—Nadie sabe qué significado tiene el arte rupestre indio: si los pictogramas son representaciones simbólicas o tienen el papel de letras, si están reunidos al azar o si narran una historia —decía Elizabeth Delafield mientras los dos se adentraban por el angosto arroyo cuyas paredes de basalto aparecían cubiertas de extraños grabados y pinturas.
Faraday intentaba prestar atención a las explicaciones de su anfitriona, pero, puesto que era ella quien iba delante, le ofrecía constantemente la visión arrebatadora de su bella y esbelta figura, y no tenía ojos más que para mirarla y seguir su rubia cabeza que lo guiaba como si fuera un faro.
A Faraday lo enfurecía sentir la naturaleza carnal de sus pensamientos. Un hombre empeñado en una búsqueda espiritual no debería alentar ideas bajas. Culpaba de ello a los demonios de Chaco Canyon y sabía que, si se apoyaba en su sólida fe cristiana, podría alzarse por encima del poder de los Espíritus de la Oscuridad y triunfar sobre las flaquezas de su propia carne. Mientras los dos avanzaban entre rocas y detritos, la doctora Delafield miraba de vez en cuando hacia atrás por encima del hombro y le dedicaba una radiante sonrisa. Él se la devolvía, orgulloso de sí porque se sentía capaz de vencer la tentación.
Pero entonces tuvieron que ponerse a trepar por la ladera los dos, y la resistencia de Faraday se debilitó.
Estaba acostumbrado a que las piernas de las mujeres estuvieran ocultas tras largas faldas (y aunque, como médico, a menudo había tenido que examinar muslos y pantorrillas femeninas, siempre había pensado en ellas solo como debía hacerlo un médico, sin experimentar en su corazón el deseo más mínimo). Pero ahora no podía dejar de mirar cómo se movían las piernas de Elizabeth cuando escalaban la pequeña pendiente del arroyo, y cuando sus fuertes y bien formados muslos bajo la tela de los pantalones dejaban escaso campo a la imaginación. Se le hizo un nudo en la garganta, lo que hizo que, cuando Elizabeth se detuvo y miró atrás hacia él, le preguntara:
—¿Está usted bien? Tiene la cara congestionada.
Él murmuró algo acerca de que no estaba acostumbrado a aquel ejercicio, e insistió en pedirle que siguiera adelante, que él ya la alcanzaría después. Luego se sentó en una roca y aguardó a verla desaparecer más allá de un recodo del sendero. Entonces se aflojó el cuello de la camisa y se abanicó la cara con el sombrero. Mientras lo hacía, se preguntó por qué seguía todavía allí, si ya había obtenido la información que había ido a buscar.
—Tiene usted que mirar en la zona del árbol de Josué —le había dicho Elizabeth el día anterior en la tienda grande. Y después había añadido—: Me pregunto si el cuadrado con el rayo dentro representa una mina. En esa zona hay abundantes minas.
Es decir, que ya no tenía ninguna necesidad de seguir allí. Sin embargo, lo había hecho, según él, para asegurarse de que el profesor Keene se restablecía y no sufría una recaída, para aprender, de labios de la doctora Delafield y de su equipo, todo cuanto pudiera acerca de los indios, para aguardar a que mejorara el tiempo, para aprovechar aquella oportunidad de realizar nuevos dibujos para su colección…
En resumen, que se inventó toda clase de excusas para no admitir ni ante sí mismo la verdadera razón de que siguiera allí: estar cerca de Elizabeth Delafield.
Encontraron numerosos petroglifos en las paredes y rocas del Butterfly Canyon: fantásticas figuras y símbolos en los que él se esforzaba en concentrarse; pero el espacio era reducido y el brazo de Elizabeth lo rozaba frecuentemente cada vez que quería indicarle el parecido de una figura con una oveja montes o una serpiente de cascabel. Cuando le hablaba, sentía en ocasiones sobre su mejilla el cálido aliento de la joven, y cuando extendía el brazo para señalarle un grabado por encima de ellos en la roca, la tela de su blusa se tensaba contra su pecho y él, entonces, se sentía a punto de desfallecer.
Fue entonces cuando, culpando a la enfermedad que lo había tenido postrado en Albuquerque, le dijo que aún se sentía un poco débil y que necesitaba volver al campamento y descansar. Elizabeth se mostró feliz de poder complacerlo.
Almorzaron allí los dos y estuvieron conversando acerca de los chamanes indios. Faraday olvidó el mal rato que había pasado en el arroyo y al momento siguiente la conversación entre él y su encantadora anfitriona derivó en risas alegres. Como se sentía relajado en presencia de Elizabeth, le habló de su hija y de las circunstancias del nacimiento de la niña, que lo habían hecho enviudar. No dijo más, pero ella pareció comprenderlo.
Cuando la joven le preguntó luego quién se ocupaba de Morgana, no pudo decirle la verdad, porque quería que Elizabeth tuviera la mejor opinión posible de él y sospechaba que incluso a ella, por moderna que fuese, la sorprendería saber que vivía con la hermana de su difunta mujer sin contar con las bendiciones del matrimonio. Ya había escandalizado a unas pocas damas en Albuquerque con ocasión de sus visitas nocturnas a Bettina. Por consiguiente, le dijo a Elizabeth lo mismo que a todas: simplemente, que Morgana estaba al cuidado de una mujer muy capaz y de absoluta confianza. Después de todo, era la verdad.
Una sensación de intemporalidad descendió sobre ellos mientras Elizabeth y él se dedicaban a explorar la región, disfrutando con el hallazgo de nuevos descubrimientos y comentándolos animadamente durante la cena con los miembros del equipo. Mientras Elizabeth fotografiaba paredes rocosas y piedras cubiertas de símbolos e imágenes, Faraday bosquejaba nubes y halcones, codornices de California y caléndulas del desierto. El Mojave es toda una paleta de colores para un artista: desde el naranja de la mariposa reina, hasta el sauce rosa del desierto, del azul brillante del piquigordo al amarillo de la oropéndola, las alas blancas de las palomas, el vientre negro de las codornices, y todos los matices del tostado y el malva que pintan la arena y las montañas. Dieron largos paseos a solas bajo el sol y a la luz de la luna y conversaron prácticamente de todos los temas que existen bajo las estrellas.
—Es usted diferente de los otros hombres, doctor Hightower… —le dijo Elizabeth—. Los hombres de mi profesión no me toman en serio porque soy una mujer, y los que no pertenecen a ella piensan que esta es solo para ocupar mi tiempo hasta que me convierta en esposa y madre. Pero usted nos respeta a mí y mi trabajo. No es lo corriente.
Tampoco era corriente Elizabeth. Tenía la costumbre de tararear canciones populares mientras trabajaba, en particular los rags de Scott Joplin, que eran sus favoritos. Pero, a juicio de Faraday, la hermosa Elizabeth, radiante como una alborada, no era capaz, ni que la mataran, de seguir las notas de una canción. Bien es verdad que aquel defecto la hacía más entrañable para él.
Faraday sentía curiosidad por la vida privada de la joven, pero no inquirió nada. No parecía haber un hombre que estuviera esperando su regreso a casa. Cuanto más la conocía, más advertía en ella cierto retraimiento, como si tratara de proteger sus sentimientos. Trepaban por paredes rocosas y escalaban peñas en busca de pictogramas, lo cual hacía que frecuentemente se dieran las manos el uno al otro y que él a menudo rodeara con las suyas su fina cintura para ayudarla a bajar. Y empezaban a darse entre ellos breves momentos de silencio que gradualmente se iban haciendo más largos cuando dejaban sus frases sin concluir y se quedaban mirándose a los ojos…, hasta que alguno de los dos lo rompía de pronto con una observación prosaica destinada a disipar la magia del instante.
De forma que Faraday comenzó a sospechar que Elizabeth reprimía los sentimientos que albergaba hacia él, lo cual no hizo otra cosa que aumentar el fuego de su deseo.