Faraday iba silbando feliz mientras cabalgaba por la carretera en dirección a Casa Esmeralda, con el sol brillando sobre las palmeras y en la cumbre nevada del monte San Jacinto. Se acercaba ya a su destino; pronto se reconciliaría con Dios. Después de un día de descansar en casa, compartiendo las sustanciosas comidas de Bettina, confortando y pasando las horas con Morgana, se reuniría con el padre McClory y partirían juntos para México, donde por fin encontraría a sus chamanes.
Había decidido no escribir a Elizabeth anticipadamente acerca de su deseo de ir a verla a Nueva York. Sería mejor que se encontrara con ella cuando le llevara buenas noticias. Cuando ya hubiera recogido la sabiduría de sus antiguos chamanes y pudiera ponerla a sus pies. Entonces sí escribirían libros y los llenarían con las fotografías obtenidas por Elizabeth y sus propias ilustraciones en color.
Mientras se acercaba a la casa, su cabeza estaba llena de preguntas y planes… ¿Debería llevar a Morgana consigo? Y en tal caso, ¿accedería Bettina a acompañarlo en un viaje tan agotador? ¿O aceptaría la idea de dejar a Morgana en casa, cuando pudiera ser que su ausencia se prolongara todo un año?… Todo esto pasó por su cabeza minutos antes de que su cerebro fuera consciente de lo que estaban viendo sus ojos.
Una enorme carreta, tirada por seis caballos, estaba siendo cargada de muebles, y había unos hombres que entraban y salían de la casa transportando objetos familiares —cuadros, lámparas, alfombras…—, en tanto que Bettina y Morgana aguardaban de pie en la escalera, con los sombreros y los guantes puestos, vestidas con ropa de viaje. Cada una de ellas llevaba en la mano una maleta.
Faraday espoleó su caballo para lanzarlo al galope. ¡No podía ser que pensaran dejarlo! ¿O estaría Bettina cumpliendo su amenaza de llevarse a Morgana a Boston?
Saltó de la silla y fue derecho a su cuñada, que le dijo:
—Nos están desahuciando.
—¿Cómo es posible? —exclamó Faraday, y se apresuró a pedir una explicación.
Según el agente del banco, un hombre de cara afilada que daba la sensación de sentirse incómodo al sol, el banco no solo estaba procediendo a desahuciarlos, sino también incautándose de sus pertenencias para cubrir pagos pendientes, impuestos y otros cargos. Todas las compras que había hecho Faraday de caballos y otros pertrechos para la expedición habían sido canceladas.
—No hay ni un solo centavo en su cuenta, doctor Hightower —dijo mostrándole a Faraday el libro de caja.
—¿Cómo han permitido ustedes algo así? —le gritó al hombre.
—Verá, doctor Hightower… Un tal padre McClory presentó una carta con sus instrucciones. Si recuerda usted, esa carta fue mecanografiada por una de nuestras secretarias y dos empleados del banco actuaron como testigos cuando usted la firmó. No pudimos hacer otra cosa —dijo, y añadió en tono compasivo—: De haber estado yo presente, hubiera podido aconsejarlo, doctor Hightower. Al menos en cuanto a la redacción de la carta. Pero el dinero de un cliente es su dinero, para disponer de él como desee, y nosotros no podemos intervenir. En especial si el cliente está donando dinero a la Iglesia, que es como se interpretó su disposición. En la carta se aludía a cualquier suma que el padre McClory creyera necesaria. Por lo visto, consideró que necesitaba la totalidad de la suma depositada.
A Faraday se le cayó el alma a los pies. Estaba claro que se trataba de un error. Miró a Morgana, que estaba allí de pie con su vestido de los domingos, el sombrero en la cabeza y una maletita en la mano.
—Denme algo más de tiempo, por favor. Puedo arreglar esto.
—Habríamos podido llegar a un acuerdo, si nos hubiera sido posible ponernos en contacto con usted hace tres semanas. Pero como usted no solo había incurrido en mora, sino que se había evaporado también junto con todo su dinero, solo podíamos pensar que se había ausentado con destino desconocido.
—¡No he desaparecido! ¡Estaba contratando hombres, disponiendo lo necesario para mi expedición!
Mientras Faraday examinaba las cifras del libro de caja, el empleado del banco dijo:
—Como intenté explicarle a su esposa, señor, la cosa ya no está en nuestras manos. Después de todo, usted suscribió un préstamo con nosotros cuando adquirió esta propiedad. El banco se está comportando de manera muy generosa al admitir, para saldar la deuda, todo el mobiliario, la plata y los objetos valiosos para tratar de hacer borrón y cuenta nueva…
Su tono daba a entender que Faraday salía muy beneficiado de aquel trato…
Faraday se quitó el sombrero y se pasó la mano por la cabeza. ¡Ni un centavo! ¿Cómo podía ser? Viendo que el hombre se disponía a irse, quiso aclarar:
—Bettina no es mi esposa…
Pero el empleado del banco se limitó a encogerse de hombros y decir:
—Lo siento mucho, pero…
En aquel momento, los hombres sacaban de la casa las cajas de cerámica, y Faraday les gritó que las dejaran allí. El del banco les ordenó que las abrieran y, cuando su mirada codiciosa vio la olla dorada, ofreció adquirirla. Faraday declinó el ofrecimiento.
—Le propongo un trato, doctor Hightower. Les dejaré quedarse en esta casa y le concederé seis meses para que solucione lo de su deuda con el banco, a cambio de esta vasija amarilla.
—Acepta su oferta, Faraday —dijo Bettina.
Pero él no podía hacer eso.
El hombre del banco extendió su ofrecimiento a un año, diciendo que era un trato muy generoso y asegurándole a Faraday que él se encargaría de arreglarle sus cuentas con el banco, pero cuando advirtió que Faraday seguía sin decir nada, una nueva expresión apareció en los ojos del hombre.
Reflexionó un momento, restregándose la barbilla, y dijo luego:
—¿Sabe qué le digo? Ahora que me fijo en todos estos muebles y quincalla, pienso que no serán suficientes para cubrir su deuda con el banco. En su mano está saldar su deuda en un minuto y que yo no llame a las autoridades para que lo detengan por estafador. El banco se quedará con estas cerámicas para cubrir la diferencia y usted y yo quedaremos en paz.
Faraday dio un paso hacia él y dijo con voz grave:
—Si toca usted una de estas cerámicas, lo mataré.
El silencio se hizo entre los dos. Bettina abrió los ojos desmesuradamente. Hasta el propio Faraday se sorprendió de su acción.
El hombre del banco se encolerizó y se volvió hacia sus trabajadores diciendo:
—¿Han oído eso? ¡Me ha amenazado!
Pero los trabajadores que cargaban la carreta arrastraron los pies y miraron a otro lado. ¿Fue porque habían visto un rayo de locura en los ojos de Hightower, o porque habían notado una mortal convicción en su tono? Tal vez, simplemente, porque no les hacía ninguna gracia verse obligados a colaborar en el desahucio de una familia. Lo cierto es que no salieron en ayuda de su patrón, y el empleado del banco plegó velas.
Faraday los vio cerrar las puertas de Casa Esmeralda y marcharse con todo cuanto poseían. Pero se negaba a descorazonarse. En cuanto viera al padre McClory se aclararía aquel error. Y, en cualquier caso, no estaba todo perdido: ¡aún tenía la mitad del mapa del tesoro del conquistador español!