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El aviso no le llegó de inmediato. Faraday sabía ya que se requeriría tiempo para que el plan diera sus frutos; pero en marzo, tras unas semanas de acudir regularmente a la oficina de correos de Banning, encontró una carta de Bernam que lo aguardaba allí. Empleó el teléfono de la oficina postal para llamar al hotel de Redlands, donde Bernam estaba a la espera de su llamada. La conversación fue breve. Faraday dijo:

—Concierte la cita. Quede con él, y yo me encargaré del resto.

El padre McClory, caracterizado aquella semana como el hombre de negocios «John Finch», avanzó hacia el final del pasillo dándose golpecitos de satisfacción en la barriga y se detuvo ante la puerta de la habitación del hotel. Otro pichón, otros mil dólares. Cuando el buen Dios se puso a distribuir cerebro entre las personas —se dijo—, a él debió de tocarle ración doble. Sonrió mientras llamaba a la puerta y se identificaba a través de ella a la persona que estaba al otro lado. Después, en cuanto abrieron, entró. Llegó hasta el momento de saludar: «Buenas noches, capitán…», cuando notó de repente en el brazo algo punzante, como el aguijón de una abeja. Al instante siguiente, la puerta se cerró de golpe a su espalda y giró sobre sus talones para encontrarse allí de pie con alguien que no era el capitán Harding.

Un hombre con un revólver en la mano y una jeringuilla hipodérmica en la otra.

—¿Sorprendido? —le preguntó Faraday.

McClory entrecerró los ojos para mirar a aquel hombre cuyo rostro le resultaba familiar, tomando en consideración la alta y desgarbada estatura, los ojos hundidos y la barba perfectamente recortada. El nombre le vino a la memoria enseguida: Hightower. El idiota que buscaba chamanes indios.

—¿Qué me ha hecho usted? —gruñó McClory frotándose el brazo.

—¿Cómo se siente uno cuando las tornas se le vuelven en contra, McClory, o comoquiera que se llame usted? —dijo Faraday.

Estaba nervioso, pero su voz y su cuerpo no lo traicionaban. La ira y la sed de venganza los mantenían firmes.

—¿De qué diablos me está usted hablando? —preguntó con recelo McClory, con los ojos fijos en el revólver.

—Ha venido usted con el propósito de desplumar a un tal capitán Harding. Es amigo mío. Su nombre auténtico es Bernam. Sabía que no podría usted resistirse a esto —dijo Faraday indicando el periódico abierto sobre una mesa, en el que había un anuncio personal clasificado marcado con un redondel en tinta roja: «Historiador naval busca información concerniente a un galeón español cargado de oro que desapareció frente a la costa de California en el año 1652. Se gratificará. Responder, por favor, a Los Angeles Clarion, apartado 788»—. Ni que decir tiene —siguió Faraday— que, por si usted no hubiera visto el anuncio o decidiera no picar el anzuelo, tenía planeados otros: viudas ricas deseosas de encontrar a sobrinos largo tiempo perdidos; herencias no reclamadas; mormones buscando a Quetzalcóatl… vamos…, el tipo de cosas a las que sabía que usted no podría resistirse.

Bernam había recibido solo una respuesta al anuncio y, puesto que Faraday le había dibujado un retrato de McClory, cuando el remitente se dejó ver en el restaurante donde había convenido por teléfono que se encontrarían, Bernam supo enseguida que era el estafador. Se había presentado a sí mismo como el capitán Harding, retirado de la armada y ahora historiador. McClory le dijo que tenía un mapa que mostraba el lugar donde se había partido el galeón contra los arrecifes de las islas del Canal en aguas de Santa Bárbara. Que en circunstancias normales se lo regalaría al capitán sin pedirle nada a cambio, pero que su madre necesitaba una intervención quirúrgica…

—Mi amigo el señor Bernam me contó lo reacio que se mostró usted a aceptar dinero de él. Cómo le insistió en que lo mejor que podía hacer era volverse a Seattle para jubilarse y vivir de sus pequeños ahorros. Pero entonces usted le contó que se rumoreaba que el galeón transportaba oro de los aztecas y de los incas cuando naufragó frente a Santa Bárbara…

Al final, Bernam había dado instrucciones a McClory para que acudiera al hotel con el mapa, asegurándole que le conseguiría el dinero.

—¿Qué me ha hecho usted antes? —preguntó de nuevo McClory restregándose el brazo.

—Veneno —respondió Hightower mostrándole la jeringuilla vacía.

McClory arrugó su nariz respingona.

—No le creo —dijo.

—Me tiene sin cuidado que usted me crea o no —dijo Faraday con voz fría—. Le quedan unos treinta minutos de vida. Y, cuando se aproxime el final, no será agradable.

McClory soltó una breve y desagradable risotada.

—¿Con que es eso? ¿Ha venido usted a matarme?

Faraday deslizó en su bolsillo la jeringuilla y sacó otra de él, con su aguja hipodérmica. La sostuvo a la luz para que McClory pudiera ver que estaba llena de un líquido azul pálido.

—Este es el antídoto —dijo.

McClory se encogió de hombros, pero en su frente comenzaban a brotar gotas de sudor.

—Así que me ha atrapado usted. Supongo que quiere que le devuelva su dinero, ¿no? No es usted el primero que lo intenta. Y ninguna droga va a lograr hacerme ceder. —Frunció el ceño y se tambaleó levemente.

—¿Droga? —repitió Faraday—. Le aseguro que lo que le he inyectado es veneno. Tiene usted… —consultó su reloj—, veintiséis minutos. Si no me devuelve mi dinero, morirá en esta habitación y la policía no sabrá nunca qué ha ocurrido.

McClory contemplaba fijamente la jeringuilla.

—Usted no haría eso. ¡Es médico!

—Padre —le corrigió Faraday—. Primero soy padre, y médico después. Usted subestimó la ira de un padre cuya hija pequeña ha visto cómo le arrebataban la vida que le correspondía llevar. —Faraday dio un paso hacia él, con el revólver amartillado y apuntándolo—. Por su culpa, McClory —siguió en un tono que el otro no había oído antes, no al menos en la voz de aquel pichón que, cuando se vieron la vez anterior, le había parecido tan inmaduro e ingenuo—, mi hogar fue allanado, mi hija se vio sacada a la fuerza a la calle, aterrorizada por unos extraños que se apoderaban de sus cosas. Y ahora no tiene futuro porque me dejó usted sin un centavo. —Faraday dio un paso más hasta que McClory pudo percibir la tensión que ahogaba la garganta del otro, que indicaba que había perdido el control de sus acciones—. Por lo que le hizo usted a mi hija, merecería que le diera un centenar de muertes horribles.

McClory trató de aparentar indiferencia, pero su rostro se había vuelto gris y el sudor comenzaba a correrle por la frente.

—No pensaba usted que volvería a verme, ¿verdad? Contaba con que sus víctimas se sentían tan cohibidas y abochornadas por el hecho de haber sido objeto de un timo, que no irían detrás de usted y ni siquiera a la policía. Pero esta vez se equivocó usted de hombre. Sí, soy médico, experimentado en el arte de salvar vidas. Pero lo soy también en el arte de quitarlas. Si no me devuelve mi dinero, morirá como una rata envenenada y a nadie le importará lo más mínimo.

McClory se pasó la lengua por los carnosos labios, mientras buscaba con la vista la forma de escapar. Pero Faraday mantenía bloqueada la puerta. El estómago de McClory comenzó a sentir una especie de náusea mientras el sudor se extendía por todo su cuerpo.

—¡Nunca he matado a nadie! —protestó—. Lo único que hago es quitarle de encima a la gente el dinero del que están deseando separarse. ¡Eso es todo!

—Se aprovecha de los más vulnerables y desesperados.

—¡Me aprovecho de su codicia! Ofrezco un mapa que conduce al oro, y me pagan por eso. Usted mismo andaba tras los chamanes de Moctezuma. Intentando desenterrar riquezas.

—Yo busco otra clase de riquezas.

—La codicia es la codicia, Hightower. Y usted es como cualquier otro que busca hacerse rico cuanto antes. Nadie está dispuesto a trabajar para obtenerlo.

—¿Y usted sí?

—Le sorprendería saber lo duro que es este trabajo. ¡Jesús!, no me encuentro bien… ¡No irá usted a matarme de veras!

—Mi dinero, McClory. Déme mi dinero y le administraré el antídoto.

—¡De acuerdo!

Salieron los dos de la habitación del hotel. Era de noche y el pasillo estaba desierto. Faraday guió a McClory a la puerta trasera. Fuera aguardaba un carromato tirado por un caballo.

Luego obligó a McClory a tumbarse en la parte de atrás de su carreta y, al amparo de la oscuridad de la noche, ató los tobillos y las muñecas del hombre, extendió una lona impermeable por encima de él y empezó a seguir las indicaciones que McClory le daba para llegar a una cabaña en las estribaciones de San Bernardino.

Llegaron a una oscura y silenciosa granja escondida entre pinos. Faraday desató los pies de McClory y tiró de ellos para sacarlo de la carreta. Para entonces, el corpulento individuo estaba mareado y notaba revuelto el estómago. Tenía las ropas empapadas de sudor. Entró tambaleándose por la puerta de la cabaña y le indicó a Faraday dónde podía encontrar el dinero.

Faraday localizó las dos tablas sueltas que había en el suelo y, al levantarlas, vio debajo una caja de lata. La llevó a la luz de la linterna y comprobó que estaba llena de dinero. Faraday calculó que habría unos cuantos miles de dólares.

—¡Es todo lo que tengo, de veras! —dijo McClory, dejándose caer en una silla tapizada, que soltó una nube de polvo—. ¡Dios es testigo de que no tengo nada más! El antídoto…, por favor…

—Usted me robó diez veces más…

McClory jadeó como si se quedara sin aliento.

—Mi socio se llevó casi todo, e invirtió una parte… ¡Jesús…! ¡Qué mal me encuentro!

—Jesús no va a ayudarle —dijo Faraday mientras recogía los billetes y los guardaba en sus bolsillos.

—¡Deme ese antídoto! ¡Me muero!

Volvieron a la carreta, con McClory tambaleándose para llegar allí. Faraday lo obligó a tenderse de nuevo en la parte de atrás. No se molestó en atarle los pies. McClory estaba ya medio inconsciente.

—Una parada más —dijo Faraday en voz alta, al tiempo que hacía restallar las riendas y el caballo se ponía al trote.

El detective Boggs estaba en la comisaría de policía porque Faraday lo había avisado. Unos agentes uniformados levantaron de la improvisada cama al inconsciente McClory.

—Le he administrado un sedante —explicó Faraday—. Volverá en sí en unas pocas horas. Cree que lo he envenenado. Lo sorprenderá encontrarse aún vivo.

—Y dentro de una celda —añadió Boggs con una sonrisa. Consideró con un vistazo al enjuto y barbudo médico, y le dijo—: Tengo que quitarme el sombrero ante usted, doctor Hightower. Estoy impresionado. Jamás pensé que volvería a verlo de nuevo por aquí. Y ciertamente ni se me pasó por la imaginación que acabaría atrapando a esta rata. ¿Pudo usted recuperar su dinero?

Bajo la luz de la lámpara de gas, Faraday valoró asimismo al detective y, consciente de que el dinero era una prueba y tendría que entregarlo a la policía, contestó:

—Por desgracia, el dinero ha desaparecido.

Los ojos de Boggs se cruzaron con los de Faraday; el policía vio en ellos una nueva fuerza, así como valor y determinación; asintió y dijo:

—No es posible derrotarlos en todo, señor. Le deseo buenas noches, y que tenga usted mucha suerte.