—Aquí es, nuestra cabaña doble. —Morgana abrió la puerta y guió a los dos, mostrándoles la chimenea de piedra, la puerta que daba a la otra habitación, las lámparas de queroseno…—. Aquí no tenemos electricidad —explicó—, pero las habitaciones cuentan con baño individual. Es una innovación reciente de la que estamos particularmente orgullosos.
—Es preciosa —dijo Elizabeth, fijándose en las mantas indias, las alfombras colgadas como tapices en las paredes, las pinturas del desierto…, e invitando a su hijo a pasar a la habitación contigua y decidir qué cama quería.
—Tampoco tenemos teléfono —siguió Morgana—. Pero hay uno en el almacén Candlewell. Podrá hacer llamadas a larga distancia desde él —añadió sin venir a cuento, salvo porque pensó que una mujer tan sofisticada, una antropóloga, que irradiaba tanta energía y sonreía con unos ojos tan inteligentes, seguramente tendría que hacer importantes llamadas telefónicas.
Cuando Morgana le tendía la llave de la cabaña diciéndole «Enseguida vendrá una doncella a ayudarla», volvió a ver en la cara de la mujer aquella expresión que parecía indicar que la doctora Delafield quería decir algo más. Pero, como no lo hizo, Morgana se fue.
Elizabeth la siguió con la mirada mientras salía: una muchacha alta y esbelta, de cabellos castaños ondulados, cuyos rasgos se asemejaban inconfundiblemente, en la forma de la nariz y los pómulos, a los de Faraday. Elizabeth había tenido la tentación de preguntarle inmediatamente por él, pero deseaba refrescarse primero. También había tenido en la punta de los labios el deseo de decirle a Gideon que aquella joven era hermanastra suya. Desde el momento en que recibió el telegrama diciéndole que fuera, Elizabeth se había sentido loca de júbilo y había estado muchas veces a punto de contarle a Gideon la verdad. Pero se había contenido. Revelarle al chico la identidad de su padre era algo que ella y Faraday debían hacer juntos, cuando fuera el momento oportuno, con Gideon sentado entre ellos dos y descubriéndoselo con delicadeza.
Cuando escribió a Faraday hacía dieciséis años, Elizabeth se sentía herida, furiosa y traicionada porque él fuera un hombre casado cuando habían vivido los dos aquel romántico interludio en el pico Smith. En aquella carta le decía que no fuera a buscarla. Pero, por lo que ella sabía, Faraday sí había ido a buscarla y, puesto que ella había ocultado su rastro, ya que no deseaba tener nada que ver con él, Faraday no la había encontrado. ¿Se habría vuelto loco buscándola, intentando dar con ella para conocer a su hijo? ¿Habría amargado su carácter aquella experiencia? ¿Se habría sentido herido y furioso, al verse traicionado? Muchas veces en el curso de los años Elizabeth había querido ponerse en contacto con Faraday, pero no había sabido cómo hacerlo. Ahora tenía la excusa perfecta: su libro había sido publicado por fin, y Faraday era parte de él puesto que había incluido fotos de sus dibujos. Aunque no fuera de otra forma, podía entrevistarse con él a título profesional, como de negocios. Quizá para acordar un pago en concepto de derechos de autor. A eso no podría objetar nada su esposa.
Por eso le había escrito.
¡Y él se había apresurado a responderle!
«Estoy solo». ¿Qué significaría eso? ¿Habría muerto la esposa de Faraday? Elizabeth esperaba que no hubiera ocurrido nada tan trágico. Su primera esposa, la madre de Morgana, había fallecido también, ¿no? Esperaba que el segundo matrimonio hubiese acabado en un divorcio amistoso. Recordaba aún el refinado acento de Nueva Inglaterra y la actitud de clase alta de su esposa. Tal vez fuera, en definitiva, que a la señora Hightower no la hubiera agradado el desierto y echara tanto de menos su hogar, que hubiera vuelto a Boston, tras separarse de Faraday con una cortés nota de despedida.
Temblando por la excitación, Elizabeth abrió de par en par los postigos y miró a través de las ventanas provistas de mosquiteras. Pensó en la muchacha de la recepción. Evidentemente, el nombre de Delafield no significó nada para ella. O sea que Faraday no le había hablado a su hija de ellos dos, de su relación. Ni siquiera le había dicho que esperaba la visita de Elizabeth. «¡Siempre tan reservado!», pensó Elizabeth, recordando que Faraday solía serlo.
Contempló el patio, dispuesto agradablemente alrededor de una fuente con arbustos, mesas y sillas. ¿Dónde estaría él? ¿Con la cabeza inclinada sobre libros que hablaban de chamanes? ¿Dibujando un halcón en vuelo? ¿O tratando de decidir qué se pondría para su primera cita después de tantos años?
Que era precisamente de lo que la propia Elizabeth tenía que ocuparse ahora antes de su reunión. El viaje en coche desde Los Ángeles había sido largo y polvoriento. Quería refrescarse y elegir cuidadosamente el conjunto que se pondría antes de salir en su busca.
¡Quizá podría darle una sorpresa! No le había dicho a qué hora del día llegarían Gideon y ella…, simplemente la fecha. Lo más probable era que los aguardara para aquella tarde. ¿O habría estado en pie desde primera hora de la mañana, vigilando la carretera, para meterse en el interior del albergue poco antes de que ellos llegaran? Pensando ya en su cara de sorpresa, en la alegría que vería en ella, Elizabeth abrió sus maletas y comenzó a sacar de ellas blusas y camisas, jerséis y pantalones. Medias, ropa interior, todo ello de seda y muy femenino, e impregnado con la fragancia de su perfume preferido: las rosas. ¿Se amarían esa misma noche?, se preguntó. Elizabeth no había estado con ningún otro hombre después de Faraday.
Temblaba de deseo pensando en sus besos, en el abrazo íntimo, en acurrucarse en sus brazos después…, en aquellos que habían sido los momentos más felices de su vida.
«No…, los segundos en felicidad», decidió Elizabeth al oír los ruidos que hacía su hijo abriendo y cerrando puertas y cajones en la habitación contigua. La noche en que nació Gideon fue la más feliz de su vida.
El libro no era la única razón de su presencia allí. Había ido también en interés de Gideon.
Desde la noche en que este nació, Elizabeth y su hijo habían llevado una vida nómada mientras ella iba de trabajo en trabajo, dando clases en una ciudad, investigando en otra, siempre en movimiento, sin echar raíces nunca. El resultado era que en aquel momento todas sus posesiones, todo lo acumulado en sus casi quince años de vida juntos, estaba almacenado lejos de allí, en un solo baúl. Algunos de los viejos juguetes y libros de Gideon, parte de la biblioteca privada de Elizabeth y su equipo de fotografía, recuerdos…: la suma de las vidas de dos personas contenida en un viejo baúl que los había seguido de lugar en lugar. Elizabeth había pensado en enviar por él una vez estuvieran instalados en su nuevo hogar en Mesa Verde.
¿Sería posible —qué atrevida esperanza…— que pudiera pedir que entregaran allí aquel baúl y que, en adelante, ella y Gideon no tuvieran que viajar ya más? Un muchacho necesita un hogar estable, raíces.
Llegó en aquel momento una doncella con toallas limpias.
—La joven que está en la recepción —preguntó Elizabeth para iniciar la conversación— ¿es la hija de los dueños?
—Sí, es la señorita Hightower.
—¿Y el señor Hightower? —preguntó como por casualidad mientras examinaba una lámpara.
—¿Se refiere usted al doctor? Se fue hace mucho.
Elizabeth se volvió y se quedó mirando a la sonrosada mujer de cabellos grises vestida con un sencillo uniforme blanco de doncella, igual que las muchas que podían verse en miles de moteles y albergues por toda California.
—Perdón… ¿cómo dice? ¿Que se fue hace mucho?
La doncella, una mujer que disfrutaba con el chismorreo, miró hacia atrás por encima del hombro, bajó la voz y dijo:
—Se desvaneció hace doce años tras una nube de escándalo. Yo no estaba aquí entonces, pero corre el rumor de que se fue con una fulana local. Dicen también que robó el dinero de los empleados… Abandonó a su mujer y su hija y se largó a México. Pero esto no se lo dirá la señora Hightower… No habla de ello. Finge que no ha ocurrido nunca.
¡La señora Hightower! O sea, que la esposa de Faraday seguía aún allí… Elizabeth miró fijamente a la mujer.
—¿Y dice usted que se desvaneció? —se oyó decir a sí misma.
—Eso es lo que dicen —asintió la doncella, mientras metía las toallas en el baño. Y al volver, añadió—: Para que el agua corra bien, hay que darle a la palanca dos veces.
No notó que el rostro de Elizabeth se había puesto súbitamente pálido, que estaba boquiabierta y con una expresión de desconcierto.
En cuanto la mujer se marchó, cerrando la puerta a su espalda, Elizabeth siguió como clavada en el suelo, aturdida por la sorpresa. ¿Que no estaba Faraday? ¿Que se había marchado hacía doce años? ¿Cómo era posible?
¿Quién envió el telegrama?
Elizabeth fue a la puerta, la abrió y miró al exterior. Un jardinero rastrillaba la tierra alrededor de la fuente de piedra. Era un hombre mayor, cuya piel tenía la aspereza y el color de un coco. Se quedó mirándola desde debajo de su gastado sombrero de paja, como si no estuviera seguro de haber oído correctamente su pregunta.
—¿El señor Faraday? Se fue hace muchos años. Nadie sabe adónde.
Así que era verdad. Mientras Elizabeth regresaba a la habitación, un viento helado sopló a través de su corazón. Sintió de pronto un gran vacío donde antes se había sentido llena de excitación. Y el horror se abrió paso en ella. ¿Habría muerto? ¿Le habría ocurrido algo terrible?
—¿Madre? ¿Te encuentras bien?
Gideon se había sentado a su lado, con una expresión preocupada en su joven rostro.
Elizabeth abrazó impulsivamente a su hijo, el hijo que Faraday le había dado.
—¿Quién te ha puesto triste? —preguntó, irguiendo, desafiante, la ya firme barbilla—. Dime quién lo ha hecho, y me las tendré con él.
Ella le pasó los dedos por el espeso pelo. La encantaba aquella actitud de Gideon, que siempre estuviera deseando dar muerte a dragones por ella. Sabía que él se veía a sí mismo como su campeón y que estaba deseando crecer para poder ocuparse de ella.
—Todo está bien, cariño. Es solo una decepción. Aquel antiguo amigo del que te hablé, el doctor Hightoweer, con quien esperaba entrevistarme… Acabo de saber que no está aquí. Que se marchó hace mucho tiempo.
Se llevó un pañuelo a los ojos y respiró profundamente. Tenía que haber una explicación. Los pensamientos de Elizabeth se volvían ahora hacia la esposa. ¿Quién, si no, abriría una carta dirigida a Faraday y respondería con un telegrama en su nombre? Pero… ¿por qué? ¿Para montar una escena de humillación? ¿Tendría aún la señora Hightower algo contra ella después de tantos años?
«Sabe lo del libro —decidió Elizabeth—. Y espera compartir los derechos de autor porque, después de todo, hay dibujos de su marido en él, así como su foto y una mención del propio Faraday». Sí, esa era la explicación.
Pero… ¿por qué fingir? ¿Por qué no había respondido a Elizabeth en su propio nombre? ¿Por qué había intentado hacerse pasar por Faraday? «Porque sabía que yo no habría venido aquí conociendo que estaba ella sola».
De pronto Elizabeth se sintió furiosa. Se sintió traicionada, engañada. Todo había sido una trampa para atraerla allí. Ella y Gideon se marcharían inmediatamente. No le daría a aquella mujer la satisfacción de ver lo bien que había funcionado su cruel burla. Y Bettina no obtendría ni un centavo de las ventas del libro.
—Estoy bien, cariño —le dijo a Gideon, forzando una sonrisa—. Soy yo quien debería preguntarte a ti cómo estás. —Inspeccionó con ojos llorosos el vendaje de la frente de su hijo. No había supurado—. ¿Te encuentras bien? —le preguntó.
Recordó entonces que tenían un largo viaje hacia el norte, por carreteras sin asfaltar llenas de curvas y a través de pasos de montaña. No sabía si podrían encontrar alojamiento en alguna otra parte y le vino a la memoria lo que le había dicho Morgana mientras iban del mostrador de recepción a la cabaña, acerca de que la primavera era la estación más popular para turistas y visitantes, por lo que todos los albergues y moteles en ochenta kilómetros a la redonda estaban al completo.
Elizabeth no deseaba quedarse, pero se daba cuenta de que lo mejor para su hijo sería que cenaran allí, tuvieran una buena noche de descanso y se marcharan a primera hora de la mañana.
Y después recordó su libro. Apoyó la mano en el hombro de su hijo y comentó:
—Mira, Gideon…, creo que será mejor que por ahora no le hablemos de mi nuevo libro a nadie.
—De acuerdo —dijo él.
No era suficiente. Pudiera escapársele sin querer.
—Verás, Gideon: tú ya sabes que mi amigo es el doctor Hightower y que es el propietario de este albergue. La joven que nos acompañó a esta habitación es su hija, y pienso que dentro de poco conoceremos a su esposa. Podrías tener la tentación de hablarles del libro porque, después de todo, el doctor aparece mencionado en él. Sin embargo… —Elizabeth dejó escapar un suspiro. Una vez más había tenido que elegir entre las mentiras y la verdad.
Cuando Gideon era pequeño y comenzaba a hacerle preguntas acerca de su padre, no podía salirle diciendo: «Fue un adúltero. Me mintió. Me dijo que no estaba casado. Y, después, cuando le escribí y le dije que estaba esperando un hijo suyo, ya no volví a saber nada de él». Aun cuando en lo más hondo de su ser ella no podía dar crédito a que Faraday hubiera hecho semejante cosa, había, sin embargo, una prueba, y Elizabeth era una científica, formada para llegar a conclusiones basadas únicamente en hechos y no en hipótesis. En el arte rupestre nativo, la proliferación de siluetas de manos llevó a algunos historiadores y arqueólogos a especular acerca de que aquellas manos simbolizaban puertas de acceso a otros reinos, expresaban la conexión del hombre con la naturaleza, o las marcas con las que un chamán señalaba su territorio. Por mucho que a Elizabeth le hubiese gustado sumarse al carro de los que promovían esas interpretaciones románticas del arte rupestre que estudiaba, siempre arguyó que la única cosa que se deducía de aquellas «pruebas» era que hacía muchísimos años un hombre había hundido su mano en pintura y la había apoyado contra la pared. Y punto.
Eso mismo le ocurría con Faraday. Por mucho que quisiera creer otra cosa, no podía pasar por alto la prueba que había sido su visita a Casa Esmeralda años atrás: la esposa con el anillo de bodas, la niña que la llamaba «mamá», la doncella que se dirigía a ella llamándola señora Hightower.
Pero aún quedaba un misterio sin resolver: ¿por qué Faraday la invitó a visitarlo en Casa Esmeralda?
Elizabeth había adelantado su visita, porque quiso darle una sorpresa. ¿Acaso estaba planeando él enviar fuera a su esposa y su hija, de vacaciones? ¿Pensaba que ella y Faraday tendrían la casa para ellos dos solos hasta que su familia volviera?
En estos círculos se estuvo moviendo su espíritu durante casi dieciséis años, hasta que resolvió escribirle para comunicarle la publicación de su nuevo libro… y llegó el telegrama con su respuesta pidiéndole que viniera.
Ahora se sentía más confusa que nunca. Y preocupada, también. ¿Adónde habría ido Faraday?
Sus pensamientos volvían a una cuestión más apremiante. Durante años, Elizabeth había protegido a su hijo de la sórdida verdad y le había explicado una ficción agradable: que la relación con su padre había sido maravillosa y noble —lo cual era cierto—, pero que había habido poderosas razones para que Elizabeth y él no pudieran casarse y tuvieran que alejarse para llevar vidas separadas. Pensaba contarle la verdad a Gideon cuando fuera mayor y lo suficientemente maduro para comprender lo que había ocurrido en realidad.
Pero… ¿y ahora? Sería horrible que Gideon se enterara de la verdad de esta forma, a través de extraños. Y ella sabía muy bien cómo eran las poblaciones pequeñas y con qué rapidez se difundían por ellas las noticias de este tipo. No pasaría mucho tiempo antes de que todos en cien kilómetros a la redonda supieran que Gideon era el hijo ilegítimo de Faraday Hightower.
—Verás, cariño… —le dijo, mientras se preparaban para salir de la cabaña—. El doctor Hightower ha desaparecido, y nadie sabe dónde está. Podría ser una cuestión muy penosa para su esposa y su hija. Así que pienso que, por ahora, sería lo mejor que no sacáramos a relucir el tema del libro. Será nuestro secreto, ¿vale?
—¡Claro!
Elizabeth dio una palmadita en la espalda a Gideon, segura de que mantendría su promesa; después abrió la puerta de la cabaña y se preparó mentalmente para el inevitable encuentro con la esposa de Faraday.
Como todos los viernes, estaban asando en el horno un enorme pollo.
Otras noches, la cena consistía en conejo o liebre asados, o no se servía carne, dependiendo de lo que hubiera caído en las trampas. Mientras Bettina inspeccionaba los arreglos de las mesas en el comedor de los huéspedes, se sintió muy satisfecha. Otro día con el albergue al completo. Morgana le había dicho que había dado la cabaña doble a una mujer y su hijo pequeño, que acababan de llegar de Los Ángeles. Eso dejaba solo una habitación libre, que Bettina tenía la seguridad de que se ocuparía por la mañana: siempre había a última hora de la noche viajeros cansados que habían calculado mal la distancia y la aspereza de la carretera de Twentynine Palms, que podía contar que se detendrían allí porque continuar hasta el límite con Arizona era algo impensable. Ella siempre les cobraba a esos huéspedes el doble por la habitación, consciente de que no tenían otra elección.
El albergue había crecido mucho desde que Bettina se estableció allí. Después de la Gran Guerra, muchos veteranos regresaban a casa aquejados por los efectos del gas mostaza. Twentynine Palms era el lugar ideal para ellos por su altitud moderada, la pureza de su atmósfera y el hecho de encontrarse a mano de grandes ciudades. Los veteranos trajeron a sus familias y se pusieron a colonizar parcelas de sesenta y cinco hectáreas. El Château Hightower, con su edificio central de adobe y su complejo de cabañas y dependencias de una sola planta, era bien conocido en muchos kilómetros a la redonda, y así, en los años de la Depresión, eran muchos los vagabundos que se acercaban a la puerta trasera de la cocina del albergue pidiendo limosna o trabajo. Y, puesto que la palabra limosna no figuraba en el léxico de Bettina, ella daba a aquellos hombres trabajo. Un trabajo que, como les pagaba salarios bajísimos y cobraba precios elevados a los turistas que pasaban, le permitía obtener beneficios jugosos. Aunque ahora tenía el secreto temor de que si resultaba elegido Franklin D. Roosevelt, cambiaría la economía, los trabajadores reclamarían sueldos más altos y sus beneficios se reducirían.
Había también abundante actividad minera en la región (con algunas explotaciones prósperas incluso), lo que hacía que acudieran a ella hombres sin trabajo en busca de otros medios de ganarse la vida. Trabajaban en una mina veinte horas diarias durante semanas, y después volvían para reponer sus pertrechos, descansar un poco y ver a sus familias. Cuando volvían a las minas, siempre hacían un alto en el Château Hightower para disfrutar de una de las abundantes cenas servidas por Bettina antes de dirigirse al desierto y a más semanas de privaciones. A Bettina le gustaban los mineros. Jamás discutían sus precios y dejaban generosas propinas, convencidos de que esta vez conseguirían hacerse ricos.
El albergue contaba inicialmente con cabañas cubiertas con lona, que Bettina había construido con madera rescatada de las galerías de minas abandonadas. Pero, con los años, las lonas fueron sustituidas por verdaderos tejados. El edificio principal, en cuyo piso superior vivían Bettina y Morgana, y en el que estaban la cocina, el comedor, la sala de estar de los huéspedes y la recepción, estaba hecho de adobe y tenía a su alrededor una galería o porche abierto, que daba a un jardín de cactus, paseos enlosados y barbacoas. Un pozo artesiano, excavado años atrás, proporcionaba agua, pero Bettina había hecho construir también algunos depósitos colectores para el agua de las tormentas de verano y la nieve fundida del invierno, según el caso. Cuando el nivel del pozo era bajo y los depósitos estaban vacíos, Bettina racionaba el agua entre los huéspedes, y ella y Morgana se lavaban los cabellos en seco con copos de avena sacados directamente de su envase.
Pero era primavera, los pozos y los depósitos estaban llenos, y en las habitaciones del albergue abundaban jarrones de flores silvestres recién recogidas del desierto. Las flores no le costaban nada a la propietaria, pero eso no lo sabían los huéspedes.
En suma: una vida perfecta.
Cuando Elizabeth y su hijo entraron en el salón, Gideon se fijó en el aparato de radio que se hallaba empotrado en un gran mueble de caoba y fue derecho a él mientras su madre se preparaba para la temida reunión con la esposa de Faraday.
Fue sonriendo educadamente a los demás huéspedes sentados en sillas y sofás, que aguardaban que sonara la campana para la cena, pero su corazón, ya triste y desalentado, iba sintiendo cada vez mayor desconcierto: ¿en dónde había desaparecido Faraday? Buscó alguna prueba que le permitiera deducirlo. Pero en las paredes no aparecía ninguno de los dibujos de Faraday, ni pudo ver Elizabeth el menor rastro de la colección de cerámica de la que él le había hablado. Estaba especialmente deseosa de ver la olla dorada. Faraday le había dicho que sus bocetos de aquella pieza no le hacían justicia. Pero la vasija no estaba a la vista en ningún lugar.
Iba hacia el comedor, sintiendo que crecía cada vez más su ansiedad, cuando oyó una voz que jamás podría olvidar.
—¡Estúpida! —Bettina estaba reprendiendo con severidad a una de las doncellas del servicio—. ¿Aún no has aprendido dónde debe colocarse el tenedor para la ensalada?
Se volvió, vio a su huésped en el umbral y dijo:
—Buenas noches, y bienvenida al Château Hightower.
Pero al instante se cortó y se quedó mirándola fijamente. Había reconocido a aquella mujer rubia a la que había ofrecido té años atrás y que pensaba haber hecho desaparecer para siempre de sus vidas.
—¿Cómo está usted, señora Hightower? —saludó Elizabeth tratando de mantenerse lo más educada posible para ocultar el hecho de que se sentía hecha un manojo de emociones.
Vio enseguida, por la cara que puso la otra mujer, que su presencia allí era una sorpresa: estaba claro, pues, que Bettina no esperaba verla. Y, por lo mismo, que no era ella quien había enviado el telegrama.
¿La recordaría siquiera la mujer de Faraday?, se preguntó Elizabeth. ¿Estaría recordando aquella embarazosa visita en la que se sintieron violentas las dos tomando el té y la señora Hightower le había hablado de otras indiscreciones de Faraday con las mujeres?
Bettina sonrió. El que aquella mujer se hubiera dirigido a ella llamándola «señora Hightower» la hizo sentirse segura. Su posición estaba a salvo.
—Usted debe de ser la señorita Delafield. La recuerdo. No sabía que pensaba usted venir a alojarse con nosotros.
—Envié un telegrama pero, por lo visto, se extravió —le dijo a Bettina—. Gracias a Dios tuvieron ustedes una cancelación de última hora.
¿Había dicho señorita Delafield? ¿Era un error sincero, o un desaire consciente? Aun así, Elizabeth no censuraba a aquella mujer por profesarle antipatía. Después de todo, Elizabeth había mantenido una aventura sentimental con su marido. Aunque, en su defensa, ella siempre podía decir que pensaba que él era entonces viudo. No era cosa para sacarla a relucir ahora, se dijo. Pero Elizabeth quería saber qué había detrás de la desaparición de Faraday.
—Sí, normalmente tenemos todas las habitaciones reservadas en esta época del año —dijo Bettina, notando que la blusa que llevaba Elizabeth estaba cortada como la camisa de un hombre—. La primavera…, ya sabe… Todas esas flores, el revivir de la naturaleza… Pero tuvimos tres cancelaciones en el último minuto.
No había sido así exactamente. La cabaña de dos habitaciones había sido reservada por alguien llamado Green, pero cuando se presentó la pareja Bettina vio enseguida que el apellido «Green» era falso. En consecuencia, había informado a la pareja de que se había producido una confusión en las reservas y que en definitiva no tenían ninguna habitación libre, aunque estaba segura de que podrían encontrar acomodo en el motel Nelson, a unos cuarenta kilómetros de allí siguiendo la carretera. La tercera anulación fue, irónicamente, consecuencia de la primera: el caballero que acudió a registrarse después de los Green, y que había estado esperando cortésmente tras ellos ante el mostrador de recepción, le había dedicado a Bettina una mirada de reprobación cuando esta le ofreció el libro de registro y, tras decir algo acerca de que no deseaba tener tratos con antisemitas, había dado media vuelta y se había ido.
Aquel incidente la desconcertó. Bettina no era antisemita. Muy al contrario. ¿Acaso no tenía amistad con la señora Shapiro, una pobre viuda que vivía al final del camino, y no le daba los sobrantes de la fruta enlatada el año anterior? No se debía a ningún prejuicio —afirmaba— que tuviera la política de no alquilar habitaciones a personas de raza judía; lo hacía, simplemente, por el propio bien de esas personas, pues estaba convencida de que eran más felices si estaban rodeadas de otras de su clase.
—Espero que no haya venido usted buscando grandes lujos, señorita Delafield —dijo Bettina—. Somos un albergue sencillo, no como los lujosos balnearios de Palm Springs que están pensados para satisfacer los deseos de los ricos. No tenemos electricidad, ni piscina, ni pista de tenis. La gente viene aquí en busca de paz y tranquilidad, y para explorar el desierto.
Elizabeth observó a su alrededor los barnizados muebles de caoba, la porcelana y la plata dispuestas en la alargada mesa del comedor.
—Pues me da la sensación de que a su albergue le va de maravilla —replicó, lamentando aquel comentario jocoso y deseando poder volver cuanto antes a su cabaña para entregarse a su amarga decepción.
El albergue, en efecto, iba mejor que bien, pero Bettina no iba a decirle eso a aquella buscona que podía haberse presentado allí con motivos ocultos. ¿No había aducido años atrás que estaba embarazada? El Château Hightower era un lugar popular para una raza de atrevidos turistas que, a diferencia de los ricos y los consentidos que iban a Palm Springs, acudían a él para experimentar una vida sin refinamientos, explorar el desierto y vivir aventuras. Incluso en el verano, cuando las altas temperaturas mantenían alejados a los visitantes, las cabañas de Bettina estaban reservadas siempre, porque los europeos querían conocer la experiencia del calor. En alguna ocasión Bettina había pensado que no quería tener extranjeros alojados en sus cabañas, pero más adelante había descubierto que le gustaban los alemanes, los escandinavos y los españoles, porque jamás se quejaban, eran callados y educados, y no discutían sus precios (que eran subidos de inmediato en cuanto se marchaban los huéspedes estadounidenses). Es más, cuanto más duras eran las condiciones, tanto más les gustaban, de forma que con los huéspedes europeos Bettina podía ahorrar en queroseno, azúcar y jabón de lavar la ropa. Cuando un grupo de alpinistas de Munich encontraron una serpiente de cascabel en su cabaña, en lugar de pedir que les fuera devuelto su dinero (como había hecho una pareja de Michigan), se lo pasaron en grande tomando fotografías de ellos mismos con el letal reptil, para enviarlas a sus amigos allá en su tierra.
El desierto se había convertido también en una Meca para artistas y escritores, y los que no podían permitirse los hoteles más lujosos del valle de Coachella viajaban a las pequeñas comunidades del norte, donde la luz era igualmente fantástica y los paisajes tan inspiradores como las de aquel. El Château Hightower presumía de tener varios pintores entre sus residentes, e incluso un poeta.
Gideon se acercó corriendo.
—La radio no funciona, madre. Aquella señora de allí dice que están esperando que les traigan nuevas pilas.
A los huéspedes siempre les llamaba la atención la radio. Por esa razón la tenía allí Bettina. Pero la gente no tenía que saber que las muchas pilas que necesitaba el aparato para funcionar eran, para su dueña, un gasto que ella consideraba innecesario y que, por eso, nunca tocaba música.
Cuando Bettina oyó con sorpresa que el muchacho había llamado «madre» a Delafield y se dio cuenta al punto de su parecido con Faraday, se quedó helada y se le borró de la cara toda nota de color. Tras un momento de confusión, balbució la excusa de tener que distribuir los asientos de los comensales, y salió del comedor con las manos juntas y los dedos tan fuertemente apretados que hasta le causaban dolor.
¡Aquella mujer había vuelto con el hijo de Faraday! ¡Cómo se atrevía! ¿Y por qué? ¿Qué era lo que buscaba?
De repente, Bettina lo vio. «Me da la sensación de que a su albergue le va de maravilla». ¡La eterna buscona, siempre detrás del oro! Aquella mujer iba a arrebatarle el Château Hightower, reclamándolo sin duda para el hijo de Faraday.
—¡Oh, Dios! —murmuró Bettina cuando estuvo sola en el salón, tanteando la pared con la mano en busca de apoyo.
Jamás se había sentido tan aterrada. En doce años de abrirse camino para ella y para Morgana en aquel maldito desierto, Bettina se había enfrentado a toda clase de crisis y adversidades, y había logrado superarlas. Morgana estaba ahora a punto de ir a la escuela de enfermería y volvería de allí con un marido médico.
Ahora todo aquello estaba amenazado.
Bettina tenía por norma que todo el mundo tomara asiento en las comidas a la hora exacta, para facilitar un servicio más eficiente, y en el momento en que los huéspedes hubieron ocupado sus asientos en la larga mesa, el pollo asado salió de la cocina en una fuente. Mediante un trinchado cuidadoso, Bettina pudo sacar de la rolliza ave doce porciones, que fue pasando ceremoniosamente —pechuga, muslo y ala para cada fila—, diciendo: «Para el señor Crochet; para la señorita Rodale». Al final, a Elizabeth Delafield le tocó el cuello.
Gideon y otros seis niños se sentaban en una mesa aparte, con Morgana vigilando para que su comida transcurriera tranquila y ordenadamente. A ellos no les sirvieron pollo, sino abundantes platos de puré de patata y de una verdura de color verde claro que no pudieron identificar.
—¿Qué es esto? —preguntó Gideon, señalando una mustia rodaja de la verdura que tenía ensartada en su tenedor.
—¿A qué te sabe?
—A judías verdes.
—Cómetelas, pues.
Sustituir por cactus locales las hortalizas más caras había sido idea de Bettina. La chumbera, bien cocinada, tenía ciertamente un sabor parecido al de las judías verdes y, puesto que esa planta crecía abundante en el desierto, salía gratis.
Gideon puso una cara cómica, que hizo reír a Morgana. Pensó que era un chico guapo, y espabilado también.
—No te he engañado, ¿verdad? —le dijo. Y enseguida supo que tenía allí a alguien con quien disfrutaría mostrándole su desierto.
A Morgana no le importaba hacer de canguro de los niños. Le daba una sensación de familia. Aunque vivía con su tía, que era también su madrastra, Morgana siempre había sentido un vacío en su corazón que ansiaba ser llenado con el afecto de hermanos y hermanas, tías y tíos, primos…
Mientras trataba ahora de entretener a los pequeños preguntándoles de dónde venían y si habían estado antes en el desierto, miraba con frecuencia a la mesa principal, donde la palidez que advertía en torno a la boca de su tía le decía que algo la desagradaba. A Bettina parecía haberla trastornado la llegada de Elizabeth Delafield. ¿Por qué?
Mientras Bettina vigilaba que fueran retirados los platos y cubiertos de los comensales, iba tomando mentalmente nota de las peticiones de cada uno para la sobremesa. Algunos pidieron café, dos damas optaron por una copita de jerez y podía esperarse que los hombres solicitaran whisky. Se quedó atónita cuando vio que Elizabeth Delafield pedía un whisky con agua. Las mujeres no tomaban licores fuertes bajo el techo de Bettina Hightower. Estaba ya debatiendo consigo misma qué respuesta daría a semejante petición, cuando oyó que uno de los huéspedes varones, un artista de cierta fama cuya presencia en el albergue, a juicio de Bettina, aportaba a este un sello de distinción, le comentó a Elizabeth que su hijo era un «muchachito simpático». Elizabeth precisó: «Gideon tiene ya casi quince años», a lo cual declaró el artista que ella le parecía demasiado joven para tener un chico de esa edad.
Bettina se gloriaba de respetar siempre la privacidad de sus huéspedes y no andar molestándolos con preguntas. Sin embargo, cuando alguien se registraba en el albergue, siempre pedía su identificación, no porque lo exigiera la ley, ni por motivos de seguridad, sino sencillamente porque era curiosa. Le gustaba saber qué edad tenían las mujeres, cuánto pesaban, su estado marital… Y por eso ahora se puso a mirar las fichas del libro de registro en busca de detalles personales de la Delafield, aunque diciéndose a sí misma que ya sabía qué tipo de mujer era: que se aclaraba los cabellos, se depilaba las cejas para maquillárselas y pasaba hambre para adelgazar y parecer más joven de lo que era en realidad. Bettina hubiera apostado lo que fuera a que la Delafield no tenía ni un día menos de cuarenta y cinco años, mientras que pretendía aparentar treinta y nueve. Pero los permisos de conducir no mentían nunca…, y había que presentar una partida de nacimiento para conseguir uno.
Allí estaba, junto a la firma de la Delafield; año de nacimiento: 1881.
Bettina puso unos ojos como platos. ¡Elizabeth Delafield tenía cincuenta y un años! Tres más que ella misma. Y, sin embargo, aparentaba ser mucho más joven.
Allí, de pie ante el mostrador de recepción, Bettina sintió bullir en su interior un resentimiento oscuro y primario mientras le llegaban del salón voces risueñas, en las que las risas de Elizabeth Delafield se unían a las de los hombres engatusados por su ordinariez y sus modales impropios de una dama. Extendió las manos para apoyarse en el mostrador. Al otro lado de la ventana, el desierto estaba sumido en la negrura y lo barría el viento. Pasó por delante, arrastrada por él, una planta rodadora, seca, desarraigada, parda y espinosa, de camino a algún punto solitario e ignoto en el desierto.
Se formó entonces en su mente la imagen de un pozo, circular, con un techo en forma de cúpula, construido con ladrillos de barro secados al sol y oculto bajo el suelo del desierto. Oyó la voz de un hombre en aquel pozo, que pedía socorro…
Bettina hizo un esfuerzo para volver al cálido resplandor de la lámpara del mostrador de recepción, recordándose a sí misma quién era y cuáles eran su puesto y consideración en la comunidad: la dueña y propietaria del Château Hightower, el único establecimiento decente en un radio de más de ciento cincuenta kilómetros.
—¡Hmm! —murmuró, al ver que la rubia había firmado como «doctora» Delafield, un título que la situaba por encima de otros… Bettina albergaba la convicción de que solo los médicos podían titularse doctores y que en los demás casos se trataba de una pretensión falsa. ¡Y equívoca, además, porque daba lugar a confusiones!: «¿Hay un doctor en la casa? Sí, yo… Soy doctor en Literatura Inglesa…».
Habría podido tomárselo a risa, si no estuviera echando chispas por el descaro con que aquella mujer había decidido presentarse en su albergue. ¡Cómo se atrevía…! ¡Y haciendo ostentación —no cabía decirlo de otra forma— de aquel bastardo hijo suyo!
Bettina no iba a dejar que se manifestara su cólera. Era, por encima de todo, una dama, e iba a enseñarle a aquella rubia advenediza de qué pasta estaba hecha Bettina Hightower. Mientras durase la estancia en el albergue de aquella mujer, Bettina se mostraría solo como la amable anfitriona que sus huéspedes y vecinos sabían que era.
Cuando volvió al salón, se encontró a Gideon dándole las buenas noches a Morgana, que le tendía un libro y le decía:
—Aquí encontrarás todo cuanto necesitas saber acerca de los indios locales.
—Mi madre es especialista en indios —dijo Gideon con orgullo, y luego añadió—: Pero gracias por el libro. Sé que disfrutaré leyéndolo.
Morgana le dio al chico un abrazo, en un gesto impulsivo que alarmó a Bettina y la dejó helada. Aquellos dos habían congeniado desde el principio. No era una buena señal. Morgana no podía saber la verdad.
—Señora Hightower… —dijo Elizabeth—. Me preguntaba si sería posible pedir que nos trajeran a nuestra cabaña dos vasos de leche caliente. —Elizabeth había dejado sin tocar el whisky y el agua—. Lo solemos tomar todas las noches.
—Por supuesto —repuso Bettina, con una tensa sonrisa en los labios.
Ya en la cocina, mientras calentaba la leche, Bettina se fijó en una de las doncellas que preparaba una tetera para un huésped.
—Pero ¿qué haces? Has puesto cinco cucharaditas en la tetera.
—Es la norma, señora. Una cucharadita por cada taza, y una más para la tetera.
—¡Bobadas! —dijo Bettina, tomando la tetera de manos de la muchacha y sacando de dentro la cucharadita de té frívolamente añadida, para devolverla de nuevo a su lata—. Quien dictó esa norma no tuvo en cuenta que hay que ahorrar hasta el último céntimo para mantener a flote un albergue. Una cucharadita por taza es suficiente.
Bettina compraba también té barato, aunque nadie lo sabía. Cierta primavera, en los primeros tiempos del albergue, cuando fue al almacén a recoger sus suministros, había notado que Joe Candlewell se disponía a tirar unas latas de té vacías que llevaban etiquetas de marcas caras. Le preguntó si podía llevárselas, diciéndole que pensaba utilizarlas como semilleros de adorno; las trajo al albergue y, cuando nadie la veía, rellenaba con té comprado a granel las vistosas latas y subió el precio que cobraba por una taza de té, de manera que a partir de entonces sus huéspedes estaban convencidos de que bebían té importado de Darjeeling y Oolong.
Dejó por fin sobre el fogón el cazo de leche, y se preparó mentalmente para su siguiente confrontación.
Elizabeth se sentía atrapada en un dilema que carecía de solución.
Cuando su padre la repudió por haberse quedado embarazada fuera del matrimonio, se había dicho a sí misma que no le importaba. Pero cuando murió su madre pocos años después, y el señor Delafield no quiso permitir que su hija asistiera a los funerales, Elizabeth sintió muy dolorosamente su pérdida. Y luego, cuando hacía un año su padre fue hospitalizado por décadas de consumo inmoderado de alcohol, corrió a la cabecera de su lecho en el hospital. Pero incluso en su última hora se negó a dirigirle la palabra, a mirarla a los ojos. Después de fallecido él, Elizabeth se sintió sola en el mundo por primera vez en la vida. La actitud de su padre la había sorprendido y desalentado, y cuando esperaba que su sensación de soledad se calmara, se hizo aún más profunda en ella, hasta que se dio cuenta de lo terrible que era no tener familia. Aquel sentimiento, con todo, no era por ella, sino por Gideon. Si a ella le sucediera algo, su hijo se encontraría completamente solo en el mundo.
Pero no era así realmente. Gideon tenía una hermana.
El plan de Elizabeth había sido hablar de ello con Faraday, decidir entre los dos cuál era la mejor forma de abordar el tema, proponer que les dieran la noticia juntos a Morgana y a Gideon, delicadamente, con tranquilidad y comprensión. Pero, por el contrario, al llegar al albergue se había encontrado con que Faraday hacía mucho tiempo que había desaparecido de allí. Se puso a pasear por la habitación, frustrada. Gideon tenía derecho a saber que no estaba solo, que estaba unido por lazos de sangre a otro ser humano. Pero, por otra parte, ¿cómo podía decirle esto, sin revelarle todo lo demás?
Sonó un golpe en la puerta. La sorprendió encontrar a Bettina de pie allí, con una bandeja en las manos. Elizabeth había esperado encontrar a una doncella trayendo los vasos de leche.
—Tenemos que hablar —dijo Bettina bruscamente.
—Por supuesto —asintió Elizabeth.
Mientras Bettina entraba en el interior de la cabaña, Elizabeth pasó a la habitación contigua con la leche y le dijo a Gideon que estaría de vuelta en unos momentos. Volvió a la otra habitación y cerró la puerta entre ambas.
—Gracias de nuevo por la agradable cena —empezó Elizabeth, que no había tocado su cuello de pollo.
—No es que quiera presumir, pero pregunte a cualquiera y todos le dirán que nuestra mesa es la más generosa que hay entre Los Ángeles y Phoenix. Pero no he venido para mantener con usted una charla social. ¿Lo sabe el chico?
Nada de dar golpes a ciegas. Bettina necesitaba saber si aquella mujer se había presentado allí esperando sacarle dinero o para ver si su bastardo figuraba incluido en el testamento de Faraday. Tal vez incluso pudiera presentar demandas sobre el albergue, insistir en que tenía derecho legal a la mitad de los beneficios.
Elizabeth pensaba que, si Bettina se ponía más rígida aún, se le partiría la espina dorsal. Y que si esperaba enfrentarse a un conflicto de voluntades, iba a llevarse una decepción. Porque Elizabeth había ido allí simplemente a hacer las paces con Faraday, nada más. Si esto no era posible, ella y Gideon continuarían su camino.
—¿Me está preguntando usted si Gideon sabe quién es su padre? No. Quería ver a Faraday antes de decírselo.
—Entonces… ¿ese chico no sabe que Morgana es su hermanastra?
—Gideon no lo sabe —dijo Elizabeth con especial énfasis.
Hubiera querido añadir: «Y mi hijo se llama Gideon; no simplemente “ese chico”».
—Comprenda usted, señorita Delafield…, ya es bastante malo para nosotras que Faraday nos abandonara y le partiera el corazón a su hija. Si Morgana se enterara ahora de que su padre tuvo un devaneo del que resultó un hijo ilegítimo…, bueno…, no sé cómo se lo tomaría.
Elizabeth midió con la mirada a la mujer que tenía delante…, y que se tomaba tanto trabajo por mantener su apariencia y su porte —«Como si luchara por tenerlo todo bajo control», pensó—, y se preguntó si no habría algo más tras aquellas palabras que pretendían ser las de una madrastra preocupada. Bettina parecía casi dispuesta a luchar, pero… ¿por qué?
Fue entonces cuando creyó entenderlo: «He venido aquí con el hijo de Faraday… Cree que hemos venido a arrebatarle este albergue o a pedirle dinero en concepto de la herencia de Faraday a su hijo».
—Aunque no soy la madre biológica de Morgana —siguió Bettina—, yo la traje al mundo. La sostuve en mis brazos mientras mi hermana se desangraba hasta morir en el lecho donde la había parido. Yo crié a Morgana como si fuera mía, le dediqué toda mi vida. Me he sacrificado por ella y no permitiré que nadie le haga daño.
—No he venido a romper una familia y un hogar, señora Hightower. Pensé que Faraday me había invitado.
Elizabeth metió la mano en el bolsillo y sacó de él el telegrama.
Con el ceño fruncido, Bettina tomó el papel y, mientras lo leía, Elizabeth se asombró del efecto que causaba en ella. Bettina palideció. Temblaba toda ella. Y, al devolvérselo, dijo con voz trémula:
—Es muy extraño. ¿Por qué iba a querer alguien hacerse pasar por mi marido? Obviamente ha sido usted víctima de una broma cruel.
Elizabeth se quedó mirándola. «O lo ha sido usted…».
—Mire usted, señora Hightower…, yo jamás le he mentido a Gideon acerca de las circunstancias de su nacimiento. He sido sincera con él y le he dicho que su padre y yo no estábamos casados. Pero no le he revelado el nombre de su padre. Le he dicho, simplemente, que él y yo pertenecíamos a dos mundos muy diferentes, que teníamos obligaciones separadas y que nunca pudimos estar juntos. Lo cual es la verdad.
Elizabeth dobló el telegrama y lo guardó de nuevo en el bolsillo. Luego añadió:
—Mi hijo y yo tenemos la intención de marcharnos de aquí por la mañana, en cuanto podamos. Le prometo que no revelaré la verdad a su sobrina y que no volveremos nunca.