47

—¿Cuál es tu sueño, Elizabeth?

Se hallaban los dos en su pequeño cañón favorito, donde sabían que nadie podía verlos. Con una manta en el suelo, un almuerzo de picnic en ella y unos pinos del desierto ofreciéndoles sombra.

—Te reirás —le respondió—. Quiero visitar Egipto algún día. Desde niña he tenido la ilusión de viajar allí. Quiero navegar por el Nilo, Faraday, subir a las pirámides, sentarme a los pies de la esfinge… Quiero ver el lugar donde nació Moisés, donde María y José hicieron un alto en su camino con el Niño Jesús… Quiero montar en un camello, ver una danza del vientre y beber su espantoso café. ¡Ah…, y tal vez también intentar fumar una hookah!

Él le acarició los cabellos.

—Pues, entonces…, deberías ir.

—¿Con mi sueldo de profesora? —Se rió y se acurrucó contra él—. ¿Y tu sueño cuál es, Faraday?

—Llevarte a Egipto.

Los dos rieron y se amaron una vez más.

A la mañana siguiente, la calamidad se abatió sobre ellos.

—¡Nos hemos quedado sin café! —anunció Harry, uno de los componentes del equipo de investigadores en el momento en que Elizabeth salía de su tienda.

—¡No es posible! —dijo esta—. Hemos ido con cuidado para no gastar más de la cuenta, ¿no?

—Pues sin café no podemos trabajar —insistió Harry, un muchacho de veinte años que estaba secretamente enamorado de su profesora.

—Ya iré yo a buscar —se ofreció Faraday—. ¿Qué más suministros hacen falta?

Aquellos habitantes de las tierras del este llevaban tanto tiempo aislados en el desierto, que aprovecharon al punto la oportunidad de satisfacer sus caprichos. Harry deseaba unas naranjas frescas. Joe, hijo de unos inmigrantes italianos, y el primero de su familia que había ingresado en la universidad, pidió que fueran incluidos en la lista salami y vino tinto. Cynthia, la otra mujer, además de Elizabeth, que había en el campamento, suspiraba por un frasco de champú. La relación fue aumentando y al final Faraday se puso en camino prometiendo volver con todas aquellas riquezas.

Estuvo ausente tres días. En la tarde del tercero, cuando acababa de regresar con un par de cargadas mulas, Harry llegó corriendo de Butterfly Canyon, gritando con excitación que había encontrado un petroglifo extraordinario. Aunque Elizabeth había añorado a Faraday durante su ausencia y tenía ganas de estar a solas con él, su curiosidad profesional fue demasiado fuerte para poder sobreponerse a ella. Necesitaba ver enseguida el nuevo hallazgo.

—Está por allá arriba —dijo Harry casi sin resuello, señalando con el brazo—. Tendremos que pasar fuera una noche, por lo menos.

Elizabeth suplicó a Faraday que fuera con ellos, pero el profesor Keene de nuevo no se encontraba bien y el propio Faraday estaba fatigado después de haber viajado hasta Barstow y más allá aún en busca de sus suministros. Así que Elizabeth partió para Butterfly Canyon en compañía de Harry y de Cynthia, pertrechados con lo necesario y dejando a los otros cinco en el campamento.

Un trío cariacontecido emergió de la boca del cañón dos días más tarde, con un avergonzado Harry que no paraba de repetir:

—Lo siento muchísimo, doctora Delafield. Estaba tan excitado cuando descubrí aquella roca llena de grabados que olvidé tomar buena nota de su ubicación.

Elizabeth se dejó caer junto al fuego, aceptó gustosa la taza de café que le ofreció Faraday y explicó que habían pasado dos días de infructuosa búsqueda. Pero se apresuró a tranquilizar a Harry diciéndole que no se preocupara, que volverían a intentarlo al cabo de unos días.

Mientras el sol se ponía tras las montañas del oeste, arrojando sobre el antiguo lago salado matices blanquecinos y rojos, se ensombrecieron los ánimos de los reunidos. Cynthia preparaba unos bocadillos para la cena mientras el profesor Keene se retiraba a su tienda excusándose, Joe decía que tenía que escribir unas cartas y Harry se encerraba en la tienda grande a consultar los mapas de la zona.

Elizabeth fijó despacio la mirada en Faraday, y preguntó:

—¿Qué está ocurriendo aquí?

La hoguera encendía el rostro de él.

—¿A qué te refieres?

—Estáis actuando todos de una manera extraña. Diferente. —Miró a su alrededor—. Algo va mal. Lo noto.

Faraday se puso en pie y le tendió una mano. Carraspeó nerviosamente para aclararse la garganta, y preguntó:

—¿Podemos hablar en privado?

Elizabeth lo miró, alarmada.

—Ven por aquí —le indicó él—, donde no nos oigan los otros.

—Faraday…

—Es importante, Elizabeth.

—Me estás asustando…

Él la condujo unos metros fuera del campamento, carraspeó otra vez, se volvió arrastrando con nerviosismo los pies y se quedó mirando hacia las tiendas por encima del hombro de la joven. Como no dijera palabra, fue Elizabeth quien tuvo que hacerlo.

—Bien, Faraday…, ¿hay algo que quieras decirme?

—Bueno…, decirte precisamente…, no. Hay un lugar al que deseo llevarte.

Elizabeth lo miró, extrañada.

Él seguía mirando más allá de ella, hasta que, de pronto, se le iluminó el rostro, sonrió y le dijo:

—Pero tienes que cerrar los ojos.

—¿Qué?

—Por favor, querida.

Para asegurarse de que los cerraba, puso su mano sobre los ojos de Elizabeth y la condujo de vuelta al campamento hasta su tienda, que ahora resplandecía iluminada con muchas linternas, que habían encendido los componentes del equipo cuando ella no miraba. Mientras Elizabeth era guiada así hasta la entrada de la tienda, los demás se congregaron a su alrededor entre divertidas risitas, y cuando Faraday dijo: «Muy bien, mensa’ab, ahora puede pasar», no fueron capaces de reprimir su alborozo. Joe prorrumpió en una risa histérica cuando vio que Elizabeth entraba en la tienda y miraba a su alrededor, primero confusa y después asombrada.

Habían retirado los muebles, libros y otros objetos suyos, y extendido pequeñas alfombras y cojines por todo el suelo. De las paredes colgaban ahora sábanas de la cama…, solo que no eran blancas ya: había paisajes pintados en ellas. Una de las paredes de la tienda era una vista de unas palmeras junto a un río, por el que navegaban barcas de velas triangulares sobre un fondo de lejanas rocas y arena. En la segunda pared había minaretes y cúpulas, y un bazar lleno de mujeres con velos y hombres cubiertos con el típico fez. La tercera la presidían las grandes pirámides y un extraño ser que sobresalía de entre las dunas de arena y que tenía en su cabeza el tocado de un olvidado faraón: la Esfinge.

—No se nos había acabado el café. Eso fue idea mía —explicó con orgullo Joe, el joven italoamericano—. Fue una conspiración. El doctor Hightower dijo que quería darle una sorpresa agradable…

—¡Y todos nos ofrecimos a colaborar! —exclamó Cynthia, radiante.

Harry añadió con sonrisa culpable:

—No había ninguna nueva obra de arte rupestre, doctora Delafield… Fue solo un ardid para que usted se alejara del campamento mientras el doctor Hightower y los otros montaban todo esto.

—Y yo —intervino con una sonrisa el profesor Keene— serví de excusa al doctor Hightower para que no fuera contigo al cañón.

—Entonces… ¿no te encontrabas mal? —le preguntó Elizabeth.

El anciano se dio un golpe en el pecho.

—¡Jamás me he sentido mejor! —afirmó y, después, volviéndose a los otros—: Creo que deberíamos dejar a estos dos para que exploren Egipto, ¿no os parece?

—¡Eh, Cynth…! ¿Cómo tienes esos bocadillos? —preguntó Joe, cuyos pensamientos ya se encaminaban al salami que el doctor Hightower les había traído.

Cuando estuvieron solos en la tienda, y las voces de los demás se perdieron en la noche, Elizabeth se colocó bajo el amparo del brazo de Faraday y miró a su alrededor asombrada.

—¿Cómo te las pudiste arreglar? —murmuró.

—No fue fácil —respondió él riendo—. Tuve que encontrar pintura, sábanas y unas pocas cosas más. Pero conté con los mejores colaboradores.

—Los cinco tenéis que haber estado trabajando día y noche.

—Tus estudiantes te adoran, ya lo sabes. —La miró y añadió en voz baja—: Y yo también.

Elizabeth comenzó a llorar, unas lágrimas dulces que sus manos trataban de contener, y Faraday la estrechó entre sus brazos, diciéndole:

—Vamos, vamos…

—Oh, Faraday… ¡Soy tan feliz! Jamás me he sentido más feliz en mi vida. —Paseó la vista por la notable obra de arte. Podía distinguir qué partes habían sido ejecutadas por las hábiles manos de Faraday (el bazar de El Cairo tenía un realismo asombroso: casi podía oírse la llamada del muecín), y cuáles eran obra de otros—. ¿Se supone que eso de ahí es un camello? —preguntó.

—Lo pintó el profesor Keene. Y está bastante orgulloso de él.

—¡Oh, Faraday…! —dijo ella de nuevo—. Faraday…