En una sofocante mañana del desierto en 1918, Faraday se puso en camino para explorar Andreas Canyon donde, según había sabido recientemente, habían sido descubiertos unos misteriosos petroglifos indios que nadie era capaz de identificar. Cuando uno de los arqueólogos observó que aquellas obras de arte se parecían al arte rupestre encontrado junto a Chaco Canyon, Faraday decidió que debía ir allí. Mientras aseguraba sus pertrechos en la mula y ensillaba su caballo, la pequeña Morgana llegó corriendo de la casa para despedirse de él con un beso, como hacía siempre. Él la levantó en alto, la besó y le dijo que iba a echarla de menos muchísimo.
Luego su hija le dijo:
—¿Sabes qué día es el mes que viene?
Él lo sabía ya, pero jugó con ella fingiendo ignorarlo.
—¡Mi cumpleaños!
Prometió traerle un regalo especial y en aquel momento tuvo una inspiración: iría a Los Angeles y le compraría uno de los nuevos Teddy Bears, unos ositos de peluche llamados así en alusión al presidente Theodor (Teddy) Roosevelt. Intercambiaron nuevos besos y partió.
Regresó tres semanas después, cabalgando por la carretera con el osito dentro de la alforja. Bettina salió corriendo a su encuentro.
—¡Morgana está muy enferma! —le gritó en el instante de poner pie en tierra—. ¡Date prisa, Faraday!
Perdió los nervios momentáneamente. Jamás había visto a Bettina tan alterada. Llevaba las ropas revueltas, los cabellos sin peinar y estaba terriblemente pálida.
—¡Apresúrate! —le gritó—. ¡No puedes permitir que se muera!
—¡Por Dios, Bettina! ¿Enviaste a buscar a un médico?
—¡Pues claro que lo hice! Con la abundancia de enfermedades pulmonares y tuberculosis que hay en este valle, médicos no faltan…, pero todos los que han venido han dicho que no hay nada que hacer. Sufre una septicemia, Faraday… ¡Se está muriendo!
—¡Septicemia!
Un envenenamiento de la sangre, una afección a la que no sobrevivía ningún hombre, no digamos ya un niño.
Corrieron los dos al dormitorio de la niña, donde encontró a Morgana con una venda alrededor de la cabeza, ardiendo por la fiebre, con el pulso rápido y débil, y con respiraciones cortas y superficiales. La pobre niña estaba envuelta en mantas de lana, que él se apresuró a quitarle.
—¡Di que venga enseguida alguien a abanicarla! —gritó—. Y traed cubos de agua fría. ¿Qué alcohol tenemos en la casa?
Bettina dio órdenes frenéticamente a las doncellas y se precipitó a colocarse junto a la cabecera del lecho.
—Hace unas mañanas la encontré en la cocina, desmayada en el suelo. Por lo visto había pasado allí toda la noche.
—¿Qué es esta herida? ¿Se dio un golpe en la cabeza? —inquirió, despegando con cuidado la venda de la frente de Morgana.
La herida era horrible, incluso para un médico experimentado: un pus verde rezumaba de una carne mortalmente blanca. Y lo más monstruoso era que se hallaba justamente en el centro de una frente lisa, inocente.
Bettina se retorcía las manos.
—Encontré a su lado una pluma estilográfica, con el plumín manchado de sangre. Faraday…, se había llevado la pluma a la frente y se había rasgado profundamente la piel con ella.
—¿Qué?
—Vertí agua oxigenada en la herida y la vendé con una gasa limpia. Pero la infección se declaró casi de inmediato y fue entonces cuando envié a buscar al médico a la clínica que hay a diez kilómetros de aquí. El médico hizo lo que pudo, pero…
Faraday observó, aterrado, la herida infectada, con unas líneas verticales apenas visibles marcadas con tinta azul.
Morgana parpadeó para abrir los ojos.
—Papá… —murmuró.
—Chist, pequeña. Papá está aquí. Yo te cuidaré. ¿Por qué hiciste eso, Morgana?
—Quería ser como la chica de tu cuaderno…, para que fuéramos un clan.
—La culpa la tienen todas esas bobadas indias con que le llenas la cabeza, Faraday —dijo Bettina en tono cortante mientras sostenía con su pecho la cabeza de la niña y sollozaba en sus cabellos—. Te pasas fuera largos períodos de tiempo y, cuando vuelves a casa, no nos haces caso. Te ve continuamente contemplando ese dibujo de una muchacha india… La miras más a ella que a tu propia hija.
—Debemos rezar —dijo Faraday.
Se arrodilló junto a la cabecera del lecho, enlazadas las manos, mientras suplicaba en voz alta al Todopoderoso que se apiadara de aquella criatura inocente y le devolviera la salud. Bettina comenzó a llorar. Ni siquiera cuando murió Abigail su cuñada había llorado delante de él; aquello sorprendió tanto a Faraday, que finalmente le hizo comprender todo el alcance de la desesperada situación.
Permaneció al lado de su hija atendiéndola personalmente, e hizo traer un catre para poder dormir con ella aquella noche. La mantuvieron fresca con friegas de alcohol y abanicándola todo el tiempo para conseguir que le bajara la fiebre. Faraday le pidió a Bettina que enviara a una doncella a las casas de los vecinos para pedirles pan enmohecido, con el que luego preparó una cataplasma que aplicó en la herida infectada. Nadie sabía por qué el moho verde del pan combatía la infección, pero era un remedio utilizado desde los tiempos de la Biblia y él confiaba mucho en su eficacia.
Faraday trataba a su hija con infusiones de sauce y té de zarzaparrilla, y con todos los remedios naturales que se le ocurrieron, pero la fiebre de Morgana persistía, se debilitaba su pulso, y comprendió que la estaba perdiendo. Tan solo quedaba un último y desesperado recurso: tenía que reemplazar la sangre tóxica de Morgana por una sangre sana.
Pero… ¿era posible?
Tras dejar Boston, había seguido recibiendo la edición semanal del Boston Medical and Surgical Journal, que leía en sus ratos libres: recordaba haber leído en él un artículo acerca de las transfusiones de sangre experimentales. Asimismo, había asistido a un simposio sobre el descubrimiento de los tipos sanguíneos, a raíz del cual se les había ofrecido a los participantes que lo desearan la determinación de su tipo sanguíneo. Faraday, aunque lo había hecho a regañadientes puesto que todo aquello le parecía converger con la ciencia y no con la naturaleza y lo que Dios había querido crear, sintió curiosidad y se enteró de que su sangre era del tipo O. Más recientemente había leído un nuevo artículo acerca de la investigación sobre la compatibilidad e incompatibilidad de los diferentes grupos, en el que se decía algo sobre el grupo O. ¡Pero no conseguía recordar qué era!
Buscó frenéticamente entre en los montones de periódicos, pero no daba con él. Bettina se le unió, y juntos revisaron uno a uno los números de la revista, repasando el índice y descartándolos.
—¡Esto es una locura, Faraday! —le repetía su cuñada—. ¡Darle tu sangre…!
—Se ha hecho ya. He leído acerca de casos…
—Pues, entonces…, ¡hazlo! —exclamó ella.
Lo encontró por fin; un artículo del doctor Reuben Ottenberg de Nueva York, que llevaba tiempo experimentando acerca de la determinación y el cruce de los tipos de sangre. Había descubierto que la sangre del tipo O podía ser infundida a las personas con otros tipos de sangre. Por eso había denominado a ese grupo «sangre donante universal».
Aunque Faraday jamás había realizado una transfusión de sangre y solo había presenciado dos, supo enseguida que aquello era lo que debía hacer para salvar la vida de su hija.
Buscando en su instrumental médico, eligió jeringuillas de vidrio, agujas de grueso calibre, tubo de caucho, jeringas de pera. Hizo que Bettina lo esterilizara todo rápidamente, hirviéndolo en agua durante una hora; después abrió una vena en la muñeca de Morgana y la sangró cuidadosamente en la cantidad que se atrevió.
Lo que siguió a continuación era la parte peligrosa. Empleando una jeringa grande, se extrajo a sí mismo medio litro de sangre, que depositó en un vaso esterilizado y de la que eliminó el factor coagulante o fibrina agitándola con suavidad. A esta añadió después otro medio litro de solución salina estéril. Y finalmente inyectó todo lentamente en Morgana.
Bettina y él permanecieron sentados junto a la niña, vigilando y rezando. Faraday había leído acerca de ciertas reacciones negativas a las transfusiones de sangre; eran catastróficas y mortales. Pero mientras pasaban los minutos, solo escuchaban el silencio de la noche y la respiración regular de la niña, sin observar ninguna reacción adversa.
Faraday repitió la misma operación tres días después, extrayendo sangre de Morgana y transfundiéndole la suya; entretanto, siguió administrándole más infusiones de corteza de sauce, hasta que poco a poco fue cediendo la fiebre y se estabilizó su estado. Padre e hija quedaron muy debilitados por la dura prueba —en dos ocasiones, él incluso se desmayó al intentar ponerse de pie—, pero al cabo llegó una mañana en que oyó que Morgana pronunciaba su nombre. La tomó en sus brazos y estuvo llorando y acunándola en ellos, mientras le prometía no volver nunca a descuidarla. Finalmente, cayó de rodillas y dio gracias al Dios piadoso por haber salvado a su hija.
Antes de que Morgana alcanzara la crisis de su estado febril, cierta noche oscura en la que aullaba el viento del desierto y Faraday estaba temiendo que iba a perder para siempre a su pequeña, le trajo el unicornio de oro que había llevado su madre y se lo colocó sobre el pecho. Al día siguiente vio que el unicornio había desaparecido y que, en su lugar, la niña llevaba al cuello una cruz de oro. Comprendió que era Bettina quien se la había puesto y retirado el unicornio.
Morgana sobrevivió y, sorprendentemente, una vez hubo sanado la herida, emergió el tatuaje tan claro y perfecto como si se lo hubiera hecho un profesional: tres líneas verticales de color púrpura en mitad de la frente de su hija.
Bettina, serena de nuevo una vez que Morgana estuvo fuera de peligro, se mostró ultrajada por la reaparición de aquella marca en la frente, e insistió en que se la quitaran. Faraday le explicó que, por hábil que fuera el cirujano que intentara hacerlo, la frente de Morgana quedaría marcada por las cicatrices, por lo que Bettina decidió que en adelante Morgana se dejara flequillo, llevara sombrero y cuidara de mantener ocultas aquellas marcas paganas. «No quiero —sentenció Bettina— que la gente piense que tu hija ha nacido de unos salvajes».
—Y ahora escúchame bien, cariño —le dijo Faraday acariciándole el pelo a la hora de arroparla en la cama—. No tienes que cortarte así nunca más. Nuestro clan no necesita tatuajes.
—¿De qué clan somos, papá?
Él estuvo pensándolo un rato, luego, sonriendo, se inclinó sobre ella y le dijo algo al oído. Morgana dejó escapar una risita, mientras Bettina permanecía callada e invisible en el umbral.