Decidió que debía marcharse.
Tras haber desnudado su alma ante Elizabeth, no podía seguir allí por más tiempo. Anunció a sus nuevos amigos, cuando se reunieron ante el fuego para el desayuno, que esa misma tarde saldría para Barstow, desde donde tomaría el tren para Los Angeles y, de allí, al hogar. Se sentía a la vez orgulloso de sí mismo y con el corazón roto. Dos Faraday Hightower hicieron su equipaje esa mañana: el que buscaba la salvación y la gracia divina y el que no deseaba más que tener a Elizabeth Delafield entre sus brazos.
Los miembros del equipo le expresaron la tristeza que sentían por su marcha, pero le dijeron también que comprendían que debía volver con su familia. Y luego Elizabeth apareció en la entrada de su tienda, con el sol creando un halo de luz en torno a sus cabellos.
—Por favor, no te vayas —le dijo—. No hoy, por lo menos. Puedes marchar mañana. Pero hoy quiero enseñarte algo.
Se cruzaron sus ojos, y él se dio cuenta de que le agradaba la insistencia de ella en que se quedara.
—¿Qué quieres enseñarme? —le preguntó.
—En realidad, voy a pedirte un favor. Nuestras fotografías son en blanco y negro, y no pueden captar la belleza del colorido del arte rupestre. He visto tus bocetos, tu sensibilidad para el color, cuán perfectamente sabes representar el azul de una mariposa o el lavanda del jacinto. Supongo que es presuntuoso por mi parte, pero iba a preguntarte si…
La nueva excitación que despuntaba en él hacía ya días reventó con toda su plenitud cuando Faraday imaginó aquellas escenas en blanco y negro iluminadas por sus manos con el brillante colorido de la vida.
Y él mismo se sorprendió al descubrir en su corazón un nueve reto: trabajar con Elizabeth en su intento de recoger los testimonios finales de una cultura que se estaba perdiendo.