59

La kiva cambió todo.

Faraday se daba cuenta de que estaba a punto de embarcarse en un viaje espiritual que cambiaría por completo su vida. Pero no vivía solo. Tenía que pensar en Bettina y Morgana. Aquella noche las llamó al estudio donde guardaba sus mapas, notas y dibujos y les dijo que pronto iba a comenzar una vida nueva para todos ellos. A Bettina le dijo:

—No pienses, querida cuñada, que no valoro los muchos sacrificios que has hecho por nosotros. Ahora comprendo que he soslayado tus necesidades y tu respetabilidad. Que te he negado los goces y la plenitud del matrimonio y la maternidad. Espero que puedas perdonarme por ello. Pero aún estás a tiempo, Bettina, para poder tener hijos propios. —Sabía que había cumplido recientemente treinta y seis años—. Pero, por encima de todo, mereces ser una esposa. Mañana hablaremos más de este tema, pero créeme, por favor, cuando te digo que tu felicidad es muy importante para mí.

Los ojos de Bettina se empañaron y, por primera vez, Faraday descubrió en su cuñada un aspecto tierno y sentimental.

Luego subió a Morgana a sus rodillas —tenía ya diez años y se estaba convirtiendo rápidamente en una jovencita—, y le dijo que tenía ante ella una gran aventura, pero que aún no podía confirmarle los detalles y que, además, deseaba dejarle el placer de vivir en la espera de una maravillosa sorpresa.

Aquella noche, por primera vez en diez años, fue a dormir como un hombre feliz, lleno de confianza y excitado por el futuro. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que soñó con Abigail —no lo había hecho desde que Elizabeth le robó el corazón—, pero esa noche soñó con su esposa, y en su sueño ella se le acercó, amante: pudo oler su fragancia a mimosa, el perfume preferido de Abigail, y después notó los labios de ella en los suyos. La rodeó con sus brazos, la estrechó apasionadamente. Pero al momento despertó para darse cuenta de que no se trataba de un sueño. Bettina había ido a meterse en la cama de Faraday, perfumada con la fragancia que utilizaba su hermana y envuelta en el peinador que Abigail había llevado en su luna de miel. Eran los labios de Bettina los que notaba Faraday en los suyos mientras apretaba su cuerpo contra el de él.

Saltó de la cama.

—¡Santo Dios! ¿Qué haces? —gritó, y Bettina cayó al suelo con una expresión de asombro en su cara—. ¿Qué estás haciendo en mi cama, Bettina?

La mujer se cerró el peinador sujetándolo bajo la garganta y se esforzó para ponerse de pie. Estaba mortalmente pálida.

—Pero yo pensé… Me hablaste de matrimonio, Faraday…, de hijos…

—¡No conmigo! —exclamó—. ¡Hablaba del señor Vickers, por supuesto!

Ella lo miró fijamente, con la barbilla temblándole, y cuando Faraday se dio cuenta del desorden de sus cabellos y de la palidez de su cara, le dijo en tono más amable:

—Te decía que iba a devolverte tu libertad, Bettina, para que volvieras a Boston y te casaras con el señor Vickers. He decidido dar los pasos necesarios para que Morgana vaya a un internado. Me han hablado de un excelente colegio para señoritas, en una población llamada Pasadena.

—Pero… ¿y tú? —susurró ella, con la respiración entrecortada. Temblaba aún por efecto de la impresión.

Envolviéndose enseguida en su batín y ciñéndoselo a la cintura, Faraday respondió:

—Voy a salir de viaje. Una ausencia más larga de lo habitual. Cerraré la casa.

Apenas podía mirarla a los ojos, y sentía aún el roce de sus labios en los de él… ¡Qué espantoso malentendido…!

—No sé qué decirte, Faraday…

Temblaba de tal modo que él, al notarlo, tomó la manta de su cama y se la echó sobre los hombros. De pronto vio a su cuñada tan menuda y frágil, que lo asustó. Algunos mechones de sus cortos cabellos daban la impresión de haberse puesto de punta y su perfume de mimosa le resultaba a él denso y desagradable.

—He llevado las cosas muy mal —reconoció Faraday, aturdido aún por la sorpresa de haberla encontrado en su cama.

¡No tenía ni idea de que Bettina albergara aquellos sentimientos por él! Cuanto antes pudiera meterla en el tren camino de Boston y su prometido, tanto mejor.

Ella dio entonces un paso atrás y se quedó mirándolo también fijamente.

—Creo que yo también he llevado las cosas muy mal. No hay ningún señor Vickers, Faraday.

Sabe Dios que Faraday no entendió en absoluto lo que Bettina acababa de decir. Se quedó mirándola, confuso, mientras solo se oía el tictac del reloj de la chimenea y su cuñada aguardaba en silencio que dijera algo. Cuando el silencio se hizo demasiado largo, fue la misma Bettina quien lo rompió:

—Me lo inventé, Faraday. Mientras tú estabas fuera durante cuatro años y recorrías todo el mundo buscando la fe, me dejaste sola al cuidado de tu hija… y me sentí violenta. Avergonzada de estar viviendo en la casa de mi cuñado como una vulgar criada. Era una solterona, con treinta años a cuestas y sin esperanzas. Así que me inventé un pretendiente.

Faraday alcanzó una silla y se dejó caer en ella. Bettina seguía de pie, mientras su voz iba ganando fortaleza y su espalda se enderezaba para manifestarse alta y digna a medida que cedía el desconcierto y recobraba su antigua altivez.

—Existía un Zachariah Vickers, sí —siguió, ya de nuevo dueña de sí—. Leí su nombre en el periódico. Era un carnicero local, que había muerto atropellado por un tranvía. Pero yo creé mi propio señor Vickers: un hombre que recorría el país vendiendo biblias y que realizaba un trabajo de misionero en África.

—Pero… tienes una fotografía suya.

—La vi en el escaparate de un estudio fotográfico y pregunté si me la podían vender. Dije que pintaba retratos y que deseaba emplear esa foto como modelo. No tengo la menor idea de quién era el fotografiado.

Faraday se había quedado sin habla. Bettina había puesto la foto de un desconocido en un hermoso marco, y allí donde fueron —en el campamento en Chaco Canyon, en sus habitaciones en Albuquerque, en Casa Esmeralda, e incluso ahora, sobre la chimenea de su sala— siempre estuvo presente el señor Zachariah Vickers.

—Pero las postales que te enviaba desde África…

—Las compraba yo en Boston, en Importaciones Dabney —respondió Bettina con firmeza.

—Entonces… ¿de dónde sacaste todo el dinero para construir esta casa?

—Tenía algunas joyas, de las que tú no sabías nada. Todos aquellos supuestos viajes míos a las oficinas de telégrafos, fueron en realidad a un joyero de Banning, para vender mis diamantes. Y tú, Faraday —añadió, decepcionada—, ¡ni siquiera te diste cuenta de que desaparecía mi anillo de compromiso!

¡El anillo! Aquello aumentó la confusión de Faraday.

—Pero, si no existía ningún señor Vickers, ¿de dónde sacaste el anillo?

—Lo compré en Albuquerque mientras tú te recuperabas de tu fiebre. Siempre te he amado, Faraday. Desde el primer día que viniste a casa a visitar a mi hermana. Y, cuando ella murió, di por sentado que te fijarías en mí…

—¡Santo cielo, Bettina! Siempre te consideraré una hermana. No puedo pensar en ti de otra manera.

—Yo había esperado… tener hijos tuyos —siguió en voz baja—. Quiero darte un hijo. Un hijo de verdad, no una hija —añadió amargamente—, capaz de continuar el apellido Hightower. Estoy persuadida de que sientes algún pequeño afecto por mí, ya que, si no, ¿por qué me has tenido contigo todo este tiempo? Seguro que no ha sido solo para que fuera la niñera de Morgana… Siempre he sentido que había algo más profundo, más personal.

—Nunca he pensado en ti como niñera de Morgana, Bettina. Eres parte de mi familia. Le prometí a Abigail… El día que Abigail y yo nos casamos, le prometí… —interrumpió la frase de súbito, mordiéndose la lengua.

—¿Qué le prometiste?

—No importa. Es tarde ya —dijo con voz cansada—. Vuelve a tu cama, Bettina.

—Dime, Faraday… —la voz de la mujer era fría ahora—, ¿qué promesa arrancó de ti Abigail?

Él estaba cansado y al día siguiente tenía que hacer planes para llevar a Morgana al internado, y la kiva y la anciana india estaban esperándolo; por todo ello se encontró diciéndole a Bettina lo que no tenía derecho a explicarle, cometiendo con ello la torpeza peor de su vida. En aquel momento aún no tenía la menor idea del terrible error en que incurría al decirle:

—Cuando Abigail y yo éramos novios, me contó algo acerca de ti. Me dijo que, si íbamos a casarnos ella y yo, tenía que saberlo, porque era algo que tal vez pudiera hacerme cambiar de idea. Yo le aseguré luego que nada podía cambiar mi amor por ella y que tu secreto estaría a salvo conmigo.

—¿Mi secreto? —susurró Bettina.

Faraday siguió con el tono más amable y más comprensivo que pudo adoptar:

—Abigail me contó que, cuando tú y ella erais mucho más jóvenes, sorprendiste la confesión de que el padre de Abigail no era tu verdadero padre. Tu madre reconoció que había tenido una relación íntima con el cochero de la familia. Ella lo había mantenido en secreto, dejando que vuestro padre creyera que la criatura era suya, pero a medida que fuiste mayor, tu parecido con el cochero se hizo inconfundible. Abigail me contó que vuestro padre te borró de su testamento para que no te correspondiera nada de herencia y te quedaras sin un céntimo después de que ellos murieran. Abigail me explicó que por eso cuidaba de ti y que esperaba que yo aceptaría que siguiera haciéndolo una vez casados. Yo le aseguré por mi honor que me ocuparía de ti, ocurriera lo que ocurriese. Y he mantenido mi promesa.

Faraday se sintió mejor después de dicho esto, aliviado de haberse liberado de una pesada carga, y esperó que Bettina le expresara su satisfacción por saber que estaba al corriente de su secreto y su admiración por haber mantenido su promesa.

Pero, en lugar de eso, siguió un largo silencio. Bettina lo miraba con una expresión que él jamás había visto en su cara. Sujetándose el peinador contra el pecho, murmuró:

—¿Abigail te dijo eso?

Fue en aquel instante cuando Faraday se dio cuenta de que había cometido un terrible error.

Bettina dio media vuelta y corrió a su cuarto, y él la oyó cerrar violentamente la puerta. Se quedó allí, avergonzado, sin saber qué hacer. Oyó sus sollozos: un sonido que helaba los huesos de él hasta el tuétano, porque percibía tanta amargura y desesperación en su tono, que lo llenaban de alarma.

Finalmente, se acercó a la puerta del cuarto de ella y llamó:

—Por favor, Bettina, déjame entrar. No podemos despedirnos de esta manera.

—¡Vete!

—¿Papá?

Se volvió y vio a Morgana, que estaba allí mismo de pie en camisón, con ojos soñolientos.

—Vuelve a la cama, preciosa. Tía Bettina no se encuentra bien.

Llamó de nuevo y, cuando vio que Bettina no le hacía caso, probó a girar el picaporte. A Dios gracias, no se había cerrado por dentro.

Faraday no había entrado nunca en su dormitorio. Era una habitación perfectamente ordenada, con papel de color rosa en las paredes y flores frescas en jarrones, libros y toda clase de baratijas femeninas. Ejemplares de The Saturday Evening Post, que leía y releía una y otra vez. En un rincón, su fonógrafo Victrola de cuerda… ¡Cuántas tardes lo había oído, desde el otro lado de la puerta cerrada, tocando melodías sentimentales como «Hebras de plata entre el oro» y «Después del baile»…!

Bettina estaba ahora sentada en la cama, ocupada en arrancar violentamente páginas de su álbum de recortes, y en particular las postales del señor Vickers, que salían volando e iban a parar al suelo. Faraday comenzó a recogerlas: panorámicas de sabanas de África, árboles espinosos y leones, y nativos con lanzas y escudos. Pero, al darles la vuelta, vio escritos en ellas multitud de nombres y direcciones, pero ninguna dirigida a Bettina Liddell. Y ninguna de ellas llevaba tampoco la firma de Vickers. ¡Le había dicho la verdad!

—¡Había esperado y rezado tanto…! —sollozaba.

Se sentó a su lado y la agarró por los hombros, para decirle con toda la dulzura que pudo:

—Lamento muchísimo este espantoso malentendido, mujer… Créeme si te digo que mi actitud no tiene nada que ver contigo, porque tú eres una gran mujer, Bettina. Pero Abigail se quedó con mi corazón de esposo y yo no podía pensar en su hermana de esa manera.

Todo hubiera podido ir bien posteriormente si no fuera porque, en aquel momento, los ojos de Faraday vieron algo por encima del hombro de Bettina: una foto enmarcada en la repisa de la chimenea. Parpadeó confuso al verla porque la reconocía y al mismo tiempo advertía algo raro en ella.

Cuando su cerebro discernió finalmente qué era lo que estaba mirando, ya era demasiado tarde. Bettina había visto la expresión de su cara. Se volvió, comprendió qué era lo que había llamado la atención de su cuñado, y al punto se encendió su rostro y se puso rojo como la grana.

Lo que había en la repisa de la chimenea, en un marco dorado, era el retrato de bodas del propio Faraday, con él de pie, con el sombrero en la mano y, sentada delante de él, Abigail, luciendo un maravilloso vestido de novia y sujetando sobre su regazo un ramo de rosas blancas.

Salvo que su cara no era la de Abigail, sino la de Bettina. Esta la había recortado cuidadosamente de otra fotografía y la había pegado sobre la de su hermana, transformando la foto en su propio retrato de bodas.

Las manos de Faraday soltaron los hombros de Bettina y se quedó con la boca abierta.

Se encontraron los ojos de los dos.

—Los indios —murmuró ella.

—¿Qué?

—Son los indios los que te han apartado de mí.

—Bettina…, ¿qué estás…?

La mujer se puso en pie, con los ojos fulgurantes por efecto de la locura.

—Te has pasado diez años buscando indios, ¡cuando debías haber estado buscándome a mí!

Salió corriendo de su dormitorio, dejándolo allí aturdido por el asombro. No reaccionó hasta que oyó un golpe proveniente de la cocina, seguido de un grito.

¡Morgana!

Cruzó a toda prisa la sala y entró en la cocina, donde vio a Bettina que sujetaba a su hija por la muñeca. A los pies de las dos había un vaso roto de leche. En el fogón había aún ascuas encendidas porque la noche era fría, y mientras Bettina asía por el brazo a Morgana, en la otra mano tenía un atizador al rojo vivo, que apretó contra el ofensivo tatuaje de la frente de la niña.

Morgana gritó de dolor y se desmayó. El aire se llenó del olor a carne quemada. Faraday tomó a su hija en brazos y la llevó corriendo a su habitación, mientras Bettina echaba pestes contra los indios, los paganos y los salvajes.

Faraday se encerró con Morgana en la habitación y pasó el resto de la noche cuidando su quemadura.

A la mañana siguiente Bettina preparaba tranquilamente el desayuno y no mencionó para nada lo ocurrido la noche anterior. Sin pronunciar palabra, Faraday enganchó el caballo a la carreta, metió dentro de ella su colección de cerámica pueblo, abrigó a Morgana y se marcharon de la casa.

Cuando volvió, traía el dinero que le habían dado por la venta de su cerámica (salvo la olla dorada de Pueblo Bonito, que conservó). Tendió a Bettina un sobre con el dinero y le dijo:

—He dispuesto que Morgana se quede en casa de los Candlewell, a unos pocos kilómetros de aquí siguiendo la carretera. Cuando regrese a casa, quiero que te hayas ido.

Cuando confió su hija a los Candlewell, le explicó a la señora Candlewell que Morgana había sufrido un accidente con la estufa al tropezar y golpearse con ella en la frente. Entregó asimismo a la mujer vendas limpias y ungüentos, y le explicó cómo debía tratar la quemadura; ella, a su vez, le prometió que cuidaría de su hija. Después colgó del cuello de Morgana el collar de Abigail con el unicornio de oro, diciéndole que con él estaría a salvo.

Se arrodilló por último ante la pequeña, que a sus diez años lo observaba con ojos grandes y solemnes, la asió con suavidad por los hombros y le dijo:

—Ahora tengo que marcharme un tiempo, hija mía. Pero volveré. Te lo prometo. Cuando me haya ido, recuerda siempre, Morgana, que te quiero más que a nada en el mundo y que te llevo siempre en mi corazón.

Sacó del bolsillo un sobre sellado y lo puso en las manitas de su hija.

—Guárdalo bien, cariño. Si no he vuelto para tu cumpleaños, dale este sobre al señor Candlewell. Dentro hay un mapa del lugar donde estaré. Pero hasta entonces no dejes que nadie lo vea.

Faraday se disponía a entrar en un territorio no explorado. Podía haber escorpiones en el interior de la kiva, o serpientes de cascabel… Hubiera sido una locura bajar a aquella cámara subterránea sin tener previsto un plan de rescate.

Besó a su hija y la estrechó largo rato en sus brazos, luego se alejó mientras Morgana, de pie en el patio de los Candlewell, miraba con sus ojos grandes cómo se perdía su figura en la carretera.

Al volver a su hogar, Faraday vio que Bettina se había ido llevándose sus ropas y cuanto tenía. Le había dejado una nota, en la que le pedía disculpas y le prometía mantenerse lejos de ellos.

Ahora era libre para visitar la kiva e iniciar la siguiente fase de su viaje espiritual.