Siguiendo las instrucciones de la anciana india, Faraday construyó una pequeña sauna empleando sauces para la estructura y cubriéndolo todo con mantas. Se quitó las ropas y entró en ella. Derramando agua sobre las piedras calentadas al fuego para producir vapor, allí dentro ayunó, rezó y meditó. Así alejó de su espíritu a Bettina, e incluso a Morgana y Elizabeth. Hasta no pensar en nada ni nadie, salvo en el mundo espiritual que lo aguardaba en el interior de la kiva.
Cuando emergió de aquel largo baño de vapor en un acentuado estado de preparación, lo hizo como una pizarra totalmente limpia, lista para escribir en ella. Y, ciertamente, salió de allí desnudo y tiritando al frío de la madrugada, sintiéndose como un niño recién nacido.
Entre los objetos que había traído consigo tenía un nuevo diario, en el que anotaba los detalles de la nueva vida que iba a comenzar: un hermoso libro de piel estampada, con encuadernación en tafilete, páginas con cantos dorados y gruesa cinta roja de seda para marcar las páginas. Se sentó en un peñasco, mientras el sol secaba el sudor de su piel, y escribió:
Cuando un hombre pasa suficiente tiempo solo en el desierto, comienza a verse tal como Dios lo ve: un alma, sin ropas ni carne, sin malicia o motivos egoístas; simplemente, un hombre como había sido creado y como lo habían modelado las circunstancias. Mientras meditaba en la sauna india, vi un alma desgastada y raída, falta de fe, sin dirección, sin sentido. Pero vi también algo más. Como si el humo y el calor hubieran arrancado las diferentes capas con que me había envuelto a mí mismo, vi al Faraday Hightower de los años anteriores a que Abigail Liddell entrara en mi vida, y me sorprendió verme como un hombre frívolo, interesado, que pontificaba sobre el bien y el mal soltando citas de las Sagradas Escrituras, y que se ufanaba de su relación con el Todopoderoso.
Me repugnó.
Llegó a la kiva, y allí estaba la anciana, que le ordenó bajar. Llevaba consigo comida y agua, una linterna y fósforos, así como el diario, su cartapacio, cuaderno de bocetos y lápices. Y una pequeña edición de la Biblia para hallar consuelo en la lectura.
Pero nada más iniciar su descenso espiritual, uno de los peldaños de la escalera cedió y él cayó al suelo, apoyándose tan violentamente en el pie derecho, que se fracturó la tibia. Se desvaneció unos instantes y, cuando volvió en sí, vio que no tenía forma de salir de allí abajo, porque la escalera se había soltado de arriba y estaba también caída a su lado. La anciana no se encontraba ya en la boca de la kiva. Se había ido antes de que él la llamara pidiendo ayuda.
A pesar de todo, llegaría el rescate. Tras pasar el día convenido, Morgana le daría el sobre a Joe Candlewell, quien utilizaría el mapa para buscar a Faraday. Entretanto, él racionaría su agua, sus galletas y tasajo, y aguardaría las revelaciones espirituales que sin duda le sobrevendrían. Mientras yacía allí, dolorido, preguntándose cuán grave sería su fractura, comenzó a sentirse maravillado por las obras del destino y el universo. Si no hubiera conocido a Elizabeth Delafield, jamás hubiera ido a aquel almacén de mineros, no habría conocido a McClory ni le hubiera entregado su fortuna; por consiguiente, tampoco habría ido a aquella zona del norte del desierto y jamás hubiera encontrado a la anciana india… Habría pasado toda la vida explorando miles y miles de kilómetros cuadrados de territorio, para morir al final de una infructuosa búsqueda.
«¿Qué vendrá ahora?», se preguntaba mientras se hacía más y más intenso el dolor de su pierna. ¡Ojalá se le hubiese ocurrido bajar consigo alguna medicina al interior de la kiva! ¿Y dónde se había metido la anciana? Había pensado que se reuniría allí con él.
Cuando el sol se desplazó por el firmamento y se llevó la luz del interior de la kiva, Faraday rascó un fósforo y encendió con él la linterna. También esto tendría que racionarlo hasta que llegara el rescate. Estaba preguntándose si podría arreglárselas para entablillarse por sí mismo la pierna cuando empezó a sentirse mareado.
Aquello lo alarmó. Mucho más aún cuando notó que comenzaba a nublársele la vista. ¿Habría inhalado alguna clase de tóxico que se hubiera conservado en aquel pozo a lo largo de siglos?
¿Dónde estaba la anciana? ¿Lo oiría, si la llamaba a gritos?
El mareo aumentaba. Ahora oía voces en su cabeza, una algarabía de murmullos. ¡Dios santo, estaba empezando a tener alucinaciones! ¡Extrañas imágenes brillaban y se apagaban ante sus ojos!
Las voces se debilitaban…, el zumbido comenzaba a apagarse. Ahora oía solo una voz. Escuchó mientras cada átomo de su cuerpo prorrumpía en un grito de miedo, porque lo que estaba experimentando no era natural. El temor lo invadía, como le había ocurrido en el Cañón Prohibido. Pero ahora no podía huir de aquel lugar como lo había hecho del otro.
«Escucha, Pahana. Escucha y observa».
Era la anciana india la que hablaba. Pero no estaba allí.
«Mi pueblo no cuenta los años como tú, Pahana. Para saber cuándo sucede su historia, tienes que situarla en el año 1150, cuatro siglos antes de que unos hombres que se llamaban a sí mismos españoles llegaran a este continente.
»El Pueblo del Sol habitaba en esa región del territorio que los hombres blancos llaman las Cuatro Esquinas. Es la historia de Hoshi’tiwa, una muchacha cuya vida cambió para siempre el día en que llegaron el Señor de la Noche y sus jaguares sedientos de sangre…».
En el cerebro de Faraday se formaban imágenes y sensaciones. Aunque notaba todo su cuerpo bañado en un sudor frío de miedo, notaba el calor del sol en su piel y un aire fresco que soplaba en su cara. Veía campos recién plantados de maíz y un pueblo de tez morena inclinado en sus tareas.
Oyó un grito de alarma. Un hombre se acercaba corriendo hacia él. Señalaba algo con el brazo. Faraday miró y vio una carretera, ancha y recta como una flecha hasta donde alcanzaba su vista, y en ella un ejército que se aproximaba.
El ejército del Señor de la Noche…