58

Faraday le entregó a Bernam el diez por ciento del dinero que le había sacado a McClory, una suma considerable. El anciano intentó convencerlo de que solo le diera la mitad.

—Me hace muy feliz que haya atrapado a ese cochino estafador —le dijo—. No hay nadie peor que un hombre que se dedica a timar a viudas y huérfanos.

Pero Faraday insistió en que se quedara con todo el dinero, diciéndole que era «para el retiro de Sarah». Después regresó a casa a descansar, le dio a Morgana una muñeca que le había comprado en Redlands, informó a Bettina de que estaría fuera una semana, volvió a cargar su mula y partió de nuevo hacia el desierto.

Esta vez siguió el consejo del viejo buscador de oro e inició su búsqueda al oeste de la Roca del Arco, en una zona no muy distante de una formación rocosa llamada la Calavera y donde había un antiquísimo árbol de Josué al que los locales denominaban la Vieja. Cuando le había mostrado a Bernam los dibujos de la gitana, el viejo buscador había visto de inmediato lo que significaba el cuadrado con la línea dentada:

—No se trata de una mina de oro, doctor. Es una formación rocosa. Esta línea es lo que llaman un terraplén, hecho con diferentes materiales que la propia roca y empotrado en ella. Ese es el significado de los dientes. No puedo indicarle con exactitud dónde se encuentra esa roca, pero se acercará si traslada su búsqueda a la zona de la Calavera, al sur del Valle de la Reina. Es allí donde ha de mirar.

Mientras acampaba en Jumbo Rocks, resonaba en la mente de Faraday el reproche que le había hecho McClory acerca de su deseo de «hacerse rico pronto». Una vez encendido el fuego y con la cafetera en la parrilla, tomó su diario y escribió en él:

Debo reconocer que McClory estaba en lo cierto. Yo tenía prisa y buscaba el camino más corto para llegar a mis chamanes. Adondequiera que fuese, buscaba la ayuda de otros. Pregunté a Wheeler y a los Pinto, le pregunté a Elizabeth, y después concebí la esperanza de que McClory me llevara a donde deseaba ir. No hacía la tarea que me correspondía, sino que esperaba adquirir mapas y contratar hombres que me condujeran hasta mis chamanes. Ahora veo que me equivocaba. La mía es una tarea solitaria. El camino por el que debo ir es para mí solo. Los chamanes no se me manifestarían si llegara a ellos con un ejército.

Pero no he malgastado mi tiempo. He llenado mi cartapacio de dibujos de las bellezas de esta tierra de Dios, de tímidas doncellas indias y escenas domésticas de una forma de vida que se desvanece rápidamente. He recogido historias, mitos y leyendas. Soy un hombre rico. ¡Cómo desearía que Elizabeth estuviera aquí ahora!

Al alborear empezó su búsqueda, dejando su caballo y la mula en el lugar donde había acampado. Trepó por las peñas, se escurrió para meterse por grietas, subió a través de una densa vegetación de matojos sin encontrar apenas una extensión de terreno arenoso llano. Estuvo subiendo toda la mañana mientras el sol se alzaba sobre el horizonte, se arrastró como un lagarto por lava petrificada y negras rocas basálticas, se arañó las manos con piedras y cactus, apartó tarántulas de su camino y el sudor que le caía sobre los ojos. Maldijo al resbalar, al tropezar, al caer. Con la cantimplora vacía, regresó a su campamento a beber y comer, a rascarse el picor que sentía bajo el cuello húmedo por el sudor, ver cómo se hundía el sol por el horizonte y afrontar otra noche de soledad antes de alborear el nuevo día.

En su cuarto día de exploración entre las gigantescas rocas, Faraday pisó en la madriguera de un roedor, perdió el equilibrio y cayó, golpeándose contra un peñasco liso. Cayó rodando por la ladera y fue a parar a un pequeño espacio que no había visitado antes. Mientras se incorporaba sacudiéndose la tierra y comprobando el estado de su tobillo, se quedó mirando con estupefacción porque la tenía delante: el enorme cráneo redondeado, las grandes órbitas vacías para los ojos, el gigantesco orificio donde debería estar la nariz…

Había encontrado el peñasco que llamaban la Calavera.

Aceleró el paso; la formación rocosa con el terraplén que indicaba la línea dentada tenía que estar forzosamente cerca. Podía sentirla muy próxima. Siguió trepando un poco más y fue a dar con un cañón en miniatura, encajado entre enormes peñascos y dominado a lo lejos por un solitario y grueso árbol de Josué, antiquísimo, majestuoso.

La Vieja.

Se pasó todo el día mirando a su alrededor, explorando cada matojo, cada palmo de arena, sin encontrar nada fuera de lo habitual: solo las huellas y rastros de escorpiones y de serpientes. A la caída de la tarde, algo se quebró dentro de él. Había estado haciendo el tonto una vez más, y demasiadas veces también. Clamó al cielo, maldijo a Dios y declaró que su búsqueda había llegado al final. Que no dedicaría otro día, ni una hora más, a buscar a los chamanes.

Después tomó el dibujo que había hecho del rostro de Elizabeth, contempló sus hermosos ojos, iluminados ahora por la luz de la luna, y se sintió llevado mentalmente a la tarde en que se besaron por primera vez, con el sol bendiciéndolos, las abejas zumbando entre las flores silvestres, los halcones dando vueltas en el firmamento…, aquella tarde que Faraday deseaba tan desesperadamente poder revivir…

«Estoy aquí, Faraday…».

Alzó la cabeza y miró a su alrededor. Pero no había nadie en el desierto: solo la soledad bajo las estrellas.

«Aquí…».

Se puso en pie de un salto.

—¿Elizabeth? —No podía ser que estuviera confundiendo su voz—. ¡Te oigo! ¿Dónde estás?

«Sigue mi voz…».

Avanzó tropezando sobre rocas y dunas, se adentró por la maleza de artemisa y cactus hasta que le fue imposible ir más allá. Su mente seguía gastándole bromas crueles: solo podían ser los demonios que habían invadido su alma en Chaco Canyon y que ahora lo atormentaban de nuevo. Lloró amargamente… y, cuando abrió los ojos, vio algo que resplandecía a la luz de la luna: una peña de singular forma…, casi un cuadrado perfecto…, que tendría tal vez seis metros de alto por otros tantos de anchura; sin duda, un raro capricho de la naturaleza.

Y cruzándola en diagonal, desde el ángulo superior al inferior, una clara línea en zigzag.

La miró incrédulo. Después lanzó un grito.

¡Era exactamente como la había dibujado la gitana! Dejó para más tarde ponderar el milagro, y decidió rezar ahora a Dios y darle gracias; después contemplaría el misterio de lo sucedido… ¡Estaba seguro de haber oído la voz de Elizabeth! ¡Pero lo urgente ahora era encontrar a los chamanes, que no debían de estar lejos de allí!

Se apresuró a volver a casa para reponer sus víveres y hacer los preparativos para una larga estancia en el desierto. Sentía renovadas sus energías. Bettina le preguntó qué le ocurría, y él respondió que, simplemente, estaba de buen humor. Pero ella se puso en jarras y pidió saber de dónde le venía aquel buen humor.

Faraday hizo una pausa en lo que estaba haciendo y, de pronto, se dio cuenta de que estaba mirando a su cuñada por primera vez.

Fue la forma como Bettina había querido saber qué le ocurría, que no fue una pregunta, sino una exigencia. En aquel mismo instante comprendió de súbito cuán imperiosa y dominante era aquella mujer. Desde el día en que volvieron sin Abigail a su casa en Back Bay, llevando ella en brazos a la recién nacida Morgana, Bettina Liddell no había hecho más que darle órdenes como si él fuera un chiquillo en edad escolar. En su dolor y desesperación, sus ataques de melancolía y de depresión, en los días en que estaba obsesionado con la olla y la flor de calabaza, en la euforia de su amor por Elizabeth…, tan solo había oído y visto a medias a aquella mujer que dominaba su vida. Pero ahora, en aquel momento, como si el hallazgo de la Roca del Rayo hubiera abierto de pronto su espíritu y sus ojos, le vinieron a la mente una serie de hechos que lo hacían mirarla a una nueva luz.

El primero había ocurrido tiempo atrás, cuando Faraday se hallaba en el jardín de Casa Esmeralda marcando coordenadas en su mapa topográfico… Se había presentado una mujer de la localidad diciendo que ella y otras vecinas se estaban reuniendo para enrollar vendas, tejer mantas y enviarlas a los pobres soldados que combatían en las trincheras de Europa. Faraday había seguido la conversación y le había oído decir a Bettina que no quería que la molestaran; dicho lo cual había despedido a la vecina indicándole que siguiera su camino a otras casas.

El segundo incidente había ocurrido días después. Se hallaba él en la cocina sirviéndose limonada fría cuando vino la esposa de un granjero de la zona a pedir trabajo. Se presentó como una mujer honesta y trabajadora, dispuesta a aceptar cualquier tarea, porque tenía hijos que mantener y su marido estaba en Francia, combatiendo en la guerra. Pero Bettina la había despedido y le había comentado a Faraday: «Estos granjeros lo quieren todo gratis. La tierra en que viven es libre. ¿Hemos de darles también algo más? No es la primera que se ha presentado aquí tendiendo la mano…, tienes que saberlo, Faraday. ¡La verdad es que tengo que ocuparme de tantísimas cosas que tú ignoras…!».

En aquel entonces Bettina contaba con todas sus simpatías. Era una buena mujer cristiana, que hablaba a menudo de cumplir con su deber por más que a veces le resultara difícil. Faraday comprendía que la visión de tantas manos pedigüeñas tenía que poner a prueba hasta a la mujer más generosa de la tierra, y se admiraba de la paciencia y la determinación que ponía en procurarle a Morgana una vida adecuada en aquella inhóspita tierra.

El tercer incidente ocurrió cuando él se hallaba en el establo, descargando su caballo y su mula después de otro viaje por el desierto. La mujer de un granjero, que llegaba de lejos con su carreta a traer cada día a Casa Esmeralda leche de sus vacas, llegó con los recipientes de leche envueltos en tela de saco mojada para mantener la leche fresca.

Hacía un día abrasador en el valle de Coachella: hasta el aire parecía demasiado caliente para decidirse a soplar. Bettina miró los recipientes de leche, declaró que la leche estaba agria, y le dijo a la mujer que siguiera adelante.

—Pero, señora Hightower…, me prometió usted que me pagaría la entrega esta vez. He venido desde muy lejos y necesito el dinero para comprar la medicina de mi marido.

—Yo no pago por leche agria.

—No puedo hacer nada para evitar el calor del verano, señora. Y, en todo caso, no estoy segura de que la leche se haya agriado. Y usted no la ha probado siquiera.

—¿Pone usted en duda mi juicio?

La mujer inclinó humildemente la cabeza.

—Como mínimo, podría sacar de ella un suero excelente y, batiéndola, una buena cantidad de mantequilla.

Pero Bettina cerró la puerta en las narices de la mujer. Al volverse, se sobresaltó al ver a Faraday de pie allí mismo.

—Te ha llamado «señora Hightower»… —observó Faraday.

—Esa mujer es estúpida —dijo ella despectivamente—. Me canso de corregirla, pero no se le quedan las cosas. Necesitamos un automóvil, Faraday. No puedo depender de estas perezosas e inútiles granjeras para que nos traigan alimentos frescos.

Faraday respondió que compraría uno…, pero solo para zanjar el tema, y tomó nota mentalmente de ir a ver a la mujer del granjero para pagarle el importe de la leche. Pero primero necesitaba tomar un baño, y luego tuvo que escribir otras anotaciones en su diario —los hallazgos y fracasos del mes— porque, si no llevaba un registro estricto, pudiera darse el caso de que volviera sobre sus pasos y se pusiera a recorrer de nuevo una zona que ya había cubierto.

Con lo cual, se olvidó de la mujer del granjero.

Y, finalmente, ocurrió un día en que al llegar a casa no salió Morgana corriendo a recibirlo, como acostumbraba.

—La he castigado a no salir de su habitación —le explicó Bettina, con aquel gesto de severidad en su mandíbula que él conocía sobradamente.

—¿Qué ha hecho esta vez? —preguntó Faraday, con un suspiro.

—Estornudó, y cuando le dije «¡Jesús!», preguntó: «¿Y qué dirías cuando Jesús estornudara?». La mandé a la cama sin cenar, para darle una lección acerca de lo que es la blasfemia.

Faraday entró en la habitación y se encontró a Morgana llorando con los ojos hinchados.

—Mamá tiene que estar enfadadísima…

—No, no lo está —dijo Faraday, pensando que se refería a Abigail, porque él había enseñado a su hija a rezar cada día a su madre, que era un ángel y que estaba en el cielo.

—Dice que he dicho una blasfemia.

Faraday se dio cuenta entonces de que estaba hablando de Bettina.

—No debes llamarla mamá —la corrigió con suavidad, alarmado porque pudiera estar confundiendo las cosas y tomando nota mentalmente de pasar más tiempo con su hija, enseñarle fotos de su madre y contarle anécdotas del poco tiempo que pasaron juntos—. Bettina es tu tía.

Todos estos incidentes, en apariencia de escasa importancia, no le llamaron la atención en su momento, pero vistos en retrospectiva le dieron ahora una nueva imagen de su cuñada. Se preguntó si tal vez su anterior ceguera había sido subconscientemente intencionada, porque, de haber sido consciente de lo que estaba sucediendo —que Bettina se presentaba como su esposa y que trataba abominablemente a otras personas—, el curso de su vida hubiera sido muy diferente: tal vez hubieran regresado a Boston y nunca habría conocido a Elizabeth, ni hubiera podido encontrar la Roca del Rayo.

Pero se daba cuenta asimismo de que no confiaba en ella, que no lo había hecho en mucho tiempo. ¿Cómo explicar, si no, que no le hubiera dicho nada del dinero que había conseguido recuperar de manos de McClory? Consiguientemente, tampoco le habló ahora de su descubrimiento de la Roca del Rayo y, en su lugar, inventó algo acerca de haber dado con una nueva pista de sus huidizos indios.

Volvió al desierto y reanudó su búsqueda en torno a la Roca del Rayo, pero no encontró a nadie. Nuevamente se sentía presa de la fiebre, no tanto del cuerpo como de su espíritu, y que acabó consumiéndolo tanto que una tarde tomó su cuaderno de bocetos y se puso a dibujar una tras otra todas las vistas posibles de la Roca del Rayo, desde todos los puntos de vista, con todas las luces cambiantes del día, desde el alba al crepúsculo e incluso a la luz de las estrellas, dibujándola furiosamente con la esperanza de que así se le diera a conocer el significado de aquella peña…, hasta que un viento frío barrió su alma y comprendió la futilidad de su intento; fue entonces cuando clamó al cielo bajo el sol del mediodía:

—¿He fracasado? ¿Acaso he llegado demasiado tarde?

Justo en aquel instante cayó sobre él una sombra, y su olfato percibió un olor que no supo identificar pero que no le resultaba desagradable. Levantó la vista y delante de él, a contraluz, advirtió la presencia de una criatura notable.

Era una mujer de tez morena, del color del nogal, arrugada, con los cabellos blancos como la nieve cayéndole en dos trenzas sobre los hombros y un flequillo blanco también que le rozaba las cejas y por debajo del cual centelleaban dos vivaces ojos castaños, como guijarros en el cauce de un manantial, rebosando vida, curiosidad e inteligencia. Tenía el rostro más arrugado que Faraday hubiera visto nunca. Pero el aspecto de sus ropas era flamante: una blusa de color escarlata, remetida en una falda larga de gamuza adornada con flecos. Llevaba un cinturón de plata, con grandes pepitas de turquesa incrustadas, y lucía al cuello un espléndido collar de plata y turquesas que se desplegaba sobre su pecho.

Faraday se puso en pie y miró alrededor. ¿De dónde procedía? ¿Y era prudente para una anciana caminar así en solitario, llevando semejante tesoro en su persona? Porque con toda seguridad el cinturón y el collar —y los anillos de turquesas que vio ahora en sus dedos morenos, y los pendientes de plata que colgaban de los lóbulos de sus orejas— debían de valer una pequeña fortuna.

—¿Quién es usted? —le preguntó.

La mujer sonrió y Faraday pudo ver entonces que conservaba aún casi toda su dentadura. Aquella agradable sonrisa lo hizo pensar en lo hermosa que debió de ser en su juventud.

Repitió su pregunta.

Como ella no respondiera y siguiera de pie bajo el sol, con sus blancos cabellos danzando en la brisa del desierto, le preguntó:

—¿Habla usted inglés? ¿Entiende mis palabras?

—Lo entiendo, Pahana.

—Pero… ¿de dónde ha venido? —preguntó Faraday mirando a su alrededor—. ¿Dónde vive usted?

Ella levantó un brazo y señaló hacia un lugar a espaldas de él. A Faraday le parecía no haber visto allí nada más que maleza. Pero, cuando tomó los prismáticos que llevaba colgados del cuello, pudo distinguir ahora, a lo lejos, un puñado de cabañas de hierba y ramaje como las que había visto en las reservas indias.

Le preguntó a qué tribu pertenecía.

—Soy descendiente del Pueblo del Sol —respondió la anciana.

Jamás había oído mencionar aquella tribu. A Faraday se le aceleró el pulso.

—¿Es usted anasazi? —se apresuró a insistir.

—No conozco esa palabra —dijo la mujer.

Él recordó entonces que el término anasazi era el que empleaban los navajos para referirse a sus «enemigos antiguos». Por supuesto que ni ella ni su pueblo se darían a sí mismos aquel nombre.

La mujer llevaba colgada del hombro una bolsa de piel de venado decorada con una orla de cuentas. Tras dejarla sobre una peña, abrió la bolsa y hurgó en su contenido.

Faraday se fijó entonces en que no vestía como los indios de la región. Ahora ya estaba familiarizado con las tribus y grupos de la zona. Todos habían adoptado la forma de vestir del hombre blanco. Aquella mujer, empero, lucía sus prendas más tradicionales. Recordó lo que le había dicho Elizabeth acerca de la existencia de bolsas de indios aisladas, que tenían poco o nulo contacto con el hombre blanco. ¿Habría ido a dar con uno de tales grupos?

—¿De dónde vino su pueblo?

—De las tierras por donde sale el sol.

¡Del este! Y hacia el este se hallaba la tierra de los desaparecidos anasazi…

¿Vivirían aún aquella mujer y su tribu como lo habían hecho sus antepasados hacía ocho siglos? Faraday estaba imaginándose ya los artículos eruditos que publicaría, sus libros y las conferencias que pronunciaría para dar a conocer al mundo su reciente descubrimiento.

—¿Qué ocurrió en Chaco Canyon?

—¿Dónde está eso? —preguntó a su vez la mujer frunciendo el ceño.

—¿Conoce usted el significado de la palabra hoshi’tiwa?

Ella asintió.

—Sí. Es un nombre muy antiguo y muy sagrado.

—Un nombre ¿de qué? ¿Un lugar? ¿Una persona?

—La madre de mi pueblo. Vivió hace muchísimo tiempo.

¡La muchacha que había visto en el Cañón Prohibido! Había estado repitiéndole el nombre de su antepasada… ¡Por fin se hallaba bien encaminado!

—¡Hay tantas cosas que deseo saber!

Su espíritu parecía lanzado al galope… ¡Tenía tantas cosas que preguntar…!

La anciana sacó de su bolsa una pipa de arcilla y, mientras Faraday la observaba con ojos incrédulos, la llenó de tabaco. ¡Imposible que fuera a prender semejante cosa! Pero, sin embargo, eso fue precisamente lo que hizo, golpeando el pedernal de un yesquero contra la piedra en que se hallaba y acercando la llama a la cazoleta de la pipa y dando caladas hasta que el aire se llenó del olor apestoso del tabaco.

—Cuéntemelo todo —dijo Faraday. Se sentía tan entusiasmado que apenas podía permanecer sentado—. ¿Cómo vive su pueblo? ¿Cuáles son sus tradiciones, sus leyes, sus tabúes…?

La anciana dio una nueva calada a su pipa, expelió el humo y dijo:

—No estamos aquí para charlar de estos asuntos terrenales, Pahana…

Tras preguntarle si tenía inconveniente en que hiciera un dibujo de ella, y recibir por respuesta un encogimiento de hombros, Faraday sacó su bloc de apuntes y sus lápices. Y mientras la mujer seguía dando chupadas a la pipa y los lápices de él corrían sobre el papel, le preguntó por el secreto de la vida, por Dios, por el alma y la vida de ultratumba. En determinado momento, la anciana inclinó el cuerpo en el peñasco en que se sentaba, miró a Faraday directamente a los ojos y le dijo:

—Explícame una cosa, Pahana… Nos consideras unos salvajes y, sin embargo, buscas nuestra sabiduría… ¿Acaso carece tu pueblo de sabiduría propia y de enseñanzas sagradas?

—Es muy confuso todo —reconoció él—. Nuestros libros santos son contradictorios. Y no sirven de prueba.

—Prueba… ¿de qué?

—De que Dios existe. De que hay vida después de la muerte.

—Ah…, la otra vida. Cuando mueres, Pahana, quieres ir a un hermoso lugar. Donde las calles sean de oro y las puertas de nácar. Donde todo el mundo sea feliz.

—Sí, el cielo. Espero ir allí.

—¿Iré también yo?

—Si tiene esa suerte.

—Pero… ¿y si yo no deseo ir a ese lugar? —Faraday pestañeó, sorprendido, y la anciana añadió—: Dime, Pahana…, ¿no se te ha ocurrido pensar que el cielo de un hombre es el infierno de otro hombre? ¡Ensancha tu espíritu! ¿Por qué temes la muerte? La muerte no es más que un simple cambio de paisaje.

La mujer vació su pipa, volvió a llenarla, la encendió de nuevo, dio unas caladas y dijo por último:

—Mira, Pahana…, quiero hacerte un regalo.

—¿Un regalo? —repitió Faraday mientras sus lápices de color capturaban el tono vivo de su blusa, la falda de gamuza, los reflejos de la plata y la turquesa bajo la luz del sol, y aquellos ojos castaños llenos de vida que no paraban de estudiarlo.

—Escucha, Pahana. Escucha lo que hay a tu alrededor.

Faraday lo hizo, pero no oyó más que el silencio del desierto.

—¿Qué se supone que tengo que oír? —preguntó.

—El silencio tiene sus propias voces.

—Explíqueme, por favor.

La anciana sacudió la cabeza.

—Aún no estás preparado. Antes de poder comprender nuestra sabiduría, tienes que conocerte a ti mismo, Pahana. —Alargó el brazo y extendió su índice moreno—. Ahí es donde empezamos…

Faraday miró hacia donde le señalaba. No había nada de particular en aquel pedazo de tierra: arena, con matojos de hierba seca, guijarros esparcidos y, ocultas entre todo ello, las huellas de pequeñas criaturas. Cuando le indicó que retirara la arena, él se inclinó y dio una patada en el suelo. Su bota tropezó con algo sólido debajo. Se arrodilló, lo extrajo y, cuando le hubo quitado la arena, lo sorprendió ver que se trataba de un camastro de madera, como una balsa enterrada en mitad del desierto.

La apartó a un lado y vio que se abría un agujero debajo. Había suficiente luz solar para iluminar el interior de la cueva, solo que no se trataba en realidad de una cueva, sino de una cámara subterránea, hecha por el hombre. Comprendió entonces que debía de tratarse de una kiva, como las que había visto en los pueblos de los hopi y los zuni. Mientras escudriñaba el interior, se levantó hasta su nariz polvo de siglos.

La anciana le indicó que aquel era el siguiente paso que debía dar.

Levantó la mirada hacia ella, con su silueta proyectada contra el sol del atardecer y sus trenzas que arrojaban destellos semejantes a los de la plata de sus joyas.

—Llevo aquí cuatro años buscándola —le dijo—. ¿Por qué no se ha revelado a mí hasta este día?

—Tú mismo oíste ya la respuesta de labios de un extraño que te engañó. Te ofreció un camino rápido para llegar a los hombres santos que buscabas. Se quedó con tu dinero y, cuando tú lo recuperaste, en aquel mismo momento aprendiste que no hay ningún atajo para llegar a la verdad, que no puedes pedir a otros hombres que te conduzcan a tu destino. Sino que debes seguir tu propio camino y por ti mismo. Cuando mi pueblo sale en busca de una visión, Panana, no contratamos guías, no compramos mapas: vamos solos. La soledad conduce a la verdad.

Faraday miró de nuevo el interior de la kiva y distinguió el banco circular de piedra que corría adosado al muro interior de ladrillo, el hogar para el fuego en el centro…, y recordó lo que le había dicho John Wheeler acerca de las kivas: que eran los lugares santos donde los sacerdotes accedían al mundo del espíritu.

—¿Puedo bajar ahí? —preguntó.

—¿Para qué crees, si no, que te lo he mostrado?

Faraday se apresuró a ponerse de pie con renovado celo. ¡Si hubiera estado allí Elizabeth para compartir con él aquel fabuloso momento!

Una nube tapó brevemente el sol y sintió frío. Elizabeth… Estaba seguro de que fue su voz la que lo llamó. Pero… ¿cómo? ¿Significaría aquello que Elizabeth estaba muerta?

—Pahana… —lo llamó con severidad la anciana, haciéndolo volver a la realidad.

—Sí, sí —respondió—. Pero necesitaré una escalera.

Volvió a colocar el camastro sobre el orificio para la salida de humos (aunque la madera era vieja y había pasado mucho tiempo a la intemperie, la sequedad del desierto la había conservado bien y era aún bastante pesada), y se apresuró a tomar el camino de vuelta a su casa en busca de nuevos pertrechos, dejando a la anciana sentada en la peña fumando su pipa.

Al día siguiente Bettina le preguntó de nuevo qué se traía entre manos y, tras volver a endilgarle una serie de vagas respuestas, regresó a la kiva y bajó la escalera. Antes de descender él, sin embargo, la anciana lo previno:

—Así no puedes entrar. Tienes que prepararte a ti mismo, Panana. Has de ayunar y meditar, y sudar para expulsar de tu cuerpo los venenos del mal.

Entonces le explicó lo que debía hacer.