46

Fue a Barstow y envió un telegrama a Bettina para decirle que se encontraba bien y que retrasaba su regreso. Después volvió al campamento, donde ya lo esperaba Elizabeth con unas cantimploras de agua, comida preparada y un mapa trazado a mano para que pudieran ponerse a trabajar esa misma tarde, cuando la luz era todo un espectáculo.

Después se adentraron por el angosto barranco en el que apenas notó la gigantesca tortuga del desierto que encontraron en su camino, las deliciosas florecillas blancas que pisaban, llamadas «estrellas del desierto», ni el papamoscas de color bermellón al que espantaron de un arbusto de mezquite, porque tenía muy lejos sus pensamientos.

No había olvidado a sus chamanes ni a los demonios que se habían apoderado de él en el Cañón Prohibido, pero el cielo del desierto era intensamente azul, hermoso y tibio, y Faraday se sentía invadido por una recién nacida pasión.

Elizabeth le estaba explicando que el lugar que iban a visitar era su favorito, el más hermoso de los conservados, y que pensaba utilizar el dibujo que él le hiciera de allí para ilustrar la cubierta de su libro, cuando el silencio de la tarde se vio sacudido por los ecos de un restallido.

—¿Qué ha sido eso?

—Sonó como un trueno —dijo Faraday, pero en el cielo por encima del pico Smith no había ni una nube.

Un segundo restallido reverberó en las laderas del monte, y Elizabeth exclamó:

—¡Eso es un disparo!

—¡Santo Dios!

¿Habrían ido a dar con unos cazadores? ¿O, peor aún, con bandidos, como los que aún eran un reciente recuerdo en el salvaje Oeste?

Prosiguieron por el sendero, pero apresurando ahora el paso, porque los disparos seguían sonando y pudiera tratarse de alguien que estuviera en un apuro y necesitara ayuda. Elizabeth lo aceleró más aún cuando dijo que los disparos parecían provenir de muy cerca del yacimiento de sus pictogramas. Y, en efecto, apenas habían rodeado una gran peña, cuando vieron a dos hombres con revólveres, que disparaban por turno gritando con gran regocijo.

Y utilizando como blanco la roca donde estaban grabadas las obras de arte.

Un grito salió de la garganta de Elizabeth mientras corría hacia los hombres, blandiendo en alto su bastón de paseo. Su reacción sorprendió tanto a Faraday, que se quedó completamente inmóvil mientras ella corría hacia los que disparaban. E igualmente desconcertados quedaron también estos, que se limitaron a mirarla boquiabiertos.

A los pocos momentos llegó donde estaban, y empezó a golpearlos en la cabeza y la espalda con el pesado bastón, gritando, maldiciéndolos y obligándolos a caer de espaldas con los brazos levantados para protegerse, aullando de dolor y gritando:

—¿Se puede saber qué demonios le ocurre, señora?

Hasta que al final consiguió echarlos del claro de la ladera y ellos escaparon corriendo y vociferando insultos por encima del hombro. Momentos después, Faraday oyó los bufidos de unos caballos y el galope de sus cascos.

Respirando agitadamente y con el rostro congestionado por la ira, Elizabeth dejó caer a tierra el bastón y corrió hacia la roca, donde permaneció mirándola, aturdida.

Cada centímetro cuadrado de la superficie había saltado hecho pedazos. No quedaba nada de los petroglifos.

Se echó a llorar. Apoyando suavemente las manos en la destrozada pared de piedra, comenzó a sollozar en silencio hasta que los sollozos se transformaron en una llantina desconsolada. Y, cuando se dejó caer al suelo, Faraday se arrodilló a su lado.

—¡Lo siento tanto! —murmuró deseando abrazarla, pero deseoso también de salir corriendo tras aquellos dos y estrangularlos.

Sentía a la vez ternura y rabia. Y la contraposición de ambos sentimientos lo inmovilizaba.

—¡Perdidos! —murmuró ella—. ¡Todos perdidos! —Y cuando apartó las manos de la cara, la expresión de sus ojos fue desgarradora e hizo vibrar de emoción todas las fibras del cuerpo de Faraday: por aquellas pupilas azules anegadas en llanto y por la cruda pregunta que se leía en ellas—. ¿Por qué lo han hecho? ¡Oh, Faraday! ¿Qué los movió a destruirlos?

Se acercó a ella y la ayudó a levantarse. Elizabeth siguió llorando, empapándole la pechera de la camisa. Los dedos de la joven se aferraron a las mangas de él, y sus sollozos fueron haciéndose cada vez más amargos durante un rato; luego fueron cesando poco a poco hasta que quedó en silencio, con la cara hundida en el pecho de él, y los dos consolándose el uno al otro y componiendo la viva imagen del pesar compartido.

Faraday dijo:

—¿Quién sabe lo que mueve a un hombre a hacer lo que hace? Tú no puedes protegerlos a todos, Elizabeth; no es responsabilidad tuya.

Lo sorprendió en aquel momento pensar cuán semejantes eran los dos en sus pasiones, sentimientos de culpabilidad e impulsos. Ella levantó la cara hacia él y Faraday bajó su boca hacia la de ella, porque ya no bastaban las palabras y ni siquiera eran necesarias. Mientras los dos se amaban, el temor y el dolor se disolvieron dentro de él y ya no fue capaz de ver nada más, en la luz del desierto, que a aquella hermosa mujer. Y tampoco pudo hacer otra cosa que maravillarse de que Dios la hubiera llevado a su vida de miserable pecador.

Mientras seguían luego los dos estrechamente abrazados, Elizabeth le hizo una confesión:

—Me han herido profundamente en la vida, Faraday. En dos ocasiones, dos hombres en quienes confiaba, y a los que amaba, me han partido el corazón. Fui solo un reto para sus proezas masculinas y, apenas conquistada por ellos, me desdeñaron. No podría sobrevivir a un tercer destrozo que le sucediera. Prométeme que nunca me traicionarás ni me harás daño. Porque, si lo hicieras, yo cerraría mi corazón para siempre y viviría el resto de mi vida sin confiar en ningún hombre.

Él se lo prometió, estremecido por su confesión y al advertir en sus ojos aquella expresión de vulnerabilidad que hacía indefensa a su fuerte Elizabeth. Su afán de protegerla se transformó en la fuerza más poderosa de la tierra. En aquel momento, si alguien se hubiera atrevido a tocarla, Faraday Hightower lo habría matado.