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Decidido a explorar en los alrededores de la reserva del Morongo, Faraday acudió a un almacén para reponer sus pertrechos. Era un lugar que no había visitado anteriormente, al que acudían vaqueros y buscadores de oro a contratar hombres y adquirir petates, revólveres y tabaco. Mientras elegía galletas, cecina de buey y frijoles en lata, le pidieron que se hiciera a un lado para rodear a un individuo de proporciones descomunales que estaba perorando a la generalidad de los clientes.

—En toda esta región —les decía— no había antes nada más que ganado e indios. Vino luego la invasión de los buscadores de oro. Hoy se han ido en su mayoría. Y ahora están los rancheros y los granjeros, disputándose los derechos del agua. —Envió un salivazo a la escupidera—. ¿Y usted, señor? ¿A cuál de esos grupos pertenece, si me permite preguntárselo?

Faraday miró al hombre, que lo observaba desde su altura y que lucía una barba tan poblada y negra como no había visto jamás en ningún hombre. Pero tenía también una sonrisa cordial y se pasaba campechanamente las manos por los tirantes para tensarlos con los pulgares. Las arrugas alrededor de sus ojos hicieron pensar a Faraday que aquel hombre debía de conocer bien la zona, así que sacó el dibujo del cuadrado recorrido por la línea en zigzag y le preguntó si había visto algo parecido.

—Semeja la descarga de un rayo —ofreció como explicación el propio Faraday—. ¿Algo que está siendo fulminado, o que fue fulminado por un rayo?

El hombre frunció los carnosos labios entre el grueso mostacho moreno y la gran y tupida barba negra, y dijo:

—He oído hablar de una mina de oro llamada la Caída del Rayo… ¿Podría ser eso?

Faraday se sintió de inmediato presa de gran excitación. ¡Elizabeth había observado que el símbolo podía indicar una mina! Señalándole un viejo mapa colgado en la pared, que llevaba fecha de 1899 e indicaba todas las minas de la región, el hombre le dijo:

—¡Que tenga usted suerte, señor! Hay unas trescientas en la región, de las que unas pocas siguen activas y la mayoría están abandonadas. Puede apostar por la que le apetezca con la misma posibilidad que cualquier otra de que se trate precisamente de la Caída del Rayo.

Faraday preguntó entre los presentes y así se enteró de la leyenda de la mina de la Caída del Rayo, pero, puesto que llevaba mucho tiempo abandonada, nadie sabía su localización exacta. Aun así, averiguó lo suficiente para saber que debía encaminar su búsqueda a una región minera donde, para mayor sorpresa suya, crecían en abundancia los árboles de Josué. Partió así, esperanzado, en busca de la mina de la Caída del Rayo, convencido de que los chamanes vivirían cerca de allí, o tal vez posiblemente en el interior de la mina misma, y diciéndole mentalmente a Elizabeth —como se había convertido ya en su costumbre— que ojalá estuviera allí para vivir aquella aventura con él.

Era el mes de octubre. Estaba acampado cerca de una fuente, y se ocupaba en dibujar una curiosa formación de rocas que se alzaban desafiantes hacia las estrellas mientras por encima de su cabeza una lluvia de meteoritos creaba un fascinante espectáculo, cuando oyó el relincho de un caballo y un crujido de ruedas. Lo siguiente que llegó a sus oídos fue un golpe y las maldiciones en voz alta de un hombre. Faraday se incorporó y fue corriendo a ver qué había ocurrido. Hasta el momento, en sus viajes en solitario a través del desierto, no se había encontrado con ninguna desgracia; pero, aun así, se llevó consigo su hacha, por si acaso.

Pero el desconocido al que se le había partido la rueda de su carromato resultó ser un sacerdote católico apellidado McClory, un hombre de semblante despejado y agradable, cincuentón, bien plantado y afable, de cabellos grises y con gafas de montura dorada.

—¡Es la segunda vez que me sucede hoy! —exclamó mirando con desesperación la rueda rota.

Faraday se ofreció a ayudarle, y entre los dos consiguieron reparar la rueda en menos de una hora. Cuando el padre McClory le dio las gracias, disculpándose de que, por ser un fraile mendicante, no pudiera pagarle por el trabajo, Faraday lo invitó a sentarse junto a su fogata y a compartir su cena.

McClory aceptó gustoso y señaló que, por lo visto, Faraday había acampado en la ruta que conducía a la reserva del Morongo, donde el sacerdote ejercía su ministerio entre los indios. Ahora iba de camino a Los Angeles —le contó— para informar a su obispo.

Bebieron café y McClory le preguntó a Faraday si andaba buscando oro.

—No exactamente. Aunque sí estoy tratando de encontrar una mina.

—No comprendo.

Faraday debatió consigo mismo si decirle o no la verdad. ¿Qué pensaría de él aquel clérigo, de un cristiano que perseguía el saber de los paganos? ¡Y que, además, para justificar su búsqueda, le decía que su esposa muerta le había hablado a través de una adivina gitana, quien lo aleccionó a ir a aquellas tierras tras unos chamanes!

Al final, Faraday le contó la verdad, diciéndole que ignoraba qué relación pudiera tener aquella mina, pero que no estaba interesado en encontrar oro, sino más bien en unos sabios indios, y acabó hablándole de Chaco Canyon. McClory se puso cómodo, manifestó su satisfacción y añadió en voz baja:

—Entonces…, usted sabe ya la verdad.

Faraday lo miró fijamente.

—Utilizo siempre el oro como prueba —prosiguió McClory inclinando el cuerpo hacia delante y hablando con premura, como un conspirador a medianoche—. Si un hombre salta ante la posibilidad de encontrar oro, entonces sé que sus motivos son materiales y que no me servirá de ayuda. Porque la verdad, hermano, es que yo también estoy buscando una tribu de hombres santos.

¡Faraday se quedó atónito!

—¡Es usted el primero al que oigo hablar de ellos!

—Se les menciona solo en la leyenda, hermano. La he oído repetir durante años. Pero, según el relato, están escondidos. Temen al hombre blanco.

—¿Dónde están?

—En México.

—¡En México! ¿Está usted seguro?

McClory se quitó las gafas bañadas de oro, las limpió con un pañuelo y volvió a encajárselas en su pequeña y achatada nariz.

—La leyenda dice que, cuando los chamanes dejaron Chaco Canyon, se encaminaron al sur para unirse a una secta secreta de sacerdotes aztecas. —Se quedó pensativo un momento y preguntó a continuación—: ¿No será usted mormón, por casualidad?

Cuando Faraday le aclaró que era adventista del Séptimo Día, McClory reflexionó un poco más, pero luego pareció haber llegado a una especie de decisión. Fue a su carromato y volvió con una bolsa negra que mantenía apretada contra su generoso abdomen como si contuviera el tesoro de un rey.

Lo primero que sacó de la bolsa fue un pedazo del mapa de un conquistador.

—Se lo mostré a un profesor de la universidad —explicó—. Me dijo que tendría unos cuatrocientos años de antigüedad. Posiblemente fue trazado por un hombre del ejército de Hernán Cortés. Pero fíjese en estas palabras.

Faraday miró el punto que le señalaba, pero a pesar del brillante resplandor de la hoguera, no pudo entender qué ponía.

—Es latín —le explicó McClory—. Le pedí a un amigo jesuita que me lo tradujera. Dice: «Aquí vivieron los últimos de los santos antiguos». ¿Ve usted este símbolo azteca? Es el que significa «hombre extremadamente santo».

—¿Extremadamente?

El sacerdote se encogió de hombros.

—Es lo mejor que pudo traducirlo el jesuita. Quizá quiera decir «secretamente». En cualquier caso, designa a un hombre santo, pero alguien muy especial.

Faraday vibraba de esperanza. Alguien muy especial. ¡Qué ironía que fuera un eclesiástico quien lo llevara por fin a sus videntes paganos!

—Perdóneme que se lo pregunte, padre, pero… ¿cómo pueden interesar a un sacerdote católico las creencias de los paganos?

El sacerdote miró hacia atrás por encima del hombro y, aunque estaban los dos solos bajo las estrellas, bajó la voz.

—¿Ha oído usted hablar de Quetzalcóatl? —preguntó.

Faraday confesó que no había oído nunca ese nombre.

El segundo objeto que McClory sacó de su bolsa negra era un libro titulado Jesús en México, escrito por un profesor de Harvard. Un escalofrío recorrió la espina dorsal de Faraday. Había oído decir que algunos mormones creían que Jesús había visitado el Nuevo Mundo una vez concluido su ministerio en Jerusalén. Contempló las ilustraciones de un hombre alto con barba, vestido con túnica blanca, y se preguntó si podría ser cierto.

—Según una leyenda local —prosiguió McClory—, esos chamanes especiales serían los guardianes del oro de los aztecas mientras esperan el retorno de Quetzalcóatl…, ¡quien a su vez pudiera ser Jesús! Es a Él a quien busco, no a los chamanes.

Aunque su excitación era creciente, Faraday frunció el ceño.

—Pero el mapa no parece estar completo… —objetó.

El padre McClory asintió y reconoció que era solo la mitad del mapa, pero añadió que había oído hablar de un sujeto que tenía la otra mitad.

—Pienso que podría convencerlo de que me lo vendiera…, pero no tengo dinero.

—Yo puedo dárselo.

—No, no, doctor Hightower. Es usted demasiado confiado.

—Insisto. He llegado hasta aquí para eso. —Faraday hablaba ahora atropelladamente, con la voz animada por el apasionamiento. ¡Si Elizabeth estuviera allí para poder compartir aquello!—. Me salvaría usted la vida, si esos chamanes de México son realmente los que busco.

McClory reflexionó antes de responder:

—Aceptaré su dinero con una condición, hermano. Que guarde usted esta mitad del mapa.

—¡Pero yo me fío de usted!

—Por favor —dijo, apretándolo contra la mano de Faraday—, como medida de seguridad, por si algo me sucediera.

—¿Qué podría sucederle, padre?

—Hay otros que andan tras la pista de estos chamanes, hombres que buscan solo el oro y no la sabiduría. No hable de esto a nadie, hermano. Y sea precavido. En el desierto, hasta los cactus tienen oídos.

«¡Oh, Elizabeth…! —pensó Faraday, temblando de emoción—. De no ser por ti, yo jamás habría comenzado mi búsqueda en la región del árbol de Josué, no habría preguntado por las minas, no habría dado con el padre McClory. ¡Gran parte de este éxito es tuyo!».

Habían pasado dos años… Si Faraday le escribiera una carta ahora, ¿le respondería?

«No —resolvió en el acto—. Iré yo mismo a Nueva York. Le daré en persona la buena noticia».

—¡Tenemos que organizar una expedición para ir en busca de esa gente! —exclamó Faraday.

Tal vez Elizabeth querría acompañarlo. ¡A México! Su cabeza estaba ya elaborando planes y más planes.

—Podría ser peligroso…

—Cuente con todo lo que necesite, padre.

—Tendré que pedir permiso a mi obispo para ausentarme…

Llegaron enseguida a un acuerdo, y a la mañana siguiente fueron directamente en tren a Los Angeles, el padre McClory a ver a su obispo y Faraday a su banco. Cuando McClory fue a reunirse allí con él, el otro había hecho redactar todos los papeles necesarios. Faraday no tuvo más que firmarlos, y su firma fue autenticada por dos empleados del banco. Le dio a McClory una carta por la que autorizaba al banco a entregar al portador, padre McClory, cualquier suma que este solicitara, a lo que el sacerdote protestó alegando que era demasiada responsabilidad para él, pero acabó aceptando. Convinieron en que se encontrarían en Casa Esmeralda al cabo de treinta días justos, pues el obispo le había pedido que buscara un sustituto para el tiempo que estaría ausente de su ministerio en la reserva del Morongo.

Como Faraday estaba ansioso por iniciar su expedición, pasó tres semanas en Riverside y en San Bernardino entrevistando a los hombres que compondrían su equipo, adquiriendo carretas y caballos, viajando a Los Angeles para incluir también automóviles, encargar pertrechos, víveres y medicamentos, mapas y otro equipo —iba a ser, en efecto, una expedición a lo grande—, antes de dirigirse finalmente a casa para informar a Bettina de sus planes.