Encontró a su hija esperándolo con los brazos abiertos, la tomó en los suyos y la hizo dar vueltas y vueltas bailando hasta que la niña soltó grititos de satisfacción. Bettina, que lo acogió con un simple: «Has estado mucho tiempo fuera, Faraday», recibió un beso en la mejilla. Les había traído regalos, que adquirió cuando tuvo que cambiar de tren en Los Ángeles: chocolatinas Tootsie y bombones Hershey para Morgana, galletas integrales para Bettina. El cesto paiute para agua ocupó el lugar de honor en su colección y cuando Bettina, al verlo, lo declaró el objeto más feo que jamás hubiera visto, él se rió y llevó «a sus dos chicas» de vacaciones a Los Angeles, donde tomaron una suite en el opulento hotel Alexandria de Spring Street, y fueron a uno de los nuevos palacios cinematográficos abiertos en Broadway, donde se emocionaron viendo Tarzán de los monos y se rieron a carcajadas con los Keystone Cops. Se subieron a un tranvía, un red car, que los llevó a Santa Mónica, donde Morgana se quedó maravillada al contemplar por primera vez un océano. Disfrutaron de excelentes comidas en los mejores restaurantes y Faraday dejó que Bettina y Morgana gastaran todo el dinero que quisieron.
Cuando regresaron a Casa Esmeralda, informó a Bettina de que tendrían un invitado en casa y le indicó que dispusiera para él una de las habitaciones. Como deseaba hacer que Elizabeth se encontrara cómoda y con alguna sorpresa extraordinaria —¡qué cambio para ella en comparación con las tiendas de campaña y las comidas de acampada!— decidió viajar hasta Banning y comprar allí algo especial para el que sería su dormitorio.
Cuando Elizabeth se bajó del tren, tras dar una propina al maletero por su ayuda, tuvo que llevarse los dedos a los labios para reprimir una risita. No se había reído tanto desde que era niña. Porque se sentía una niña. El amor de Faraday le había devuelto su juventud.
Había anticipado su llegada para darle una sorpresa. La profesora y científica que había en ella jamás se hubiera presentado a una cita antes de la fecha convenida. Pero la mujer locamente enamorada no podía esperar otros siete días. Y, además, quería sorprenderlo como él la había sorprendido a ella con su particular Egipto.
Mientras un taxi la llevaba por el solitario camino, viendo las palmeras y las dunas de arena, las montañas coronadas de nieve y el cielo profundamente azul, pensaba que jamás se había sentido tan viva, tan inmensamente dichosa. Cerró los ojos y se representó a su atractivo Faraday, un hombre que la hacía pensar en don Quijote, con su búsqueda idealista, su timidez social, con aquellas debilidades que la enamoraban. Pero que no mostraba ninguna torpeza ni debilidad en la forma como sabía amarla. Y, por eso, el pensamiento de abrazarlo, de sentir su boca contra la de ella, apremiaba su corazón y la inspiraba el deseo de decirle al taxista que pisara a fondo el acelerador, que corriera, corriera, corriera.
Casa Esmeralda, cuando se mostró ante sus ojos, era todo lo que Faraday le había dicho que era: exótica, lujosa, aislada. Pasarían días y noches encerrados tras aquellos altos muros, en una intimidad apasionada. Él le había pedido que se casaran. Elizabeth iba decidida a aceptar.
La doncella de flamante uniforme que acudió a recibirla no la sorprendió en absoluto: formaba parte de la elegancia de la casa. Pero mientras Elizabeth la seguía por el piso embaldosado, y sus pasos se unían al susurro de un surtidor en el patio y al rumor de los ventiladores del techo que giraban perezosamente, la llamó la atención encontrar todo tan perfecta e impecablemente dispuesto. Había imaginado que en la casa de Faraday reinaría algún desaliño, como en el hombre mismo.
La doncella la hizo pasar a una sala que podía haberse encontrado en una residencia de la flor y nata de la sociedad neoyorquina, con sus cortinas de brocado, sus muebles tapizados en terciopelo y sus alfombras persas, y mientras Elizabeth aguardaba la aparición de Faraday, sintió que su cuerpo se tensaba tanto con la excitación de la espera, que casi estaba a punto de estallar.
—¿Puedo serle de ayuda, señorita Delafield?
Elizabeth giró sobre sus talones y se encontró con la mujer que le hablaba desde el umbral. No era una doncella ni un ama de llaves, a juzgar por sus ropas, pero Elizabeth recordó entonces que Faraday le había hablado de una institutriz que se ocupaba de su hija, y pensó que se trataría de ella.
—He venido a ver al doctor Hightower —dijo—. Me esperaba para dentro de unos días, pero he decidido adelantar mi viaje.
—Mi marido no está en este momento —dijo la mujer, y Elizabeth se quedó mirándola mientras ella se adelantaba con la mano tendida—. Soy la señora Hightower.
Elizabeth bajó la mirada a la mano de la mujer y la subió de nuevo a aquel rostro sonriente.
—¿La señora Hightower?
La mano ofrecida, y rechazada, fue retirada por quien se la había tendido, que preguntó a su vez:
—¿Dice usted que mi marido la espera?
—Perdone… No sé si la he oído bien. ¿Me ha dicho que es la señora Hightower?
Bettina sonrió amablemente, y dijo:
—Sí. El doctor Hightower es mi marido.
Elizabeth seguía mirando fijamente a la mujer. Después estudió la sala amueblada con exquisito gusto, que contrastaba con el estilo español del edificio, tratando de encontrar claves o algo que pudiera aclararle su confusión. Aquella era, sin duda, la Casa Esmeralda de Palm Springs que Faraday le había dicho que era suya. Pero… ¿quién era la mujer que se presentaba a sí misma como su esposa?
—No comprendo… —empezó, no habituada a que le faltaran las palabras.
Bettina frunció el ceño y, de repente, se le aclaró el rostro.
—¡Oh, Dios…! —dijo en voz queda—. Por lo visto ha ocurrido de nuevo.
«¿De nuevo?», pensó Elizabeth. Algo comenzaba a despuntar en ella: un frío, oscuro presentimiento que se insinuaba en el límite de su conciencia y se le hacía insoportable. «No», se dijo, rechazando aquella sospecha. Tenía que tratarse meramente de un horrible error. Tenía que haber otra Casa Esmeralda. Otro Faraday Hightower…
—Por favor, señorita Delafield…, tenga la bondad de sentarse. Se lo puedo explicar. —El tono de Bettina expresaba pesar y simpatía.
Elizabeth se sentó, rígida, en un sofá de terciopelo con ribetes de oro, y escuchó asombrada cómo su anfitriona le hablaba de las indiscreciones de Faraday.
—Me temo, señorita Delafield, que usted no es la primera que ha malinterpretado las intenciones de mi marido. Yo he aprendido hace mucho a quitar importancia a estos deslices suyos porque amo a mi marido y también por el bien de nuestra hija.
Cuando la mujer dejó de hablar, y se oyó la sonería de un reloj en algún lugar de la casa, Elizabeth no tenía ni idea de lo que podría decir. Pero, decidiéndose, dijo finalmente:
—Dispénseme, pero aún estoy confusa. Conocí a Faraday en el desierto cercano a Barstow, donde mi equipo y yo trabajábamos en documentar obras de arte rupestre indígena. El doctor Hightower salvó la vida de uno de los miembros de nuestro equipo. Yo le invité a permanecer un tiempo con nosotros.
Bettina escuchaba en silencio cortés, con las manos sobre el regazo.
—Él me contó… —siguió Elizabeth notando los ojos de su interlocutora puestos en ella con simpatía y tal vez con algo más… ¿Compasión?—. Faraday me contó que era viudo, que su esposa había muerto al dar a luz.
—En efecto, se refería a mi hermana, Abigail.
¡Abigail! Era el nombre que le había mencionado Faraday. Así que esa parte era verdad…
—Y entonces, usted y él… ¿se casaron? —preguntó Elizabeth.
—Sí, para darle a mi sobrina, Morgana, un hogar estable.
Elizabeth cerró los ojos. ¡No podía ser cierto! Notó la boca seca, su pulso acelerado. Todavía resonaban en su mente las palabras que Faraday le había dicho semanas atrás cuando, a su pregunta acerca de quién se ocupaba de Morgana, había respondido: «Está al cuidado de una mujer muy capaz y de absoluta confianza».
¿Que no era exactamente una mentira? ¿O no era exactamente la verdad?
Elizabeth se aclaró la garganta.
—Verá, señora Hightower… Su marido me invitó a venir. Me dijo que podía alojarme aquí, como invitada, el tiempo que quisiera. ¿Él no…? —Hizo un esfuerzo para que no le ahogara la voz—. ¿Él no se lo contó…?
—Lo siento, pero no lo mencionó en absoluto.
—Pero entonces… ¿por qué…?
En aquel momento entró en la sala una doncella con un elegante servicio de té de plata, se dirigió a su señora llamándola señora Hightower, y se retiró luego en silencio.
—Señorita Delafield… —dijo entonces Bettina, y Elizabeth notó que las manos de la mujer le temblaban cuando las alargó para alcanzar la tetera—. Mi hija y yo estamos pensando en viajar a Los Angeles para visitar a unos parientes y quedarnos allí un par de semanas. Supongo que Faraday planeaba… —Bettina tenía encendidas las mejillas—. Vamos, supongo que planeaba entretenerla a usted durante nuestra ausencia.
Elizabeth sintió un mareo. ¡Aquella mujer tenía que estar refiriéndose a otro hombre! Se disponía a plantear la posibilidad de que existiera alguna confusión, que implicara un error de identidades y de que ella, tal vez, hubiese oído mal el nombre de la casa en que residía el doctor Hightower, cuando entró corriendo en la estancia una niña pequeña de rizados cabellos castaños que se balanceaban con sus movimientos, impecablemente vestida. Elizabeth se quedó mirándola. Aquella chiquilla de seis años era la misma cuyo retrato llevaba siempre consigo Faraday: su hija Morgana.
Cuando la niña se dirigió a la mujer que decía ser esposa de Faraday llamándola «mamá», y cuando Elizabeth vio brillar en el dedo de esta a la luz del sol que entraba por la ventana un anillo de matrimonio, sintió que un frío terrible entumecía sus huesos. No podía dar crédito a semejante engaño por parte de Faraday: que pensara cometer adulterio. Y, sin embargo, tenía la prueba delante de ella y, como científica, jamás pasaba por alto una prueba.
Se le ocurrió que aquella mujer pudiera estar mintiendo…, pero estaba el hecho de que aquella niña la llamaba «mamá». Y el de que la doncella se dirigiera a ella como «señora Hightower»… Semejante farsa no podía desarrollarse entre las narices de Faraday sin que él la advirtiera. Ni siquiera él podía ser tan despistado.
Y, sin embargo, en el pico Smith le había parecido tan inocente, tan auténtica su ternura hacia ella… Elizabeth había conocido hombres que engañaban; pero Faraday no era como ellos.
¡Y le había pedido que se casara con él!
Su mirada fue a la ventana culminada en arco que daba a un patio soleado. Lleno de buganvillas de brillante color púrpura e intenso naranja. Todo parecía hermoso, real, y ella, sin embargo, se sentía perdida en una pesadilla.
Al volver la vista a la expresión fríamente cortés de su anfitriona, Elizabeth se sintió de pronto atrapada. Si aquella mujer decía la verdad y estaba ciertamente casada con Faraday, la situación era insostenible. Pero si mentía, cualesquiera que fuesen sus motivos, era igualmente insostenible. De ningún modo podría resolverla Elizabeth, al menos mientras Faraday estuviera ausente de la casa.
—¿Cuándo…? —empezó, sintiendo que el corazón se le encogía a la vez que aumentaba su sensación de mareo—. ¿Cuándo espera tenerlo de vuelta?
—No hasta la semana que viene —respondió Bettina, aunque recordaba que Faraday había dicho que regresaría al día siguiente.
En aquel instante, tras la constante y amable sonrisa, Elizabeth vio algo más en el rostro de la señora Hightower: un abierto desafío. Una mirada que le estaba diciendo: enfréntate a mí y lo lamentarás.
—Debería irme —dijo con brusquedad Elizabeth, sintiendo que necesitaba de pronto una retirada, reunir sus ideas y tratar de decidir cuál sería su siguiente paso.
—Sí —dijo Bettina, poniéndose en pie a la vez que ella—. Sería lo mejor. Siento mucho que lo haya averiguado usted de esta forma. Pero, como le dije, no es usted la primera.
Elizabeth contrajo los ojos para mirar a aquella mujer que era más joven que ella misma, pero cuyo estirado porte era el de una matrona de una sociedad ya trasnochada. «Como si estuviera representando un papel», pensó en su interior.
Ella, por su parte, era un manojo de indefinibles y poderosas emociones mientras se disculpaba por su intrusión y hacía un mutis todo lo airoso que pudo, agradecida ahora por haber tenido la previsión de pedirle al taxista que esperara. Más tarde, cuando estuviera en la soledad de su compartimiento del tren y después en sus habitaciones en la universidad, lloraría, se lamentaría y se desahogaría intentando entender qué había ocurrido. Escribiría a Faraday pidiéndole una explicación.
Ahora, mientras quedaba atrás Casa Esmeralda y desaparecía de su vista, Elizabeth pensó en aquella niña de ojos grandes cuyo padre se ausentaba con frecuencia. Imaginó la vida de la pequeña en aquella casa perfecta y callada que a ella le había resultado tan poco acogedora. Recordó el tono glacial de la señora Hightower cuando le comentó que ella y la niña estarían fuera un par de semanas, dejando la casa para Faraday. Elizabeth comprendió que, al adelantar su llegada y presentarse allí sin previo aviso, se había inmiscuido involuntariamente en un drama en el que no se preveía que tomara parte.
«Un drama tan antiguo como el hombre, plagado de engaños, ambiciones, afán de poseer y celos. Si entrara yo en él —se preguntó a sí misma mientras el taxi ganaba velocidad e iba entrando y saliendo de la sombra de las altas palmeras datileras—, si luchara por la posesión de Faraday, por mi derecho a amarlo, ¿qué desastrosas consecuencias podrían derivarse de ello?»
¿Y si él estaba casado en realidad?
Elizabeth se alejaba del hogar de Faraday con una tremenda confusión de ideas y un dolor tan agudo en el pecho que sabía que no la dejaría nunca. Las lágrimas pugnaban por escapar de sus ojos… Si todo cuanto decía aquella mujer era cierto, ¿cómo iba a poder vivir con ello?
Pero ¿y si todo fuera mentira?
Por primera vez en su vida, la doctora Elizabeth Delafield, que organizaba equipos de científicos y los llevaba a tierras inexploradas, que se preciaba de poseer una mente equilibrada y de controlar normalmente cualquier situación…, por una vez no sabía qué hacer.
Mientras Bettina estaba de pie ante la ventana, viendo cómo la mujer se alejaba en el taxi, se felicitó a sí misma por la celeridad de sus pensamientos. ¡No tenía ni idea de que el huésped al que había invitado Faraday a su casa fuera una mujer! Y no una mujer cualquiera, además. Bettina reconocía a una aprovechada con solo verla.
Suspiró. Una tarea más que sumar a su lista: proteger a su cuñado contra las tretas de cualquier fresca oportunista con que él tropezara.
—¿Mamá?
Bajó la vista y vio a Morgana, que le tiraba de la falda. La pequeña tenía nata en el labio superior, pero Bettina no estaba de humor para reprenderla. En vez de hacerlo, se inclinó y le dijo:
—¿Sabes esa señora que estaba aquí antes, Morgana? Quería ser nuestra ama de llaves. Pero no creo que resultara.
Le costó tres días a Faraday, pero al final encontró el juego de tocador ideal para el dormitorio de Elizabeth, y dispuso que se lo enviaran por carromato, para poder instalarlo con tiempo en la habitación antes de su llegada.
Pero llegó y pasó la fecha acordada y no apareció nadie. Faraday fue a la estación del ferrocarril y preguntó si había bajado allí una dama y preguntado por Casa Esmeralda. Nadie lo había hecho. Envió luego un telegrama a la Harvey House de Barstow, preguntando si el grupo de la doctora Delafield seguía todavía allí, y recibió la repuesta de que todos, la profesora Delafield y su equipo, habían dejado Barstow hacía nueve días.
Al preguntarle a Bettina si había venido algún visitante durante su ausencia, y responderle esta que solo había ido una mujer, a la que estuvo entrevistando con vistas a contratarla como ama de llaves, Faraday fue presa del pánico. Sin dar ninguna explicación a su cuñada, sino diciéndole simplemente que tenía un asunto urgente en el norte, Faraday tomó el primer tren y alquiló de nuevo un caballo en Barstow; pero cuando llegó al antiguo lago salado, desecado hacía mil años, no encontró ni rastro de Elizabeth ni de su campamento.
Desmontando, se quitó el sombrero, dejó que el viento soplara a través de sus cabellos y echó después la cabeza hacia atrás, gritando: «¡Mi amor…!, ¿dónde estás?».
Estaba fuera de sí. ¿Habría sufrido algún accidente? ¿Estaría enferma? Cuando regresó a Casa Esmeralda, ahora ya transformado en un poseso y desquiciado por la preocupación, envió un telegrama urgente a Elizabeth a la universidad donde daba clases, pero no recibió respuesta. Envió luego otro al decano de su departamento, expresándole su zozobra. El hombre le contestó diciéndole que a la doctora Delafield no le había ocurrido ninguna desgracia, y que estaba de vuelta en su facultad, dando clase a sus alumnos.
Faraday se quedó mirando la carta, aturdido. Toda sensación abandonó su cuerpo. Olvidó incluso respirar.
«La doctora Delafield está bien, de vuelta en su clase y enseñando».
Faraday escribió a Elizabeth una larga y apasionada carta, preguntándole qué había ocurrido e implorándola que regresara a California. Cuando no recibió respuesta, le envió una segunda carta, y una tercera luego, suplicándole una explicación. Y, como esta quedara también sin contestación, comprendió que Elizabeth lo había rechazado sin que quisiera darle a conocer el motivo.
Se hundió en una profunda depresión. ¿Por qué le había dado esperanzas? ¿Había sido solo una diversión para ella? ¿Sería que una mujer que fumaba cigarrillos y vestía pantalones jugaba con los hombres para vengarse de todos los hombres que habían jugado con las mujeres? Sus pensamientos giraban una y otra vez sobre el mismo tema y hacían que se sintiera a ratos herido, a ratos triste y, finalmente, furioso.
Pensó en tomar el tren y presentarse en Nueva York, pero Bettina le recordó la responsabilidad que tenía con su hija y con ella misma. Abatido y apático, Faraday se sentaba en el patio de Casa Esmeralda y se pasaba las horas contemplando sus dibujos en color del desierto, hasta que cierto día la pequeña Morgana se subió a sus rodillas, le pasó los brazos por el cuello y le preguntó por qué estaba tan triste. Él la estrechó contra su pecho y hundió su rostro en los rizos castaños de la niña. Después sacó sus dibujos de Pueblo Bonito, de los hogans navajo y de las mesas donde vivían los hopi.
A la luz que llenaba el patio español, con su hija en su regazo, Faraday le enseñó un dibujo que había hecho en lo alto de una mesa, en un poblado hopi.
—Es una danza para pedir la lluvia. Verás, hija…, los hopi creen que las serpientes son sus hermanas, que irán hasta el mundo subterráneo y pedirán a los antepasados que les traigan la lluvia. Por eso a estos hombres que dan vueltas y cantan alrededor de la plaza los llaman los sacerdotes de la serpiente.
Morgana contempló pensativa las trece figuras representadas en el dibujo: unos hombres con el cuerpo pintado de marrón y las caras de negro. Vestían un escueto taparrabos de piel entre las piernas, un faldón largo con flecos, y mocasines. En la cabeza lucían plumas de tonos rojos y terrosos. Algunos de los sacerdotes sujetaban entre los dientes serpientes vivas, otros las llevaban en las manos, y dos de los que bailaban tenían serpientes enrolladas alrededor de los brazos.
—Fui unos de los últimos blancos que han podido presenciar esta ceremonia —le dijo Faraday—. A los indios ya no se les permite realizarla. Ha sido proscrita.
—¿Qué quiere decir proscrita, papá?
—Significa que ya no tienen permiso para hacerla, hija mía. El gobierno ha ordenado a los indios que abandonen sus danzas nativas.
—¿Por qué?
Se frotó la barbilla. ¿Cómo explicárselo?
—Las autoridades piensan que si los indios dejan de practicar sus ceremonias tradicionales, podrán ser como los hombres blancos.
Le había hecho la misma pregunta a John Wheeler cuando se enteró de que aquellas danzas estaban siendo objeto de prohibiciones.
—Fue una manera de acabar con las revueltas —le había dicho Wheeler, disgustado—. Esta es ahora su política. Prohíbales sus tradiciones y los hará mansos como ovejas.
Faraday pensó ahora en las generaciones futuras, para las que la danza de la serpiente sería un mero recuerdo. ¿Sería aquel dibujo uno de los últimos testimonios de una tradición que se desvanecía? Deseó haber recogido más escenas. Deseó conservar aún el boceto que había hecho en el hogan navajo. John Wheeler erraba en su insistencia en no dibujar o fotografiar los ritos sagrados de los indios, porque algún día todos ellos caerían en el olvido.
Aquella idea lo horrorizó tanto, que pensó en Elizabeth y en su pasión por conservar los testimonios del arte rupestre nativo. «Tú y yo formaríamos un gran equipo de investigación, Faraday». El dolor atenazó de nuevo su corazón, como sabía que le ocurriría cada vez que la recordara. ¡Si al menos pudieran haber realizado su sueño de trabajar juntos, reuniendo conocimientos antropológicos para preservarlos entre las tapas de libros…!
En el momento en que Faraday daba la vuelta al dibujo para descubrir el que lo seguía —el de unas mujeres hopi moliendo maíz—, lo asaltó la idea de que ya había iniciado el trabajo sobre el que Elizabeth y él habían fantaseado. Sus meses pasados con John Wheeler habían producido un rico y pintoresco reportaje de las tradiciones nativas que estaban desapareciendo del oeste. De pronto sintió, sobreponiéndose al dolor por la pérdida de Elizabeth, la antigua excitación que despuntaba en su interior, la que había sentido en el pico Smith: el deseo de continuar este trabajo, de recorrer la región con su cuaderno de dibujo y preservar los últimos restos culturales de una población que desaparecía.
Estas nuevas ideas alumbraron en él el primer destello de esperanza que había sentido desde hacía semanas, y Faraday dio la vuelta a aquel boceto para ver el siguiente de la colección: el retrato de una muchacha a la que él llamaba Flor de Calabaza. Observó los óvalos de sus ojos y se quedó mirando sus jugosos labios, como si esperara que en cualquier instante comenzaran a hablar.
—¿Qué es eso, papá? —preguntó Morgana, señalando las tres líneas verticales en la frente de la muchacha.
—Lo llaman tatuaje, cariño. Los indios se hacen unos cortes en la piel y se restriegan tinta en ellos.
—¿Por qué?
—Creo que es una marca que identifica a qué clan pertenecen.
Morgana se quedó un rato observando el tatuaje, y después preguntó:
—¿Pertenecemos también nosotros a un clan, papá?
—La verdad es que no lo sé, cariño —confesó, pensando en los estirados Hightower y en el concepto que podían tener ellos de la palabra «clan».
Pero Morgana seguía sin poder apartar la vista del tatuaje. Aunque ignorara de qué clan se trataba, decidió que tenía que ser maravilloso pertenecer a él. Por eso preguntó:
—¿Dónde vive esa chica?
—¿Recuerdas las ruinas que visitamos el año pasado? ¿Donde te enseñé aquellas casas viejísimas en que vivía gente hace muchísimos años?
Ella asintió, recordando vagamente piedras caídas y bloques gigantescos, pero sobre todo los vistosos lagartos que centelleaban como arco iris bajo la luz del sol.
Y mientras Faraday le contaba a su hija el extraño misterio de aquel lugar llamado Chaco Canyon, recordó las cosas que le había explicado Elizabeth —acerca de aquellos seres antiguos que volaban por el aire y lanzaban flechas de fuego—, preguntándose si alguna vez sería posible desentrañar el misterio de los desaparecidos anasazi.