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—¿Qué le ocurre a tu frente?

—¡Calla, nena! ¡No seas maleducada!

Morgana, pensativa, se arregló el flequillo empleando los dedos para colocar en su sitio los mechones cortos de cabello castaño y asegurarse de que ocultaba nuevamente la cicatriz. A pesar de haber oído muchas veces la misma pregunta en los pasados doce años, y planteada de tantas formas diferentes —en ocasiones incluso en silencio, cuando la gente se quedaba mirándola fijamente—, todavía le causaba dolor. No porque la cicatriz la desfigurara, sino porque tenía algo que ver con la desaparición de su padre. Aquella marca era un recordatorio de que él la había abandonado.

Pero fue capaz de apartar aquel recuerdo de su pensamiento en el momento de girar el libro de huéspedes en dirección a la mujer y la niña que se estaban registrando en la recepción del Château Hightower para una estancia de tres días, porque la atención de Morgana se fijó en su tía, ocupada en disponer el arreglo de flores que adornaba la entrada principal del establecimiento.

Morgana trataba de decirse a sí misma que era solo cosa de su imaginación, pero no conseguía evitar la sensación de que Bettina estaba actuando últimamente de una forma peculiar. No era algo que pudiera advertir un extraño, y ni siquiera un conocido. Pero, puesto que Morgana llevaba doce años seguidos viviendo con Bettina, desde que desapareciera su padre, conocía muy bien a su tía.

Y algo no iba bien.

Por una parte, Bettina había cambiado su peinado y su maquillaje, se había acortado las faldas y se ponía perfume por primera vez. Morgana sabía que su tía había cumplido recientemente cuarenta y ocho años, y se preguntaba si aquello era típico de las mujeres de su edad.

Por otra parte, Bettina había empezado también a interesarse más por los huéspedes varones, en especial por los profesionales de categoría, como médicos y abogados.

Y finalmente estaba el extraño incidente ocurrido pocos meses antes con aquel geólogo de Chicago. El hombre había reservado una habitación por un mes completo, diciendo en su carta que iba a estudiar los estratos de roca locales para un artículo que estaba escribiendo. Pero se quedó solo tres días, y se despidió de repente en la mañana del cuarto.

Morgana le preguntó si había encontrado algo que no fuera de su agrado en la habitación o en el servicio. Y él había musitado algo acerca de que tenía que regresar de inmediato a Chicago. Con lo cual alejó de su mente aquel cambio… hasta que una semana después se enteró de que el hombre se había trasladado simplemente a un motel de la carretera, y de que los rumores locales hablaban de que había ocurrido algo embarazoso en el Château Hightower, que implicaba a su propietaria.

Morgana sabía ya que su tía tenía un problema de sonambulismo. Ocasionalmente, se la había encontrado de pie ante una ventana, o la había visto fuera, en el jardín, vestida con su camisón, contemplando la luna. En los primeros tiempos, Morgana le preguntaba: «¿Qué haces aquí fuera, tía?»; a lo que Bettina respondía con voz ausente: «¿Lo oyes, hija? Está suplicando que le deje salir». Morgana había aprendido que lo mejor en aquellos casos era acompañar a su tía de vuelta a la cama, porque a la mañana siguiente no recordaría nada de lo ocurrido, y Bettina habría recuperado ya su personalidad sólida y nada dada a boberías.

¿Habría sido algo semejante lo ocurrido con el geólogo? ¿Habría sufrido tía Bettina uno de sus ataques de sonambulismo que, por desgracia, la hubiera conducido a la habitación de un huésped? El joven geólogo pudiera haber malinterpretado aquel hecho, y a eso habría podido deberse su apresurada marcha.

Y, por último, el incidente con la pobre Polly Crew, una de las doncellas, a la que Bettina acusó de mantener relaciones impropias con un huésped. Morgana no podía dar crédito a aquello tratándose de Polly, y se preguntaba de dónde habría sacado su tía semejante información. Su estallido asombró a todo el mundo porque Bettina le dio a la muchacha una severa reprimenda delante del personal y de los huéspedes.

Morgana se preguntaba ahora si habría algo por lo que debiera preocuparse. Pero, aun el caso de que sí lo hubiera —decidió mientras tendía a la mujer la llave de una habitación—, ahora ya no podía hacer nada. Dentro de una semana, Morgana dejaría Château Hightower para no regresar en tres años.

Esta había sido la causa de la distracción de Morgana, por lo que no había oído a la pequeña cuando le preguntó por la cicatriz de su frente. Se debatía ante un dilema que carecía de solución. La idea de que iniciara una carrera de enfermería de tres años de duración en un centro docente hospitalario había sido iniciativa de Bettina, en tanto que Morgana, por su parte, acariciaba el sueño de continuar la obra de su padre. Deseaba realizar estudios sobre arqueología india, y unirse al grupito de investigadores dedicados a conservar los restos de una cultura en trance de desaparecer. Pero Morgana se sentía en deuda con tía Bettina, que la había educado y se había sacrificado por ella. Tuvo que haberle resultado difícil —se decía Morgana a sí misma—, porque su padre desapareció poco después de que él y Bettina contrajeran matrimonio —eran unos recién casados, de hecho— y Bettina se quedó sola con una hija a su cuidado.

Morgana había sido educada para ser una señorita, obediente y callada. Por consiguiente, leyó concienzudamente los libros de enfermería, anatomía y fisiología que Bettina le había comprado, y aprendió de ella a realizar vendajes, manejar una jeringuilla y dispensar medicamentos, para que Morgana entrara con buen pie en la facultad. Pero sabía también que, aunque Bettina desearía que volviera al concluir sus estudios para ayudarla a llevar el albergue, esperaba asimismo de ella que se ocupara de la atención médica y de las necesidades sanitarias de la comunidad. Era consciente de que Bettina la veía como una «enfermera domiciliaria», que sería bien recibida en los hogares de los enfermos y heridos. Pero aquella perspectiva deprimía a Morgana, que prefería verse conversando con los ancianos indios y poniendo por escrito sus relatos y mitos.

Aquel conflicto interior la acompañaba noche y día.

Cada vez que se adentraba sola en el desierto, su espíritu turbado pugnaba por liberarse. Por la noche, se levantaba de la cama y se escabullía al desierto, donde la luna iluminaba partículas de cuarzo y de mica que destellaban bajo sus pies, y los arbustos de jarilla y de salvia desprendían fuertes aromas en el aire caliente. El silencio era tan absoluto, que imaginaba poder oír el cuerpo de la luna al deslizarse por el negro firmamento y navegar de horizonte a horizonte. En aquellos momentos, su sensación de libertad era extrema y completa. Las estrellas fugaces del cielo, comunes en el desierto, parecían invitarla a una carrera. «Corre con nosotras», le susurraban, y Morgana se quitaba los zapatos y echaba a correr por la arena igual que una estrella.

El desierto la llamaba, con sus misteriosos petroglifos, puntas de flecha y vestigios de un pueblo que había vivido y muerto mucho tiempo atrás. Morgana odiaba reconocerlo, pero no le hacía ninguna gracia la idea de ocuparse de personas enfermas. El mero hecho de que su padre hubiera sido médico no entrañaba que ella tuviera en sí esa inclinación. Morgana tenía ya veintidós años; no era ninguna niña… Pero también tenía presente aquella deuda con su tía que la impulsaba a darle satisfacción.

Por consiguiente, de allí a una semana, Morgana se instalaría en una residencia de estudiantes que sería su hogar en los siguientes treinta y seis meses, y donde se consagraría a la realización de un sueño que no era el suyo propio.

Bettina captó la expresión del rostro de su sobrina y supo exactamente qué era lo que ocurría en su interior. Morgana no quería marcharse. Pero Bettina había tomado una decisión. Una decisión que formaba parte de un plan cuidadosamente elaborado.

Bettina llevaba un anillo de bodas y firmaba con el apellido Hightower. Cuando le preguntaban por su marido, solía decir que, transcurridos ya doce años, debía de estar muerto, pero que se negaba a considerarse viuda hasta no tener una prueba. «Nunca he perdido la esperanza de que cualquier día Faraday entre por esa puerta».

La verdad era que rara vez le dedicaba un pensamiento a Faraday pero, cuando lo hacía, en las solitarias noches del desierto cuando el viento gemía a través de los álamos y los coyotes aullaban demasiado cerca del albergue, o cuando descendía sobre el desierto un silencio sobrenatural y Bettina sentía como un hormigueo en la nuca y que su corazón se aceleraba sin razón alguna…, en esas noches hacía una pausa en cualquier cosa que tuviera entre manos, se ponía a mirar por la ventana la infinita negrura que parecía extenderse hasta la eternidad insondable, y se sentía recorrida por un subrepticio y helado presentimiento. Contenía entonces la respiración, lista para escuchar, y se preguntaba si en cualquier momento sus ojos presenciarían una aparición emergiendo de las profundidades negras como la tinta de la noche.

«Debió de yacer en aquel pozo durante días, hasta morir lentamente de sed, de hambre y de dolor…».

Y en el instante mismo en que pensaba que el corazón iba a helársele en el pecho y moriría en el acto, tosía, se movía, respiraba profundamente, decía algo en voz alta y obligaba a su memoria a encerrarse en su mazmorra mental diciéndose que Faraday la había abandonado por una quimera que lo había impulsado a partir egoístamente hacia México. Solo así su pulso recobraba la normalidad y la noche volvía a ser de nuevo simplemente la noche.

Ahora Bettina hizo una pausa para mirarse en el espejo de delante del mostrador de recepción, en particular sus cabellos, para cerciorarse de que no se le notaba el postizo. Su expresión era «indulgente» estos días, desde que había sorprendido cierta conversación de un operario quejoso, al que acababa de despedir, en la que este se refería a ella llamándola una «perra insensible». Aunque no fuera cierto, si tal era la apariencia que ofrecía, aquello no era bueno para la dueña de un albergue.

Por ese motivo había tomado el tren para Banning para adquirir en secreto revistas de cine y folletos sobre consejos de belleza y feminidad. El primer problema que tenía que resolver era su pelo, que se estaba quedando escaso. Bettina estaba familiarizada ya con esos adminículos para el cabello denominados «postizos» que, ocultos bajo el propio pelo, daban al peinado una plenitud juvenil. Pero no veía qué necesidad podía haber de pagar semejante gasto, cuando era más barato guardar los cabellos que se le quedaban en el cepillo y rellenar con ellos una especie de media, que después cosía en forma de salchicha. El formar luego rizos y bucles sobre estos postizos le daba, en su opinión, una apariencia rejuvenecida.

Había trocado asimismo sus blusas blancas y sus faldas de lana oscuras por vestidos de algodón de tonos rosas y azul pálido, con mangas vaporosas y faldas a media pierna. Su lápiz de labios pasó también del rojo al rosa. Ahora nadie podría decir de ella que era una perra insensible o algo parecido.

Aquella mañana, ante el espejo, sus cabellos estaban perfectos. No se advertía la más mínima señal de postizo bajo los rizos.

Pero ahora frunció el ceño al recordar que su pelo era el menor de sus problemas. Las menstruaciones de Bettina se habían vuelto irregulares. Padecía sofocos, mareos e insomnio. Había ido a ver a un médico en Riverside, donde nadie la conocía, y este le había dicho:

—Está usted, sencillamente, en esa etapa de la vida, señora Hightower.

—¿Qué etapa?

—La menopausia.

La palabra le había sentado como un martillazo. Estaba familiarizada con ella y con el fenómeno al que aludía, pero siempre le había parecido algo que les ocurría a otras mujeres, a las mujeres viejas.

Menopausia. No era propiamente una pausa: era la muerte. La parte femenina de ella —la parte sexual— se estaba muriendo. Y, de pronto, aquello la aterrorizó. El médico había hablado en tono práctico, recetándole un reconstituyente y diciéndole, solo, que tenía que «apechugar con ello». Para Bettina fue como si le hubiera dicho que padecía un cáncer terminal.

Se había sentado, aturdida, en la estación del ferrocarril, y había dejado pasar dos trenes que volvían a Banning, de manera que cuando llegó al albergue era casi medianoche y su sobrina estaba angustiada por la preocupación. Bettina le había asegurado a Morgana que todo estaba bien, que se había encontrado con unos amigos y había cenado con ellos, olvidando lo tarde que era, y que Morgana no tenía ningún motivo para inquietarse. Pero aquella noche Bettina había permanecido tendida en la cama, esperando un sofocón, esperando que su cuerpo la traicionara, sintiendo secas sus entrañas: el vientre que nunca había engendrado un hijo, aquel himen intacto. ¡Virgen a los cuarenta y ocho años! Aquel pensamiento la llenó de vergüenza e ira.

Bettina había pasado despierta toda aquella noche y hasta las primeras horas del alba, maldiciendo su suerte, maldiciendo al cochero que la engendró, maldiciendo a su madre, a Faraday, a Abigail y a Dios, hasta que, cuando los primeros rayos del sol atravesaron sus cortinas, se sintió exhausta, pero resignada. Si las cosas eran así, que fueran. Aceptaría esta nueva adversidad de la misma manera que había aceptado las otras: con dignidad y con valor. Además, solo ella sabía que era una solterona seca. Para el resto del mundo, era esposa y madre.

Pero ahora había llegado el momento de pensar en sus años dorados.

Bettina había elaborado a fondo su plan, cultivando la amistad de personas influyentes que podrían enviar cartas de recomendación al hospital de Loma Linda, en especial por si consideraban allí que la educación de Morgana era, como mucho, sumaria. Pero la habían admitido allí y, una vez que Morgana hubiera completado la carrera de enfermería, podría unirse el grupo de las llamadas «enfermeras de Ellen White», que atendían desinteresadamente a miles de personas necesitadas en Los Ángeles, proporcionándoles tiempo y alimentos (lo cual redundaría en beneficio de la propia Bettina, puesto que mostraría a todos que había educado a su sobrina para ser una buena cristiana), después de lo cual Morgana regresaría a Twentynine Palms para cuidar de Bettina en su vejez. Con la ventaja adicional de que, como era bien sabido, las enfermeras solían casarse con médicos. Bettina, pues, disfrutaba ya imaginándose los tés y las recepciones que ofrecería para la nueva pareja formada por su hijastra Morgana y su futuro esposo médico, lo que, de paso, le permitiría a ella reinar sobre la sociedad elegante, como el destacado miembro de ella que ya era.

Sabía que esto no era lo que deseaba Morgana, pero la muchacha no se atrevía a desafiarla. Un atizador al rojo vivo en la frente doce años atrás había servido para quitarle cualquier atisbo de desobediencia. Morgana había crecido sumisa y complaciente. Bettina estaba incluso asombrada de lo bien que le habían ido las cosas, después de todo.

Mientras cruzaba el comedor del albergue, sonreía a las damas y los caballeros sentados allí, que disfrutaban de los dulces especiales de Bettina servidos en vajilla de porcelana y en manteles de hilo. Porque el simple hecho de estar uno en el desierto no era excusa para mostrarse poco civilizado.

Bettina se había tomado mucho trabajo en cultivar su respetabilidad y posición en aquella comunidad del desierto. Se aseguró de que todo el mundo supiera que provenía de una familia bostoniana de noble alcurnia y sólida fortuna. «Los Liddell son lo más próximo a la nobleza que existe en América», les decía a los huéspedes que le preguntaban educadamente de dónde venía (pues su acento de Boston la delataba como forastera). Ninguno tenía la más mínima sospecha acerca del cochero… Ni siquiera Morgana sabía la verdad acerca del padre de su tía, lo cual le dio a Bettina total libertad para inventarse a sí misma. Dejaría entrever, sin parecer pretenciosa, que su familia descendía de los puritanos ingleses llegados a América en el Mayflower; haría pequeñas alusiones a su prestigio en el seno de la organización de las Hijas de la Revolución Americana… El hecho de que ninguna de estas cosas fuera cierta no la arredraba en absoluto. La herencia era meramente un capricho del nacimiento. Además, las mentiras «blancas» no hacen daño a nadie y ella sospechaba incluso que a sus huéspedes y vecinos les agradaba la idea de tener entre ellos sangre azul norteamericana…

Bettina se aseguraba también siempre de que sus huéspedes dieran la talla requerida. Al principio había proscrito como posibles residentes en su albergue a la gente del cine, considerándolos inferiores en la escala social a los braceros y los inmigrantes. Pero cada vez eran más numerosas las estrellas del cine que acudían al desierto en busca de sol y diversiones, que ponían en marcha una nueva industria llamada el «turismo», la cual estaba transformando el vecino valle de Coachella en un marco a propósito para los fines de semana, y Bettina comprendió el atractivo que tendría la presencia de los cineastas para que quienes escapaban de la ciudad buscaran alojarse en su albergue con la esperanza de encontrar allí a alguna celebridad; por lo que, finalmente, decidió que valía la pena darles la bienvenida. De hecho, las estrellas del cine no se presentaron. El albergue Hightower carecía de piscina, pistas de tenis o campo de golf, y Bettina no estaba dispuesta a permitirse ese gasto. Sin embargo, para elevar la categoría de su establecimiento, le cambió el nombre por el de Château Hightower, dando a entender en sus folletos de publicidad que las celebridades no iban allí a dedicarse a actividades al aire libre, sino a descansar, de incógnito, de la agotadora tarea del rodaje; con lo cual los turistas siguieron acudiendo con la esperanza de descubrir allí a Jean Harlow o a Clark Gable, dándole así un motivo para subir los precios. Un atisbo de una celebridad no podía salir demasiado barato…

Bettina decidió, pues, que lo estaba haciendo estupendamente bien. El albergue prosperaba. Ella era una mujer respetable. No había peligro de que Faraday volviera para aguarle la fiesta. Y Morgana iba a ser enfermera y se casaría después con un médico. Nada absolutamente, ni nadie, podría estropear el perfecto plan de Bettina.

Morgana estaba ordenando las postales que se ofrecían a la venta en el mostrador de recepción cuando, al mirar por la ventana, vio en el jardín de los cactus a cuatro grandullones que se estaban ensañando con un chico más pequeño que ellos. Cuando vio que lo derribaban y que le habían hecho sangrar, salió corriendo de la recepción, dio cuatro gritos a los muchachos —cuatro bravucones locales, que escaparon corriendo enseguida—, y se arrodilló luego junto a su víctima.

El pequeño tenía un corte en la frente, causado por una pedrada.

Morgana lo ayudó a ponerse de pie y le aplicó un pañuelo limpio en el corte.

—Vamos, vamos… —dijo, cuando vio lágrimas en los ojos del chico—. No les hagas caso. Son unos cobardes por meterse con alguien mucho más pequeño que ellos.

—Tengo catorce años —dijo él, para sorpresa de Morgana. Habría dicho que tenía doce como mucho—. Y cumpliré quince dentro de unas semanas. ¿Estoy malherido?

—En absoluto. Te pondré algo ahí, y quedarás como nuevo.

—¿Es lo que te ocurrió a ti? —preguntó señalando la frente de la joven.

Ella sonrió.

—Más o menos —dijo, aunque en realidad no recordaba el accidente que había dado origen a su cicatriz. La señora Candlewell le había dicho que había tropezado y se había caído contra una estufa caliente cuando tenía diez años, pero Morgana no conservaba ningún recuerdo de aquello—. Vamos dentro —le dijo, resistiendo su primer impulso de tomarle la mano porque, si iba a cumplir pronto quince años, no querría ser tratado como un niño pequeño.

Cuando se volvían hacia la puerta de entrada, apareció una mujer que lucía un elegante sombrero sobre sus cabellos asombrosamente rubios.

—Hola —saludó a Morgana—. Soy Elizabeth Delafield. Veo que ya ha conocido usted a mi hijo Gideon…