Llevaba un año buscando en la zona minera en torno a Twentynine Palms y Joshua Tree, cuando Bettina le anunció que quería transformar su casa en una hostería. El señor Vickers les había hecho una visita por navidades, de camino para llevar biblias a Hawai, y había encontrado muy insatisfactorio su alojamiento. Al comentarle a Bettina que los árboles que tenían en su propiedad brindaban una atmósfera agradable, en especial para el viajero fatigado, le había dado la idea: «Ahora que cada vez viene más gente de vacaciones aquí, Faraday, con toda Europa tan devastada por la guerra, se me ha ocurrido que, con mi refinamiento y habilidad para el trato con la gente, podría dirigir aquí una posada respetable, que es un negocio del que existe gran demanda».
Faraday reconocía que su cuñada podría ser una excelente anfitriona para los viajeros.
Por ejemplo, ya se había dado cuenta de que ella pensaba ante todo en que se sintiera como en casa. Cuando el tiempo era caluroso, empapaba sábanas en agua y las colgaba alrededor del porche para que cuando dormían durante la noche, las sábanas refrescaran la brisa nocturna que soplaba. Jamás llegaba a casa sin encontrar su comida favorita esperándolo: patatas gratinadas, chuletas de cerdo, tarta de cerezas. Bettina lo dejaba solo con su café y sus mapas mientras él le mostraba a Morgana dónde había estado y los animales que había visto, y mientras serenaba su alma acariciando los hermosos cabellos de su hija, en tanto que su cuñada se contentaba con encerrarse en su dormitorio, ocupada en lo que estuviera haciendo.
Pero no accedió a la petición de Bettina de transformar su casa en una posada para viajeros. Le recordó que ya tenía suficiente trabajo ocupándose de Morgana y de él mismo. Y que no quería que su hija estuviese rodeada de extraños.
Además, en el fondo pensaba que, una vez hubiera encontrado a McClory, sus circunstancias cambiarían de nuevo y no haría ninguna falta que Bettina convirtiera su hogar en un hotel.