56

Los alaridos eran inhumanos.

Cuando Faraday pasaba junto a las gigantescas peñas, con su caballo nervioso y difícil de controlar, oyó voces además de los alaridos.

Abandonando su montura, porque la yegua no quería seguir adelante, Faraday corrió hacia los peñascos de donde provenían aquellos sonidos que parecían de otro mundo y, en el momento de coronar las formidables rocas y en cuanto pudo resguardar sus ojos del ardoroso sol poniente, presenció un asombroso espectáculo.

Una borrica de color chocolate, de grandes y alargadas orejas y crines cortas y erizadas, tenía atrapada una de sus patas delanteras en la rendija de una roca. El pobre animal rebuznaba con todas sus fuerzas y daba coces con sus patas traseras, pero lo rodeaba una jauría de coyotes hambrientos, a los que un anciano trataba de ahuyentar con un bastón.

Faraday sacó su pistola y corrió hacia ellos. Ante su sorpresa, los coyotes no se movieron. En circunstancias normales, ver a un ser humano habría hecho que salieran corriendo. Ahora eran dos, que gritaban y agitaban los brazos, pero los fieros cánidos mantuvieron su posición observando cómo se debatía la borrica para librarse de su cepo de piedra.

Finalmente, Faraday disparó su pistola y la jauría se dispersó. Pero la borrica siguió chillando y rebuznando mientras el anciano intentaba calmarla.

—¡Tenga cuidado! —le advirtió Faraday—. Le dará una coz.

—Si no la tranquilizo y libero su casco, se partirá una pata con toda seguridad.

Calculando el tamaño del asustado animal, cuya alzada estaría a metro y medio del suelo, Faraday calculó que pesaría unos doscientos kilos. Corrió hacia donde había dejado su propio animal de carga, bajó de él su maletín negro de médico y se apresuró a volver al lugar de la escena.

Entretanto, el viejo no cesaba de repetir:

—Tranquilízate ahora, Sarah… Lo coyotes se han ido.

Faraday abrió enseguida su maletín, montó una jeringuilla hipocabañadérmica, la llenó con líquido de un frasco y dio un paso hacia el animal.

—Tenga cuidado usted ahora, señor. Sarah muerde cuando está asustada.

La borrica se encabritaba y rebuznaba, daba coces con las patas traseras y, cuando vio acercarse a Faraday, trató de asestarle un mordisco con sus amarillentos dientes. Faraday esperó el momento oportuno, aguardó y finalmente arremetió a fondo para hundirle la aguja en la paletilla y retroceder de inmediato en cuanto los grandes dientes del animal se cerraron en el aire. Tras llenar de nuevo la jeringuilla, le asestó otro pinchazo. Al cabo de un momento, la borrica dejó de cocear y comenzó a tambalearse.

—¡Rápido ahora! —dijo el anciano—. ¡Antes de que se caiga! Porque, si lo hace, seguro que se rompe la pata.

Con el pobre animal bamboleándose sobre sus cabezas, Faraday y el buscador de oro apartaron las piedras y lograron extraer el casco antes de que las rodillas de la borrica se doblaran, se desplomase en el suelo rodando hacia un lado y se desvaneciera.

Faraday buscó de inmediato un pulso en el cuello, lo encontró y después examinó los ojos del animal. Dejó escapar un suspiro: por un instante temió haberla matado.

—La herida no es grave —dijo, al tiempo que sacaba de su maletín un antiséptico y gasa, para examinar a continuación la cuartilla del animal justo encima del casco.

—¿Es usted veterinario? —preguntó el anciano, poniéndose en cuclillas para observar el trabajo de Faraday.

—Doctor en medicina. La verdad es que estoy acostumbrado a pacientes de menor tamaño —añadió sonriendo al hombre, que acariciaba preocupado la cabeza de la borrica.

Sarah tenía una cara amable, ojos grandes y soñolientos con largas pestañas y el hocico blanco. Su capa era marrón, con la panza clara, la cola poblada, patas finas y pezuñas pequeñas. Una criatura de carácter amable, como le aseguró el anciano a Faraday.

El sol se puso mientras Faraday vendaba la herida, y las sombras comenzaron a extenderse por el suelo del desierto. Cuando se puso en pie, el viejo se levantó con él diciéndole:

—Le agradezco su amable ayuda, doctor. Hubiera podido librarla yo mismo, de no haber sido por los coyotes. La asustaron muchísimo, sí. Pude haberme roto la crisma intentándolo. Sarah y yo estamos en deuda con usted. —Se pasó el dorso de las manos por los ojos y soltó un poderoso resuello—. Lo hubiera perdido todo sin ella. Jamás me he casado. Sarah es todo lo que tengo en el mundo. Llevamos juntos veintiocho años. —Se sacó del bolsillo un pañuelo rojo de cuadros y se sonó estruendosamente en él—. ¡Maldita sea…! ¡Soy el bastardo más sentimental de la tierra! —Después le tendió la mano que aún tenía libre—. Me llamo Bernam.

—Faraday Hightower.

Los dos se dieron un caluroso apretón.

Con aquellos ojos descoloridos y su tez curtida, Bernam era probablemente el hombre más viejo que Faraday había conocido, pero su voz era fuerte y vigorosa mientras se acariciaba la barba manchada de tabaco y presumía de saber más sobre los desiertos de Mojave y del Colorado que cualquier otro hombre vivo o muerto.

Bernam se hallaba acampado en las proximidades de un lugar llamado la Roca del Arco, e invitó a Faraday a compartir su fogata y su humilde comida de frijoles y pan.

—Aquí han acampado muchos hombres famosos —le dijo mientras las estrellas comenzaban a brillar en el firmamento—. ¿Ve usted las iniciales grabadas en ese peñasco?

Faraday apenas pudo distinguirlas a la luz del crepúsculo: «W. E. 1887».

—Las grabó nada menos que Wyatt Earp en persona. Es muy probable que usted haya oído hablar del famoso duelo en OK Corral. La noticia más grande que publicaron los periódicos desde que Lee se rindió en Appomattox. Earp conservó después de aquello fama de pistolero. Pero en realidad era un buscador de oro. Vino por aquí una docena de veces buscando una parcela que marcar y reclamar. Creo que ahora dirige casas de juego en Nevada. Se ha vuelto un tipo respetable. —Bernam sacudió la cabeza—. El salvaje Oeste era otra cosa —murmuró con añoranza, mientras sus ojos lechosos contemplaban el fuego como si recordaran unos cuantos tiroteos protagonizados por él—. Ya nunca volveremos a ver nada parecido.

Envueltos en pesados capotes, porque era enero en el desierto y el aire cortaba como el vidrio, comían los dos en silencio extendiendo frijoles en el pan mientras el café se colaba. Bernam se levantó en dos ocasiones para ir a ver a Sarah.

—¡Pobre viejuca! Le prometí que nos retiraríamos. Se lo ha ganado bien. Estoy pensando en una modesta cabaña realmente nuestra, con un huertecillo para verduras. En cuanto pueda permitírmelo.

Bernam sirvió café y se disculpó por no tener azúcar.

—Mi provisión de azúcar se agotó hace días. Y aborrezco tomarlo sin endulzar.

Faraday buscó en el interior de su propia bolsa de provisiones y sacó de ella dos terrones de azúcar.

—Por lo que veo son también los dos últimos que tengo. Uno para usted y otro para mí.

Bernam miró el terrón de azúcar que tenía en la correosa palma de su mano.

—¡Qué gran bondad de su parte compartir lo último que le queda! —Miró a continuación a Sarah, que estaba tumbada a su lado, medio adormilada. Se levantó y fue a arrodillarse junto a ella, para acariciarle el cuello. Luego le introdujo en la boca el terrón de azúcar, que el animal chupó agradecido—. Me ha servido bien —comentó al volver mientras bebía su café amargo—. Jamás se ha quejado.

—¿Qué hace usted aquí, señor Bernam?

—Nada de señor. Bernam, sin más. Si alguna vez tuve nombre de pila, no lo recuerdo. Pues lo mismo que todos: buscar oro. —Esbozó una sonrisa socarrona—. Bien es verdad que soy el buscador de oro más desgraciado de este lado de Río Grande… Pero tengo que abandonar mi sueño, porque ya es demasiado duro para Sarah. Llevo en ello más de treinta años y no he encontrado nada que valiera la pena. Hace mucho tiempo estuve en la marina mercante. ¿Se lo imagina? ¡Pasar de la vida en el mar a la vida en el desierto…! ¿Ha encontrado usted algo?

—Yo no busco oro. Al menos, no directamente.

Bernam arrugó la nariz.

—¿Cómo puede alguien buscar oro indirectamente?

Faraday le habló de los chamanes, y Bernam no lo miró con sorpresa o con escepticismo, como hacían la mayoría, sino que lo observó de refilón bajo la ancha ala de su tronado sombrero y dijo:

—Hightower… Ya pensaba yo que me resultaba familiar. He oído hablar de usted. La gente habla de usted, ¿no lo sabía? Lo llaman «Haywire», el que ha perdido la chaveta…

Aquello fue una sorpresa para Faraday.

—¿Qué dicen de mí? —preguntó.

—Que está usted loco de remate. Pero lo mismo dicen de mí, así que no lo tenga en cuenta. Cualquiera que se pasa la vida en el desierto tiene que estar loco. No les haga caso.

Aun así, a Faraday lo intranquilizó saber que la gente murmuraba de él a sus espaldas llamándolo loco. Y todavía más la posibilidad de que Morgana pudiera oír tales habladurías.

Mientras rebañaba su plato como si aquella fuera a ser su última comida, Bernam comentó:

—¿Chamanes, dice usted? Hay una antigua leyenda acerca de unos indios que llegaron aquí hace mucho tiempo provenientes del este. Distintos de los de estas tierras. No como los locales, los agua caliente o los paiute. Tampoco como los hopi o los navajo. Unos indios diferentes y extraños. Diferentes del resto y los últimos de su raza.

El recuerdo de McClory había hecho cauto a Faraday.

—¿Cuánto dinero va a pedirme por esa información? —preguntó.

—Ni hablar de dinero, hombre… Se lo debo por lo que ha hecho a Sarah.

Faraday, pues, decidió correr el albur y le mostró a Bernam los dibujos de la adivina gitana. Su compañero asintió con la cabeza y dijo:

—Me resulta familiar este zigzag… Creo que sé qué es. Pero está usted buscando en el lugar equivocado. Tiene que buscar bastante más allá —añadió, señalando con el brazo en dirección al oeste. Faraday le preguntó entonces si sabía qué podía significar hoshi’tiwa, y no lo sorprendió en absoluto ver que Bernam sacudía la cabeza y respondía—: No me suena nada de nada.

Acabaron su cena y su café mientras las estrellas seguían su antiguo curso por encima de sus cabezas, se alzaba la luna y los coyotes se llamaban unos otros en mitad de la noche. Bernam iba a ver con frecuencia a Sarah y le murmuraba algunas palabras en la oscuridad, lo que hacía que Faraday se sintiera más solo y lleno de añoranza.

Sus pensamientos, en efecto, se dirigían a Elizabeth, como hacían casi cada noche cuando se sentía solo. Se preguntaba dónde estaría ahora, qué era lo que había ido mal entre los dos. Su enfado inicial con ella se había fundido en una melancolía agridulce cuando revivía en su mente las semanas de ensueño pasadas en sus brazos en el pico Smith, y sonriendo cuando recordaba la expresión de su rostro cuando entró en la tienda de su particular Egipto.

Luego pensó en Morgana y en la dureza de la vida que llevaban ella y Bettina en su hogar. Cuando Faraday regresara allí, encontraría a las dos trabajando en la colada, hirviendo ropas en la estufa, con la atmósfera impregnada de olor a jabón y a lejía. Y si no estuvieran lavando y planchando, las encontraría cocinando inclinadas sobre el gran horno de hierro fundido que parecía estar a punto de quemarlas. Bettina y Morgana tenían siempre el rostro enrojecido, sudoroso. Cada vez que las veía trabajando en el huerto para sonsacar a la requemada tierra tomates, rábanos o cebolletas —¡su hijita siempre tenía tierra en las manos!—, pensaba en lo egoísta que era y se prometía a sí mismo quedarse, abrir su consulta, volver a la práctica de la medicina, cuidar bien de su hija y dejar para otro momento en el futuro la búsqueda de sus chamanes. Pero al cabo de un día o dos, su obsesión retornaba otra vez y se decía a sí mismo que se le estaba agotando el tiempo. Por centésima vez se preguntaba qué sucedería si los últimos descendientes de los chamanes anasazi estuvieran a punto de exhalar su último suspiro, y Faraday llegara demasiado tarde para ser exorcizado de los demonios, demasiado tarde para resolver el misterio de lo que ocurrió en realidad en Chaco Canyon hacía centenares de años. Entonces se apresuraba a empaquetar sus pertrechos, cargaba su caballo y su mula, y marchaba una vez más al desierto en busca de respuestas.

Esta vez sus pensamientos fueron a parar a McClory, porque él era el culpable de que Morgana estuviera viviendo de aquella manera.

En los quince meses transcurridos desde que aquel hombre se hubiese apoderado de su fortuna, Faraday había intentado discurrir medios para recuperar su dinero, pero no había dado con ninguno… hasta entonces. Porque al observar cómo el viejo Bernam, el marino mercante retirado, persuadía con suaves palabras a aquella borrica para que se pusiera sobre sus patas, se le ocurrió de pronto una idea.

Cuando el buscador regresó a la lumbre y declaró que su vieja compañera de fatigas iba a quedar bien, Faraday dijo:

—Comentó usted antes que deseaba pagarme de algún modo mi ayuda…

—Sí, lo que sea. No tiene más que decírmelo.

—Querría hacerle una propuesta, que pudiera ser lucrativa para los dos.

El plan, que acababa de idear en aquel mismo instante, salió de labios de Faraday perfectamente elaborado y, mientras el viejo buscador de oro lo escuchaba, su boca exhibió una amplia y desdentada sonrisa.

—Eso le gustaría mucho a Sarah —dijo.