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Keene mejoraba poco a poco. Faraday se había presentado en el momento justo, a tiempo para cortar la hemorragia y conseguir que se recuperara. Elizabeth permanecía día y noche a la cabecera del anciano, y su devoción por él traía al espíritu y al corazón de Faraday el pensamiento de su propia hija Morgana, a la que imaginaba dentro de veinte años, cuando él estuviera tal vez postrado por la enfermedad y su hija implorara la ayuda de un extraño.

Cuando el profesor pudo incorporarse por fin en el lecho y tomar unos huevos pasados por agua, Faraday se maravilló de mantener aún su propia habilidad para curar, puesto que había llegado a pensar que la había perdido. El día en que Keene pudo salir de la tienda y dar un paseo bajo el sol, Elizabeth le comentó:

—No sé qué hubiera hecho si no se hubiera presentado usted, doctor Hightower. El profesor Keene es una persona muy querida para mí. Y usted ha sido un enviado de Dios.

Faraday pensó que era realmente extraño, para alguien acosado por los demonios, oírse llamar enviado de Dios, pero las palabras de Elizabeth aliviaron un poco su carga.

Una vez Keene hubo superado su crisis, Faraday pudo volver su atención a la notable criatura, que era profesora de antropología y daba clases en la universidad. No era la primera mujer así que había conocido, pero las otras damas académicas de su entorno no tenían el más mínimo parecido con aquella criatura esbelta, de fino talle, cuyos cabellos semejaban rayos de luz entretejidos y cuyos ojos tenían el color de los lagos alpinos.

Y que vestía pantalones.

Elizabeth le explicó que el profesor Keene era su mentor. Que no había mostrado ningún prejuicio en contra de tenerla en sus clases y que había apoyado sus sueños de llegar a ser profesora universitaria.

—Mi padre se oponía a que yo me dedicara a una profesión masculina, diciendo que eso iría en contra de mi feminidad y me sería contraproducente. Dice que no me dirigirá la palabra hasta que yo recupere el sentido común, lo que significa casarme y tener hijos. Mi madre le sigue la corriente porque la tiene dominada. Un ejemplo: papá se opone, naturalmente, a que se les conceda a las mujeres el derecho al voto, pero ha dejado muy claro que, si la Novena Enmienda de la Constitución sale adelante, dará instrucciones a mamá, en todo caso, acerca de lo que debe votar.

Estaban sentados junto al fuego un mediodía, bajo un tibio sol, mientras los componentes del equipo recorrían el cañón tomando notas de los pictogramas indios y el profesor Keene dormía en el interior de su tienda. Cuando conversaban, Faraday tenía que esforzarse en apartar sus ojos de los cortos cabellos rubios de Elizabeth, peinados con las nuevas ondas que las mujeres habían comenzado a lucir; él lo sabía solo porque Bettina había decidido que debía sumarse a la era moderna y se había cortado los rizos para peinarse en lo que ella llamaba «a lo paje»; por desgracia, el nuevo estilo no favorecía en absoluto a su cuñada, mientras que en Elizabeth Delafield resultaba arrebatador.

—Faraday… —murmuró ella ahora, pensativa—. Un nombre interesante.

—Resulta irónico, además. Yo no soy un incondicional de la ciencia. En realidad, no me fío de ella y de su rápida y creciente importancia en el mundo actual. Aun así, por parte de mi madre, cuyo apellido de soltera era Faraday, estoy emparentado con Michael Faraday, que fue considerado el mayor científico de su época.

Cuando pasó después a hablarle un poco acerca de sí mismo, de su hogar en Boston y de su formación en Harvard —aunque sin hablarle de Abigail ni de sus chamanes—, Elizabeth fijó sus serenos ojos azules en él y él se dio cuenta de que su aspecto le resultaba enigmático, como le ocurría a la mayoría de la gente. Faraday había adelgazado desde que salió de Albuquerque, y su delgadez natural acentuaba ahora su aspecto larguirucho y huesudo. A eso había que sumar su tez curtida por el sol, porque él la tenía clara de natural y sabía que a la gente le parecía curioso ver a un médico con aspecto de trabajar bajo el sol.

—Es decir, que vino usted aquí buscando al profesor Delafield… —dijo Elizabeth.

—Le confieso que esperaba encontrar a un hombre.

Ella rió, mostrando unos dientes perfectos, y aparecieron en sus mejillas los más maravillosos hoyuelos.

—Me ocurre con frecuencia… ¿Para qué buscaba usted mi ayuda?

Él pensó en mentirle, como había hecho con el agente indio, y contarle que estaba escribiendo un libro; pero sospechó que tras aquellos tranquilos ojos azules había un espíritu comprensivo. Cuando le explicó que la razón de su visita era encontrar el paradero de una tribu perdida de chamanes (pero aún sin hablarle de Abigail ni de su pérdida de la fe), vio que la curiosidad de Elizabeth se avivaba.

—¿Descendientes de los indios anasazi en esta región? ¡No he oído hablar de ellos, pero me parece una idea intrigante! ¿Son miembros de la familia uto-azteca?

—No tengo ni idea —respondió Faraday, incapaz de apartar los ojos de aquellos cabellos iluminados por el sol.

Elizabeth no llevaba sombrero, como hacían la mayoría de las mujeres preocupadas por su cutis. Ocasionalmente disfrutaba de un vasito de whisky por la tarde, lo que todavía la diferenciaba más de las costumbres del sexo débil. Y cuando la sorprendió encendiendo un fósforo y prendiendo con él con naturalidad un cigarrillo Camel, la sorpresa casi dejó sin habla a Faraday. Jamás había visto fumar a una mujer. Elizabeth Delafield tenía hábitos masculinos en muchos aspectos, ¡pero él jamás había conocido a una mujer más femenina que ella!

—Los anasazi son un gran misterio. Que un pueblo floreciera hasta tal punto, y que después desapareciera sin dejar rastro… ¿Sabe, doctor Hightower? Todo el mundo se pregunta: «¿Adónde fueron?». Pero ese no es el auténtico enigma. La verdadera pregunta es…

—¿Por qué no regresaron jamás?

Los ojos azules de Elizabeth expresaron sorpresa por aquel instante de conexión. Faraday le había leído la mente y había completado su frase.

—La cultura de los indios se está perdiendo a marchas forzadas —siguió diciendo Elizabeth con nostalgia—. La mayoría de ellos están ahora constreñidos a las reservas y dependen del gobierno federal para tener alimentos, ropas y medicinas. Y, puesto que las escuelas del gobierno enseñan inglés y suprimen las lenguas y las religiones nativas (de hecho, cada vez son más los ritos proscritos), es previsible que la cultura nativa desaparecerá. La muerte de cada anciano de una tribu es mucho más que la pérdida de un hombre: es el olvido de una tradición más. Mi objetivo al venir aquí es encontrar y registrar las pruebas de esas tradiciones que se pierden, y en concreto la del arte rupestre.

Oírla hablar de «pérdida» lo alarmó muchísimo. Si la cultura indígena, arraigada en aquella región por espacio de más de mil años, desaparecía tan rápidamente…, ¡cuánto más frágiles y fugaces tenían que ser las formas de vida de sus esquivos chamanes y su sabiduría anasazi!

Y entonces, inesperadamente, Faraday sintió brillar dentro de sí la chispa de una nueva y extraña sensación. Se había abierto una pequeña brecha en su alma y vio con sorpresa que de pronto sentía curiosidad por los anasazi, no tanto por lo que significaban en su búsqueda espiritual como por el misterio de aquel pueblo cuya cultura se había desvanecido.

Preguntó por la palabra hoshi’tiwa, y Elizabeth le respondió que lo más probable era que se tratara de un nombre propio.

—Me suena a hopi —le dijo.

—¡Sí! La muchacha me dijo que era hopi.

Cuando le mostró el dibujo que había hecho de la joven india, Elizabeth le preguntó con excitación si podía fotografiarlo. Y mientras él se lo preparaba, sosteniéndoselo a la luz para que ella lo enfocara con su cámara, decidió enseñarle también los dos dibujos que la adivina gitana le había dado en Boston.

Tras estudiarlos un momento, surcada su lisa y linda frente por el frunce de la concentración, Elizabeth dijo:

—Esa línea en zigzag aparece con frecuencia en los pictogramas y en el antiguo arte rupestre. La encontramos muy a menudo. Sin embargo, no sabemos cuál es su significado. Puede que no sea necesariamente el pictograma de un rayo. Pero esta otra figura, que es como un hombre sin cabeza con los brazos alzados, me recuerda un árbol de Josué.

—Un ¿qué?

—Una yuca gigante que crece profusamente en el desierto. Tiene que haberlos visto usted cuando venía aquí desde Barstow. ¿Dónde me dijo que vivía?

—Cerca de una población llamada Palm Springs.

—Los árboles de Josué abundan mucho unos pocos kilómetros al norte de donde vive usted, doctor Hightower, pero es un área enorme.

Dicho esto, lo condujo a la tienda principal, donde sus estudiantes se ocupaban en identificar y catalogar los diversos yacimientos descubiertos, examinaban fósiles, clasificaban y etiquetaban puntas de flecha y herramientas de pedernal. Desplegó sobre un banco de trabajo un mapa del desierto próximo a su casa. Y, mientras lo hacía, le preguntó como de pasada si se sentía a gusto su esposa viviendo en el valle de Coachella.

—Se supone que es muy saludable con un clima tan seco —comentó.

Cuando Faraday le dijo que era viudo, ella se volvió; se cruzaron las miradas de ambos y el doctor distinguió en sus serenas pupilas azules una chispa de interés que, a su vez, provocó una llamarada de deseo a través de su cuerpo. Aquel súbito ramalazo lo desconcertó. Faraday estaba en plena búsqueda de Dios, pero no podía evitar contemplar las profundas ondas de los rubios cabellos de Elizabeth y preguntarse cómo los sentiría bajo sus dedos.

Pero no habría tentación alguna, porque con toda seguridad Elizabeth debía de considerarlo un viejo. En años, solo contaba cuarenta y siete, pero su terrible experiencia en el Cañón Prohibido y su subsiguiente delirio lo habían envejecido, haciendo aparecer vetas blancas en sus cabellos y barba, antes oscuros. Aunque calculaba no le llevaría más de doce años, sabía que ella debía pensar que la brecha entre ambos era de una generación o más.

Mientras se hallaban los dos en el interior de la tienda principal que, de ser un lugar cerrado y atiborrado de cosas, tenía ahora para ambos una atmósfera de intimidad, Elizabeth le mostró fotografías de obras de arte rupestre que habían encontrado ella y los de su equipo. La mayoría estaban abocadas a la destrucción, si no habían sido destruidas ya.

—Tomamos esta foto cerca de Baker, antes de que un equipo de ingenieros volara la ladera de la colina para abrir una mina. Calculamos que estos símbolos fueron grabados en la roca hace centenares de años.

Siguió explicándole el verdadero propósito de aquella expedición en pleno desierto:

—No se trata solo de tomar imágenes de arte indio, sino de la esperanza de, si conseguimos reunirlas todas en un libro, estas calarán en los corazones del pueblo norteamericano, y los moverán a abogar por que se preserven estas antiguas obras de arte antes de que se hayan perdido por completo.

Su pasión electrizó el aire, y la forma como se sonrojaron sus mejillas y se encendieron sus pupilas al hablar de su sueño, le recordó a Faraday el antiguo adagio de que una sola persona apasionada vale más que cien que sientan meramente interés. Se quedó mirando los extraños dibujos de figuras humanas de elevada estatura y de hombros singularmente anchos, con las cabezas cubiertas por lo que parecían peceras invertidas.

—¿Qué se supone que son?

Elizabeth se encogió de hombros.

—No tenemos ni idea —dijo—. Pero no es el primer lugar en que hemos encontrado estas figuras. Son, claramente, seres míticos. ¿Tal vez sus anasazi?

Pasó luego a explicarle la leyenda navajo que explicaba la desaparición de los anasazi:

—La propia palabra es ya interesante. La forma más correcta de deletrearla es así —la escribió mientras lo decía—: «anaa’sázi». «Anaá» significa ajeno, enemigo, y «sázi» significa «ancestral». Escuche esto. —Abrió un libro titulado Mi estancia entre los dineh, y leyó en voz alta en la tienda, donde solo estaban ella y él, y las únicas sensaciones que se percibían eran su voz suave y su perfume dulce—: «El anciano navajo me contó lo que les había ocurrido a sus antiguos enemigos. Los anaa’sázi, dijo, eran seres poderosos que podían volar por los aires y se comunicaban con los seres sobrenaturales. Pero abusaron de su poder y enojaron a los dioses, que enviaron tornados de fuego a los cañones que habitaban los anaa’sázi y una bestia de un solo ojo que vomitaba fuego, y otra con un único cuerno del que salía fuego. Los anaa’sázi sabían cómo viajar con el rayo, pero abusaron de este poder enviando el rayo contra sus enemigos, de manera que los dioses destruyeron a los anaa’sázi también con el rayo. Los que quedaron fueron disparados al firmamento en flechas de fuego».

—¡El rayo! —exclamó Faraday—. ¿Podría tener algo que ver con el segundo dibujo? —Luego rumió lo que ella había leído, y preguntó—: ¿Cuál es el significado de todo esto?

Tras cerrar el libro, Elizabeth dijo:

—Los navajos tienen muchas leyendas para explicar lo que le ocurrió al pueblo que vivía en Nuevo México antes de que llegaran allí sus antepasados, provenientes del norte. Ninguna de esas leyendas es agradable. En realidad, todas son horripilantes. Después de tantas generaciones como han pasado, todavía hay mucho resentimiento.

Faraday decidió correr el riesgo y mostrarle a Elizabeth lo que no había mostrado a ningún otro, confiando en que ella guardaría su secreto. Porque la olla dorada le había sido entregada a él, y a nadie más.

Los ojos de la joven se abrieron de par en par al ver el dibujo en color. Sus labios se separaron para dejar escapar un grito de asombro:

—¡Es… realmente bella! —musitó—. ¿Y dice usted que la encontró en Chaco Canyon?

—En Pueblo Bonito. Yo mismo la desenterré. ¿Puede usted datarla?

—La forma de la vasija y su diseño indican la fase llamada Cerámica III. Prehispana, con toda seguridad. Lo más probable es que fuera creada en torno a la época del Abandono. Algunos arqueólogos están experimentando con los anillos de los troncos de árboles para asignar fechas a los objetos. Pero se trata de una técnica nueva y aún poco probada. Sin embargo, por lo que sé de la cultura de Chaco y la época aproximada en que desaparecieron sus habitantes, yo dataría esta pieza en el siglo XII.

—¿Tiene algún significado el dibujo?

—Pensamos que los dibujos geométricos en el arte indio pretenden simbolizar el equilibrio de la naturaleza. Armonía. La cerámica era y es aún una parte vital de la cultura india. No son meros objetos útiles. La alfarería es una tarea sagrada. El alfarero reza antes y durante su trabajo. Pero esta pieza…, su diseño es caótico. No hay equilibrio aquí, ninguna armonía. Es casi violenta. ¿Se habrá tratado tal vez de representar algún acontecimiento violento?

Recordando las palabras de John Wheeler acerca del canibalismo y los sacrificios practicados por aquellos hombres, Faraday se estremeció de temor.

—Y, sin embargo, hay belleza en esta violencia —añadió, pensativa, Elizabeth—. Una belleza tremenda. —Puso las manos sobre el dibujo y, empleando los dedos para ir enmarcando sucesivamente, desplazándolos por la superficie, diferentes partes de él, comenzó a estudiarlas aisladas—. ¡Dios santo! —exclamó de repente.

—¿Qué ocurre? —preguntó Faraday, inclinándose a mirar más de cerca.

La doctora Delafield difundía una leve fragancia a rosas.

—Fíjese: esto es una criatura con cuatro patas. Podría ser una oveja o un perro. Y mire aquí también —añadió, cambiando de posición las manos—: esto podría ser un árbol. Este símbolo se emplea para representar el agua. Y aquí hay una estrella.

—Es decir, que no hay caos —murmuró él, viendo por primera vez las imágenes dentro del diseño—. Que no son solo líneas, espirales y puntos, ¡sino representaciones de objetos reales!

Le sorprendía no haberse dado cuenta cuando hizo su dibujo: había visto solo el caos, no los componentes individuales. Pero ahora que las lindas manos de Elizabeth enmarcaban uno a uno los símbolos, veía el árbol, el hombre, el halcón…

—Pero tiene que centrar cada una para saber que están —dijo la joven—. Es casi como si…

—¿Qué?

—Es casi como si hubiera un mensaje escondido ahí. Como un misterio que se espera que uno resuelva.

—¿Un misterio?

Primero los dos dibujos de la adivina. Y ahora aquella misteriosa cerámica.

—La solución de este enigma —dijo Elizabeth— debería encontrarse en la propia cultura anasazi. ¿Qué significaban para ellos estos símbolos y figuras geométricas? Por desgracia, sabemos muy poco de los antiguos pobladores de Nuevo México. Estos símbolos carecen de sentido fuera de contexto… Oh, esto sí que es muy extraño.

Vio cómo sus suaves manos volvían la página para pasar al siguiente dibujo. Elizabeth tenía unos dedos preciosos, largos y finos. Con las uñas perfectamente cuidadas, aunque las empleara para trepar por las rocas y cavar en la tierra.

—Los símbolos no se repiten, doctor Hightower. Es algo sumamente insólito.

—Tal vez sea que narren una historia.

—Sí, pero… ¿dónde está el comienzo y dónde el final? —Posó en él sus serenos ojos azules y le hizo sentir el deseo de nadar en ellos—. Da la impresión de tratarse de una historia circular, sin principio ni fin.

Faraday buscó con los suyos la mirada de ella, y dijo, pensativo:

—Vine aquí buscando respuestas, y en vez de ellas tan solo encuentro más misterios. —Finalmente, añadió dejándose deslumbrar por la belleza de la joven—: ¿Acaso nunca cesarán los prodigios?