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—Es usted lo que los artistas del timo llaman un «pichón», doctor Hightower —le decía el detective de la policía de San Bernardino.

Faraday contemplaba pesaroso la fotografía de quien no podía ser otro que el padre McClory. Tenía una serie de números cruzando su pecho, porque era la foto de una detención ocurrida cinco años atrás, cuando McClory había pasado varios meses en la cárcel.

—¿Un artista del timo? —repitió Faraday con voz apagada, incapaz de encajar lo que el detective le había estado diciendo.

—Maxwell McClory, un maestro del disfraz. La última vez que oímos hablar de él, se dedicaba a estafar a viudas alegando reunir dinero para obras de caridad. En una ocasión se hizo pasar por promotor de fincas. Intentaba vender tierras a gente de fuera de la ciudad colgando fruta de árboles de Josué y haciéndolos pasar por naranjos.

—Entonces… ¿no es un sacerdote católico?

—Nada más lejos de la realidad. Comenzó a representar ese papel hará un par de años, cuando descubrió que la gente confiaba en él al verlo. Por el alzacuellos…

—Pero ¿cómo…? —empezó Faraday—. Quiero decir que el desierto es inmenso. Yo había acampado y él se presentó allí de pronto. Sin embargo, parecía saber exactamente lo que andaba buscando.

—Se sabe que trabaja con este otro hombre —dijo el policía, quien sacó una foto que hizo que Faraday se tragara sus propias palabras pues reconoció en ella el rostro del gigantón de barba negra con quien había conversado en el almacén de los buscadores.

—Se apellida Arrington —siguió el policía—, ronda los lugares donde los esperanzados buscadores de oro van a proveerse de equipo, y les ofrece falsos mapas de tesoros o datos de minas inexistentes. Obviamente, usted se detuvo allí para algo, y Arrington lo señaló como un posible pichón…, por su aspecto y por su forma de comportarse como un caballero. ¿Le dijo usted que buscaba algo?

—Sí, una mina de oro.

El detective asintió.

—Pues él pasó la información a su compinche, ya que sabía que usted acamparía donde le dijo que buscara. ¿Me equivoco?

Ciertamente Arrington le había recomendado a Faraday que mirara en la zona donde lo encontró luego McClory.

—Pero McClory sabía exactamente lo que yo quería —alegó Faraday, todavía incapaz de creer que había sido engañado por un par de timadores—. Yo no le dije a Arrington nada de eso. McClory tenía un libro… —se apagó su voz al darse cuenta de lo ridícula que resultaba su historia…—, un libro sobre Jesús en México.

Pero aquello no pareció sorprender al policía.

—McClory elige sus presas entre los mormones.

—¡Me preguntó si yo era mormón, sí! Pero ¿qué demonios va a querer un mormón de un sacerdote católico?

—Les dice que tiene un mapa donde se indica el lugar donde está enterrado un segundo juego de planchas de oro, como las que encontró Joseph Smith. Les dice que Jesús las llevó a México hace dos mil años. Por desgracia, McClory ha estafado a un buen número de mormones con esta historia. ¿Llevaba consigo algún mapa?

Faraday se sintió terriblemente avergonzado de su credulidad.

—El mapa de un conquistador —asintió.

—Es uno de sus ardides más habituales —dijo con afabilidad el policía—. Dice tener la mitad del mapa, usted pone el dinero para comprar la otra mitad, y el tesoro es suyo. Corren por aquí centenares de falsos mapas de tesoros…, ¡como si el desierto fuera el lugar más adecuado del mundo para que la gente entierre su oro! Una de las historias más populares es la que se refiere al botín del robo del tren por parte de Jesse James y su banda. Además de frecuentar los lugares adonde van a proveerse los buscadores de oro, como ocurrió en su caso, señor, estos tipos leen también los periódicos y toman buena nota de las necrológicas, de las noticias de herencias no reclamadas y los anuncios personales.

El detective Boggs acompañó a Faraday a la salida de la comisaría de policía y le prometió mantenerlo informado de cualquier noticia que se tuviera de McClory.

—Pero no espere usted demasiado, señor. Esos dos son tipos muy hábiles. Averiguan cuáles son sus deseos más íntimos, sus sueños más sinceros, y después hacen su trabajo empleando toda una puesta en escena verosímil. En St. Louis se presentaron como un par de cirujanos capaces de curar el cáncer. Viajaban incluso con frascos de tumores.

Ya en los escalones de la comisaría de policía, Faraday se detuvo un instante y dijo:

—Si alguna vez vuelvo a encontrarme con ese McClory…

—Vamos, vamos…, señor Hightower. No se le ocurra tomarse la justicia por su mano. Las acciones parapoliciales jamás han resuelto nada. Nosotros daremos con ese hombre algún día.

—A estas alturas andará ya muy lejos —dijo Faraday sintiéndose muy desgraciado.

—No necesariamente. Comprenda usted, señor…, son pocas las personas que denuncian estos delitos. Se sienten demasiado apurados o no quieren que sus familias sepan que han perdido su fortuna. Por cada víctima que se presenta aquí, hay diez que guardan silencio. Y el sur de California es un excelente terreno de caza para hombres como McClory. Esta zona atrae a personas que buscan una nueva vida, la manera de enriquecerse rápidamente. Son excelentes pichones. McClory no abandonaría jamás tal abundancia de posibles víctimas. Acabaremos encontrándolo.

Cuando Faraday regresó al bosquecillo de álamos en el que habían acampado Bettina y Morgana —«como dos vulgares gitanas», pensó— no tuvo palabras de ánimo que ofrecerles. Después de haber vivido en una elegante mansión en Back Bay y en la lujosa Casa Esmeralda, su hogar era ahora una tienda de lona bajo las estrellas. Bettina cocinaba frijoles en un fuego de leña, mientras Morgana se hallaba en cuclillas en una duna de arena para estudiar el avance de un escarabajo del desierto. En suma, que se habían convertido en los mismos ocupantes ilegales que tanto despreciaba su cuñada.

Faraday se sentía un hombre absolutamente fracasado. Ahora estaban sin dinero y sin casa. En todo el mundo la gente bailaba por las calles celebrando el final de la guerra. Se había declarado la paz pero la noticia apenas rozaba el borde de su conciencia.

Su único consuelo era que Elizabeth no estaba al corriente de su catastrófica estupidez. Bettina estaba envolviendo patatas en periódicos cuyos titulares proclamaban «¡Armisticio!» y metiéndolas en las brasas aún calientes del fuego, mientras su vista se perdía en el llano desierto, donde tras las lejanas montañas no había nada más que arena y vegetación achaparrada. La carretera hasta la población más próxima, Banning, que se encontraba a unos cien kilómetros, no era en realidad una carretera, sino dos simples rodadas en la arena marcadas por los carretones que llevaban pertrechos a las minas. No había pueblo, ni oficina de correos, almacén o escuela, solo rústicas granjas que moteaban el paisaje aquí y allá, y casuchas de mineros abandonadas: últimos vestigios de esperanzas y sueños truncados. Había que excavar pozos para obtener agua y construir presas para reunir el agua de la lluvia. Una vida áspera. Bettina se preguntaba qué era lo que podía atraer a aquellas personas a un lugar tan inhóspito, para ir a vivir tan lejos en modestas viviendas de adobe. Tal vez venían buscando la paz, el silencio, la privacidad. O quizá se escondían de algo, de un pasado en otra ciudad. Pensó en Boston y en las personas que la conocían allí…, que sabían su sórdido secreto. Aquí, ella aborrecía el desierto, pero la gente no la conocía. Y la dejarían seguir de la misma manera. No sería la primera vez que Bettina Liddell había tenido que reinventarse a sí misma.

Le dijo a Faraday que ahora tenía el deber de ocuparse de Morgana y de ella misma. Seguía siendo médico y en otros tiempos se había ganado bien la vida con ello. Le señaló que, con tantos veteranos de guerra que acudirían a aquellas tierras secas a recuperarse de los efectos del gas mostaza, su formación médica gozaría de una gran demanda. Que había asimismo una epidemia mundial de gripe, y que muchos afectados de ella acudían en masa para ser tratados en la atmósfera calurosa y seca del desierto.

—¿Dónde viviríamos? Los pacientes no acuden a un médico que vive en una tienda de campaña…

—Aquí la tierra es libre, Faraday. A condición de construir y vivir en lo que has construido, es tuya.

Él la miró estupefacto. Bettina estaba dispuesta ahora a convertirse en una de aquellas criaturas a las que llevaba desdeñando dos años: una granjera.

—Pero incluso para eso necesitamos dinero —objetó Faraday—, para comprar comestibles al menos, y materiales para construir un refugio. La ley exige que levantemos una vivienda.

—Me tragaré mi orgullo y pediré ayuda al señor Vickers. Es un hombre acomodado. Sé que nos ayudará.

Y fue con el dinero del señor Vickers, que les llegó mediante giro telegráfico desde Boston, con lo que marcaron y reclamaron una parcela de tierra en un lugar llamado Twentynine Palms. Bettina fue a la Oficina de Tierras de Los Angeles, rellenó el papeleo y pagó los diez dólares de tasas. El único requisito que se les exigió fue que construyeran una casa en la tierra y que la cultivaran en alguna medida, y que al cabo de los cinco años presentaran dos vecinos dispuestos a dar fe de que aquellas eran las tierras que reclamaban y de que las habían mejorado, presentando una declaración jurada sobre ambos extremos.

Con el resto del dinero del señor Vickers, Bettina contrató operarios para desbrozar el terreno, edificar la casa y cavar un pozo. Cuando su cabaña tenía ya paredes, pero no tejado —y por ello aún seguían obligados a vivir en tiendas de lona—, informó a Faraday de que el señor Vickers había solicitado de su empresa ser trasladado a las oficinas de la compañía en la costa Oeste, pero que allí lo habían considerado demasiado valioso para prescindir de él, pensando, además, en sus viajes a África.

La cabaña recibió su tejado, y Bettina se puso a la tarea de convertir aquel lugar en un hogar para Faraday y su hija. Él, por su parte, cuando empezó a superar la vergüenza de que le hubieran estafado toda su fortuna, reanudó su búsqueda de la mina de la Caída del Rayo.

Había estado ausente cinco semanas, porque en su viaje por las tierras altas del desierto encontró nieve —con lo que todo el paisaje parecía envuelto en una sabana blanca de misterio— y aquello hizo más lentos sus desplazamientos. Cuando volvió a la granja, sin haber averiguado gran cosa acerca del paradero de sus chamanes, pero tras haber recogido las leyendas tradicionales de los indios de la zona del Morongo, junto con bocetos de sus aldeas y de mujeres tejiendo sus cestos, Bettina le dijo:

—Te has perdido la visita del señor Vickers. Se estuvo aquí todo lo que pudo, esperando verte. Me pidió de nuevo que volviera con él a Boston, pero siento que mi deber cristiano es ocuparme de la hija de mi hermana.

Faraday asintió con pesar, porque no quería dejar a Morgana al cuidado de amas de llaves y niñeras desconocidas.

—Me dio más dinero —dijo Bettina—. Yo no quería aceptarlo, pero me dijo que, si nos casábamos, sería igualmente mi dinero. Y que no estaba dispuesto a dejarme vivir en la miseria.

La casa había mejorado mucho durante la ausencia de Faraday, con papel en las paredes, suelos de madera pulidos y una chimenea de piedra. El huerto que había en la parte de atrás rebosaba hortalizas de invierno —coles, brécol, coliflor— y en el gallinero, protegido contra los zorros hambrientos, se apiñaban gruesas gallinas ponedoras y futuros banquetes para los domingos.

A sus ocho años, Morgana leía y escribía, y estaba aprendiendo a recitar y a bordar. Aunque no podían procurarse un piano, Bettina se aseguró de que la niña tuviera una esmerada formación musical. Su hogar, por lo menos, era estable y seguro. Pero cuando Faraday vio cierto día a su hija persiguiendo un pollo por el polvoriento patio, vestida con ropas remendadas y calzada con zapatos pero sin calcetines, notó que crecía dentro de él la irritación. «Mi hija no debería vivir de esta manera», pensó.

Aquel pensamiento invadió todo su ser. Faraday iría en busca de Maxwell McClory.