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Cierta noche Faraday soñó que se encontraba a bordo del Caprica, bebiendo con los oficiales, mientras Abigail estaba en su camarote, desangrándose hasta morir. Debió de habérsele escapado algún grito en sueños, porque, cuando se incorporó en su catre, notó de pronto que lo envolvía una presencia tranquilizadora y reconoció por su suave perfume que era Elizabeth.

Ella lo abrazó mientras le rodaban por las mejillas las lágrimas, le dijo palabras de consuelo, acarició sus cabellos. Faraday se derrumbó y sollozó en los brazos de Elizabeth mientras se lo confesaba todo: que en su vanidad y arrogancia había dejado morir a su esposa.

Cuando él se hubo desahogado y ya no pudo decir más, Elizabeth se apartó y, fijando en él sus ojos azules, dijo:

—Y ahora escúchame, Faraday. Dar a luz es una tarea peligrosa. Así lo ha hecho la naturaleza. No es mucho lo que puede hacer en él la medicina moderna, y el resto está en las manos de Dios. Mi propia abuela murió al dar a luz a mi madre, y durante años mi madre se sintió responsable de su muerte. Pero al final aceptó aquel hecho, como debes aceptarlo tú.

Elizabeth le enjugó las lágrimas que aún seguían surcando su rostro, y añadió con voz suave:

—Eres un buen hombre, Faraday. Viniste al desierto con un noble objetivo. No con picos y palas en busca de oro, como han hecho tantos, sino tras un pueblo desaparecido. No se me ocurre ninguna finalidad más elevada.

—¡Ojalá fuera así, Elizabeth! ¡Pero estoy viviendo una mentira! Te he engañado. —Hablaba atropelladamente ahora, como queriendo hacerlo antes de que se le agotara el valor—. Aquella muchacha hopi cuyo retrato te enseñé… Me la encontré a medianoche en Chaco Canyon. Y había algo más allí; no estábamos solos: había entre los dos una presencia maligna. ¡Me temo, Elizabeth, que el diablo tocó mi alma! Me aterra el fuego de la condena eterna, y me enferma pensar que pueda morir antes de haber hallado a Dios y la redención. Perdí mi alma en el cañón de los Enemigos Antiguos, y solo sus descendientes, que se ocultan en algún lugar del desierto de California, podrán devolvérmela. ¡Soy un impostor! ¡Un charlatán! Busco a esos indios solo en interés de mi alma, no para preservar su cultura, como haces tú, para darla a conocer a la humanidad, sino por mis propias egoístas y medrosas razones. ¡No soy digno de ti ni del concepto en que me tienes!

Ella le tomó el rostro entre las manos y dijo con ternura:

—Bobadas. No eres egoísta ni estás pensando solo en ti. He visto tus hermosos dibujos. Hay respeto en ellos, Faraday, y admiración hasta en el último detalle. Son las creaciones de un artista apasionado por el objeto de su arte. Tú aún no lo sabes, Faraday, pero eres como yo…, deseas preservar las culturas que están en trance de desaparecer.