61

Cuando Faraday volvió en sí estaba exhausto y apenas tenía fuerzas para levantar la cabeza. Reinaba aún la oscuridad en la kiva. ¿Cuánto tiempo había estado inconsciente? ¡Qué sueño tan extraordinario! Lo había sentido tan real…: las anchas carreteras, el ejército de los jaguares, el Señor de la Noche en aquel alto trono en que lo transportaban, el hombre al que llamaban el Desnarigado ejecutado en un árbol, las bellas tinajas para agua de lluvia, el concurrido mercado, las aves exóticas en sus jaulas, el xocolatl y todas aquellas personas llamadas Hoshi’tiwa, Ahoté, Moquihix, Chacal… Faraday se sentía como si hubiera pasado toda su vida en el Lugar del Centro, como si hubiera saboreado nequhtli y sentido en su cuerpo el calor, la esperanza y la desesperación del alcohol.

¿Lo habría imaginado todo?

Tenía que ponerlo por escrito. Recuperando fuerzas con agua y galletas, cambió de postura para ponerse más cómodo —el dolor de su pierna se había transformado ahora en una sensación punzante constante—, tomó la pluma y comenzó a escribir rápidamente, antes de que los detalles desaparecieran de su mente.

¡He resuelto el misterio de Chaco Canyon! ¡Solo a mí se me ha revelado la respuesta! Esas carreteras que ningún hombre puede explicar hoy, los pozos llamados kivas, el canibalismo, la enigmática piedra roja situada en el centro de la plaza…

Escribió frenéticamente, venciendo el dolor, la sed y la extenuación, y cuando llegó al final de la historia de Hoshi’tiwa, dejó la pluma para dar un descanso a su mano y se dio cuenta, sobresaltado, que la anciana india se hallaba en el interior de la kiva con él.

La mujer se sentó en el banco de piedra, dando continuas caladas de su pipa.

—Ahora que ya conoces la historia de Hoshi’tiwa y de mi pueblo, Pahana, puedo hablarte de la sabiduría que viniste a buscar.

Faraday escuchó. En aquella cámara en forma de colmena, construida con antiguo ladrillo y argamasa, entre el polvo de siglos y en la penumbra del pasado, la anciana hablaba. Su voz era como una salmodia sostenida en el aire. Impartía saber. Iluminaba a Faraday con sus visiones. Cuando le planteaba preguntas, ella le respondía. Juntos conversaron a través del dolor de él y desde el alba hasta que el sol alcanzó el cénit de su curso y Faraday empezó a sentir el calor sofocante en el interior de la kiva; y cuando ella llegó al final de lo que tenía que explicarle, él rompió a llorar, emocionado.

—Adiós, Pahana —le dijo y, sin más, desapareció ante sus propios ojos.

Faraday tomó nuevamente la pluma y se puso a escribirlo todo mientras lo tenía aún fresco en su mente. Estaba haciéndolo cuando oyó ruido de ruedas de carreta. «Un momento…, oigo el crujido de ruedas que se acercan —escribió—. ¡Cascos de caballos! Viene alguien. ¡Estoy salvado!».

Dejó a un lado la pluma y gritó:

—¡Estoy aquí! ¡Aquí abajo!

Observó, expectante, cómo bajaban una escalera y descendía por ella quien lo rescataba: primero unas botas altas de mujer, después una falda pantalón de color caqui, un ancho cinturón de cuero y una blusa blanca de manga larga.

—¡Bettina!

Ella se le acercó y le dio a beber agua, que Faraday tragó ávidamente. Cuando este le preguntó cuánto tiempo llevaba allí abajo, Bettina le dijo:

—Dos días, Faraday.

—¡Gracias sean dadas a Dios todopoderoso por haber hecho que dieras conmigo! Necesitaré ayuda para salir de aquí, porque me he roto la pierna.

—Sí, ya sé. —Se apartó de su lado y fue a sentarse en el banco de piedra, no sin haberlo limpiado antes con un pañuelo—. Actuabas de una forma tan misteriosa y se te veía tan animado, que un día te seguí a escondidas. Te sentaste junto a la Roca del Rayo, y estuviste hablando en voz alta contigo mismo. Luego volviste a casa y buscaste una escalera. Después de que me echaste de casa, vine hasta este agujero, aproveché la escalera para bajar un poco por ella y serré un peldaño…

Faraday miró al lado y notó entonces lo que no había visto antes: el peldaño roto no estaba partido, sino limpiamente serrado.

—Haber tenido que construir una cabaña para vivir me enseñó muchas cosas, Faraday: entre otras, el uso de una sierra. Ha sido tu irresponsable estupidez lo que te ha llevado a esta situación. Permitiendo, primero, que te estafaran tu fortuna. Dejando después que nos echaran de nuestro hogar. De no haber ocurrido nada de eso, yo hubiera seguido llevando la vida de una mujer bien educada, en lugar de convertirme en la mujer de un vulgar granjero, con callos en las manos.

—No te entiendo… ¿Por qué querías que me cayera?

—Necesitabas una lección. Necesitabas darte cuenta de lo vulnerable que eres. Quería humillarte.

—¡Y he sido humillado! —declaró Faraday con apasionamiento—. He aprendido la lección. ¡Oh, Bettina…! ¡Te compensaré! ¡Ayúdame a salir de este agujero y comenzaremos de nuevo! Tenemos muchísimas cosas que compartir… ¡He aprendido los secretos más asombrosos!

Estaba ansioso por regresar al mundo de los hombres, conocer a eruditos y clérigos y compartir el mensaje de la anciana.

Pero Bettina se limitó a mirar a su alrededor, con las manos juntas en su regazo, y a decir:

—Tengo algo que decirte, Faraday.

Su voz sonaba extraña y tenía crispada la expresión de su rostro. Ni siquiera le preguntó a Faraday qué era aquel lugar subterráneo en que estaban.

—La verdad acerca de mi padre… —siguió—. Mi hermana no debería habértelo dicho. No obró bien. Y, después de la humillación que me hiciste sufrir la otra noche, no es justo que yo deba soportar más.

—Lo siento mucho, Bettina. Pero te compensaré. Escucha… he vivido la epifanía más milagrosa aquí abajo. Se me han revelado los secretos del universo…

Bettina lo hizo callar con un gesto.

—Abigail no tenía ningún derecho a hablar de mis orígenes. Del desliz de mi madre con el cochero. No debía haber divulgado esa información ante ti.

—Lo lamento mucho —repitió Faraday y, prometiendo de nuevo compensarla, le pidió su ayuda para subir por la escalera. Al ver que ella no se movía, le dijo con enojo—: Si no quieres ayudarme, no importa. Le dejé a Morgana un mapa del lugar adonde me dirigía.

—¿Te refieres a esto, Faraday? —Bettina había bajado a la kiva con una gran bolsa de lona colgada del hombro. Metió la mano en ella y sacó de dentro un sobre que a él le resultó familiar—. Lo encontré entre las cosas de Morgana cuando la llevé de nuevo a casa, después de recogerla de la de los Candlewell.

¡El mapa! Bettina lo hizo trizas ante las narices de Faraday, mientras este miraba impotente cómo caían al suelo de la kiva, como copos de nieve, los restos de su última esperanza de entrar en contacto con el mundo exterior.

—¡Me hacías tan poco caso, Faraday…! Yo le decía a la gente que era tu esposa, y tú no te enterabas siquiera.

—¿Por qué tendrías que hacer algo así? —le preguntó él.

Le daba vueltas la cabeza. Se sentía confuso. ¿Por qué no salían de allí?

—El que eso todavía te extrañe es una prueba más de tu contumaz estupidez. Tenía que darme a mí misma una respetabilidad que ciertamente no iba a lograr de ti.

—Jamás te ha faltado respetabilidad, Bettina. Formábamos una familia. Y, además, te recuerdo, en mi defensa, que siempre pensé que ibas a casarte con el señor Vickers… ¡Por más que finalmente me entero de que jamás existió! Ayúdame ahora, por favor, y salgamos de aquí. Mi pierna necesita cuidados.

—¡Si serás imbécil…! —exclamó ella en voz baja—. ¿Realmente pretendes hacerme creer que pensabas que existía de veras un señor Vickers? ¿No se te pasó por la mente en todos estos años que era extraño que solo viniera a visitarme cuando tú estabas fuera, o que Morgana nunca lo hubiera visto? ¡No, Faraday…! En el fondo de tu corazón, tú no querías saber la verdad a propósito del señor Vickers porque te resultaba una excusa cómoda para dejarme sola y desdeñarme.

Faraday se quedó mirándola horrorizado, dándose cuenta de que lo que decía era cierto.

—Tengo treinta y seis años, Faraday —prosiguió Bettina con una calma glacial—. Sigo siendo virgen. No tengo ninguna esperanza de llegar a conocer algún día el amor de un hombre porque, si alguna vez tuve cierto atractivo, este se perdió con mi juventud. El desierto, el sol y los años de duro trabajo contigo han dejado su marca en mi cara y en mis cabellos. No se me oculta el hecho de que aparento más edad de la que tengo. Aun así, me salvaré porque le he dicho a Morgana que tú y yo nos casamos mientras ella estaba con los Candlewell. Le he dicho que ahora soy su madre, en lugar de una tía. No deberías haber vendido tu odiosa colección de cerámica para darme dinero con el que marchar. Porque ahora pienso emplearlo en construir mi albergue.

—¡Por amor de Dios…!

—Tuve que pensar mucho para decidirme acerca de esto —dijo Bettina, al tiempo que metía la mano en uno de los profundos bolsillos de su falda pantalón—. Sabía que hubiera podido venderlo por una buena cantidad de dinero. Pero entonces me di cuenta de que este objeto y yo no podríamos existir juntos en el mismo mundo. Que jamás viviría feliz sabiendo que todavía existía.

Levantó la mano para que Faraday pudiera ver lo que llevaba en el bolsillo, y los ojos de él se abrieron desmesuradamente por la sorpresa y la incredulidad.

Era un fragmento de la olla dorada.

—Estrellé contra el suelo ese odioso cacharro, Faraday —dijo, volviendo a guardar en el bolsillo el pequeño fragmento—. Lo hice mil pedazos y conservé solo uno de ellos como recuerdo de mi victoria sobre tus indios. Viviré muy bien siendo tu viuda y con Morgana como hija mía.

A Faraday se le hizo un nudo en la garganta. Deseaba llorar por la pérdida de su hermosa olla para el agua de lluvia.

—La gente notará mi ausencia. Me buscarán… —dijo.

—Ya he empezado a hacer correr la voz de que has partido para una larga expedición en México, buscando a tus chamanes.

El pánico se apoderó de él.

—Escucha, Bettina…, quiero casarme contigo.

—No nos insultes a los dos con mentiras, Faraday. Es impropio de ti.

—No es ninguna mentira. Había decidido ya, antes de que llegaras, que me casaría contigo.

Ella le dedicó una larga y especulativa mirada, durante la cual el corazón de Faraday dio su último latido de esperanza, porque Bettina añadió a continuación:

—¿De verdad piensas que yo podría ser tu esposa después de todo lo que ha ocurrido? ¿Compartir tu cama? Estás loco, Faraday…, como dice todo el mundo. Además, yo ya he dicho a la gente que tú y yo estamos casados, así que tu ofrecimiento es inútil. Cosecharé todos los beneficios de ser tu esposa, y ninguna humillación. Seré una respetable viuda.

—¿Viuda? —repitió él en voz baja.

Por fin comprendió lo que su corazón sabía ya desde hacía un buen rato: que Bettina pretendía abandonarlo y dejar que muriera allí. ¿Sería posible? Ahora que había recibido aquella sabiduría que había ido a buscar tan lejos, ¿morirían con él todos sus secretos?

—Eres un completo insensato —le espetó amargamente Bettina—. Tu vida ha sido toda ella quimeras y castillos de arena. Incluso elegiste el nombre de tu hija por un espejismo. Aun así, yo te quería. No tienes ni idea de lo que he luchado para retenerte, Faraday… Aquella buscona rubia, por ejemplo, la que se presentó en Casa Esmeralda…

Él se quedó mirándola.

—¿Elizabeth Delafield? ¿Vino a casa? ¡Por amor de Dios! ¿Por qué no me lo dijiste?

—Conozco a esa clase de mujeres, Faraday. Codiciosas. Siempre tras el dinero. No era digna de ti. ¡Vistiendo pantalones como un hombre! Le dije que era tu mujer.

Sus palabras dejaron atónito a Faraday.

—¡Dudo mucho de que te creyera!

—Por extraño que parezca, tenía la impresión de que yo era tu ama de llaves. ¿Es eso lo que le decías a la gente? ¿Que era una sirvienta?

—Elizabeth jamás creería que la había engañado —dijo Faraday con un hilo de voz.

Después se pasó la mano por el rostro. ¡Dios santo! ¿Qué debió de pensar Elizabeth? ¿Pudo creer de veras que la había engañado? Pero entonces recordó cuán fácilmente había pensado él que ella le había vuelto la espalda…

Faraday cerró los ojos. ¡Elizabeth…! No lo había despreciado, después de todo, pero estaría en aquellos momentos en algún lugar del mundo, convencida de que él la había traicionado. Y que sus ratos de intimidad habían sido actos de adulterio… ¿O estaría muerta tal vez? ¿Fue ese el motivo de que oyera su voz llamándolo en la Roca del Rayo? Y ahora ya no quedaba ninguna esperanza de aclarar alguna vez la verdad…

Trató de moverse. Allí estaba la escalera, fuerte e intacta, elevándose hacia la libertad. Pero su cuerpo le falló.

—¡Si Elizabeth me hubiera escrito, al menos…! —gimió.

—Te escribió, Faraday. Llegó una carta para ti a los tres meses de su visita. Me tomé la libertad de abrirla…

—¡Dios bendito! ¿Es que tu crueldad no tiene límites?

—Conservé la carta. Pensé que tal vez algún día me sería útil tenerla a mano. ¿Te gustaría leerla?

Le tendió un sobre en el que figuraban su nombre y dirección —Doctor Faraday Hightower, Casa Esmeralda, Palm Springs, California— escritos de puño y letra de Elizabeth. Faraday temblaba cuando la abrió y leyó:

Mi querido Faraday, tus cartas me confundieron y no respondí de inmediato porque necesitaba reflexionar. No sé qué pensar de la situación. Yo te creí, Faraday, cuando me dijiste que eras viudo. Y quizá aún te creo. Pero la mujer que se presentó a sí misma como tu esposa lo hizo de la forma más convincente; de ahí mis dudas. Y luego la pequeña, llamándola mamá… Comprende mi dilema. Pero ahora te escribo no por mi confusión ni porque se hayan despejado mis sentimientos heridos, sino porque lo considero mi deber. Porque tienes derecho a saber la verdad.

Estoy esperando un hijo tuyo, Faraday. No quiero ninguna ayuda tuya en dinero, ni apoyo de ninguna otra clase. Voy a dejar la universidad. Si me buscaras, no me encontrarás. Informé de mi estado al decano de mi facultad, y él me despidió de inmediato. Dejo, pues, la universidad con deshonor. No puedo volver a casa con mi familia, pues mi padre no querrá saber nada de mí ahora. Debo arreglármelas yo sola. Adiós, Faraday. No lamento el tiempo que pasamos juntos, pensaré siempre en ti con cariño, y espero que encuentres a tus chamanes.

Faraday miró fijamente a su implacable cuñada.

—¿Cómo pudiste mantenerme esto oculto? —murmuró con voz ronca.

«¡Elizabeth llevaba un hijo mío! —pensó. Cerró los ojos—. ¿Y si murió en el parto? ¿Y si ahora su espíritu siguiera aquí cerca?».

—No quise que se interfiriera en los planes que yo tenía para ti —dijo Bettina. Después se puso en pie—. Tengo que volver. Mi hija estará esperando la cena.

Él la miró espantado.

—No puedes estar pensando en dejarme aquí abajo.

—Lo que no puedo es tenerte en mi vida, Faraday. Tú perteneces a esto, a tu mundo indio.

—¿Serías capaz de privar a Morgana de su padre? —le gritó.

—Ella te olvidará con el tiempo.

—¡Pero eso es una crueldad para la niña! Creí que la querías.

—¿Quererla? Morgana no ha sido para mí más que una molestia. La tolero, Faraday. Nada más.

—Sin embargo, cuando sufrió aquella septicemia y pensaste que se estaba muriendo, te mostraste desesperada…

—Porque la niña era lo único que nos mantenía unidos a ti y a mí. Sin ella, ya no hubiera habido ninguna razón para que yo siguiera contigo. Morgana era mi seguro. Ahora me dará respetabilidad. Ella me conferirá la condición de madre. Y ya nadie me tendrá lástima por ser una solterona sin hijos. Una mujer que se quedó para vestir santos, como dicen. Pero no te preocupes, Faraday… Mientras Morgana sirva para mis fines, la alimentaré, la vestiré y la instruiré para ser una dama. Y, cuando llegue el momento, me cuidaré de que haga una buena boda, para no tener que ocuparme más de ella el resto de mi vida.

En el tono frío y sin amor de Bettina, Faraday vio la frialdad y la falta de afecto que rodearían la vida de su hija.

—¡Dame una segunda oportunidad! Soy un hombre distinto.

Ya con el pie en el primer peldaño de la escalera, Bettina se volvió y dijo:

—Y yo soy una mujer diferente. Ya no te amo, Faraday. —Hurgó en el interior de su bolsa de lona y sacó de ella un objeto que arrojó al suelo—. Iba a tirar este objeto abominable, pero luego decidí dártelo como recuerdo. Un detalle para que te acuerdes de tu fulana rubia.

Mientras ella subía ya por la escalera, Faraday buscó algo que pudiera decirle para hacerla cambiar de idea.

—Esto es un asesinato, Bettina. ¿No te preocupa en absoluto tu alma inmortal?

Ella hizo una pausa y miró abajo con una extraña luz en los ojos.

—Mi alma inmortal se condenó hace mucho…

Su tono frío heló hasta los huesos a Faraday.

—¿De qué estás hablando?

—A bordo del SS Caprica, la noche en que Morgana nació. En cuanto saliste del camarote para registrar el nacimiento en el diario de a bordo, Abigail dijo que algo iba mal. Me pidió que saliera corriendo para que regresaras. No lo hice. Suponía que entre tú y el médico del barco podríais salvarle la vida, y por eso me tomé mi tiempo. Me senté y estuve esperando hasta que casi no le quedó más que un hilo de vida, antes de ir a buscarte.

Faraday pudo a duras penas formar las palabras en sus labios.

—¿Que tú… dejaste morir a Abigail?

—Te quería para mí, Faraday. Yo era la hermana mayor; hubiera debido ser la primera en casarme. Pero era solo la hija bastarda del cochero, ¿no? Abigail era la favorita…, tenía que salirse con la suya. Así que decidí apartarte de ella.

»Te he dejado algo de agua, Faraday, para que te dé tiempo para pensar un rato sobre lo que te he dicho. Ahora tengo que irme. Va a venir un arquitecto de Los Ángeles y hay un millón de decisiones que tomar. Pienso transformar nuestra casa en un albergue.

La incredulidad de Faraday se desvaneció mientras la furia estallaba dentro de él. Una furia mucho más fuerte que la causada por cualquier bebida estimulante o droga. Ya no se sentía débil, ni sediento, ni dolorido: sintió que una fuerza surgía a través de su cuerpo. Cuando Bettina comenzaba a subir la escalera, Faraday extendió el brazo y la agarró por el tobillo.

—¡Suelta! —le gritó.

Sacudió la pierna para liberarla. Él tiró con más fuerza, lo que hizo que Bettina se soltara y fuera a caer al suelo de tierra, desplomándose de espaldas al lado de Faraday. Este, entonces, la agarró por los cabellos. Su cuñada se soltó chillando y se puso a golpearlo en la cabeza y los hombros.

Tras lograr sacudírsela de encima, Faraday buscó a tientas por el suelo un arma, algo que le sirviera para golpearla. Sus dedos encontraron su pluma. Levantó la mano todo lo que le fue posible y la bajó enseguida con la punta por delante.

—¡Te mataré! —gritó.

Pero Bettina rodó sobre sí misma y desvió el golpe.

Después se puso en pie tambaleándose, se plantó encima de él y empezó a darle puntapiés con su bota. Finalmente inició otra vez la subida por la escalera.

De pronto la mano de Faraday salió disparada y le agarró de nuevo el tobillo haciéndola perder el equilibrio. Esta vez la mujer chocó contra la pared de la kiva, e hizo caer una nube de polvo y de pequeños escombros desde la parte superior del techo.

Faraday consiguió apoyarse sobre una rodilla. El dolor de la pierna le arrancó un grito. Pensó que iba a desvanecerse. Pero su mano asió el peldaño final de la escalera. Tiró de él para levantarse.

Bettina lo agarró por el cuello de la camisa y lo empujó hacia atrás con las dos manos. Faraday trató de aferrarse a ella y le desgarró la blusa, mientras ella le clavaba las uñas en el rostro y le marcaba unos profundos arañazos. Cayeron los dos por el polvo; primero Faraday y, después, Bettina.

Esta lanzó un puñetazo contra la mandíbula de Faraday, que envió la cabeza de él contra el suelo, momento que aprovechó Bettina para incorporarse e ir tambaleándose hacia la escalera.

Gimiendo, sacudiendo la cabeza, Faraday consiguió apoyarse en un codo. Bettina estaba ya en la escalera. Él alargó de nuevo el brazo buscando otra vez el tobillo de la mujer, pero esta apartó su mano de una patada y subió más para quedar fuera de su alcance. Faraday gritó, bramó, vociferó, prorrumpió en súplicas y llanto, pero Bettina llegó al final de la escalera, tiró de ella para sacarla detrás de sí y gritó hacia abajo:

—¡Púdrete en el infierno!

Empujó la tapa de madera para cubrir el orificio de salida de humos y sumió a Faraday en la oscuridad.

—¡Por amor de Dios, Bettina! —gritó él ya a oscuras—. ¡No me hagas esto!

Escuchó. Un dolor atroz recorría su cuerpo. Temblaba de pies a cabeza. Momentos después oyó, apagado, el relincho de un caballo y el ruido de las ruedas de una carreta que se perdía en la lejanía.

Dejó caer la cabeza entre los brazos y lloró hasta que las mangas de su camisa se empaparon con las lágrimas.

Al cabo de un rato, enderezó el cuerpo, se secó el rostro y encendió la linterna. Tomando su pluma, escribió: «Al final, no fui rescatado. Bettina se presentó aquí…».

Recrear su diálogo y la pugna física mantenida entre los dos lo hizo sollozar de nuevo hasta que temió que las lágrimas pudieran correr la tinta del papel. Bebiendo sorbos de agua y mascando el correoso tasajo de buey, sabía que podría mantenerse despierto y seguir vivo algún tiempo más, pues todavía tenía que escribir una última cosa.

Estoy encerrado en mi tumba. Moriré aquí dentro. No puedo creer que mi vida haya sido en vano: que haya sido traído a este lugar y este momento para ser apagado como la luz de una vela, ¡porque me han sido reveladas las respuestas al misterio de Chaco Canyon! ¡Y hay tantas cosas más…! La anciana india me reveló el significado oculto de la olla dorada: un maravilloso secreto que debe ser compartido con el mundo. Por ello, mientras aún tenga la luz de la linterna, mientras me quede aire que respirar, expondré aquel valioso saber. Este será el legado para mi querida hija Morgana. Algún día ella me encontrará y, aunque esté ya muerto, oirá mi voz.

La pluma se deslizaba rápidamente sobre el papel, con todo el dolor, el amor y la angustia del corazón de Faraday convirtiéndose en palabras mediante la tinta, y mientras la luz de la linterna se extinguía gradualmente, sumiendo en la oscuridad a aquel hombre enterrado vivo, salieron las estrellas e iniciaron en lo alto su eterna danza celestial. Después, en el silencio del desierto se oyó un sonido nuevo que hizo que las lechuzas y los coyotes y otras criaturas nocturnas hicieran una pausa para mirar en dirección al gigantesco árbol de Josué conocido como la Vieja: un sonido agudo, penetrante, que surgía de debajo del suelo del desierto, gemía débilmente en la noche y se apagó al amanecer cuando se hizo otra vez el silencio.