Viajó de nuevo a Barstow y envió otro telegrama a Bettina, diciéndole que estaba perfectamente y que no se inquietara por él. Pero, finalmente, comprendió que debía marcharse. Llevaba demasiado tiempo lejos de casa y deseaba tener a su hija en brazos.
—Ven conmigo, Elizabeth —le pidió—. Únete a mi búsqueda de los chamanes. ¡Piensa en todo lo que descubriremos…!
Ella le confesó que ya había deseado íntimamente ayudarlo a encontrar a los chamanes, y que la alegraba que se lo hubiera pedido. Su año sabático estaba a punto de concluir y debía volver a sus clases en la universidad, pero prefería mucho más quedarse y continuar su «trabajo de campo». Aquello lo llenó a él de entusiasmo.
—Verás, Faraday… Tengo el presentimiento de que lo representado en la olla dorada es la historia del viaje de tus chamanes. Estoy segura de que entre los dos podremos descifrar el código. Aunque la mayoría de las tribus y familias indias han sido estudiadas y documentadas en el sudoeste, todavía quedan bolsas de población aisladas. Si esos chamanes que buscas han conseguido mantener su cultura a salvo del hombre blanco, puede que aún sigan viviendo a su antigua usanza. ¡Qué extraordinario hallazgo histórico sería! ¡Y qué gran equipo haríamos tú y yo, Faraday! ¡Escribiremos un libro narrando nuestros fabulosos descubrimientos!
Él se puso serio.
—Tenemos que pensar en casarnos, Elizabeth…
No era la primera vez que sacaba a relucir el tema.
—No me hago a la idea de casarme, Faraday. Aprecio mucho mi independencia. Ahora ya sabes por qué.
—¡Pero seguramente querrás tener hijos algún día!
Elizabeth le dirigió una divertida sonrisa.
—Verás… No todas las mujeres desean tener hijos.
Una vez más, sus palabras lo desconcertaron. Daba por sentado que todas las mujeres necesitaban hijos porque, después de todo, para eso era para lo que habían sido creadas. Pero Elizabeth, con su insólita manera de ver todas las cosas, conseguía que él la amara más.
—Iríamos al Nilo en luna de miel.
—Ya he estado en Egipto.
—Te amo, Elizabeth.
Ella lo besó y dijo:
—Y yo también te amo.
Elizabeth lo acompañó a la estación del ferrocarril y le hizo un regalo.
—Es muy antiguo —le explicó—, y me han dicho que el artesano que lo hizo se está muriendo.
Las cestas paiute eran una maravilla de diseño. La brea empleada en su revestimiento era una resina natural que se obtenía de los pinos piñoneros y que, mezclada con un jarabe espeso, se aplicaba con una brocha al cesto, tras haberlo restregado con una masa de hojas de cactus para rellenar los espacios entre los mimbres. Después se vertía también la misma brea en el interior del cesto y se introducían asimismo piedras calentadas, que se hacían rodar en el interior para evitar que la brea se endureciera antes de que pudiera taponar todos los resquicios. Una vez duro, el revestimiento adoptaba un color ámbar translúcido, y se hacía impermeable, con lo que el cesto podía emplearse perfectamente para contener agua.
Faraday le dijo que aquel sería el tesoro de su colección. Y ella le prometió que se reuniría con él en Casa Esmeralda al cabo de un mes. Se dieron un beso de despedida y él partió para su hogar envuelto en la nube de humo que lanzaba al aire la máquina de vapor.