Tomó el tren y viajó a través de poblaciones pequeñas y por las montañas hasta llegar cuando empezaba a caer la tarde a la polvorienta ciudad minera de Barstow, que se encontraba a poco más de doscientos kilómetros al este de Los Angeles. Se alojó en un establecimiento de la cadena Harvey, donde encargó que le prepararan un cesto con víveres, y después fue a alquilar unos caballos en la caballeriza local. El propietario, un hombre muy deseoso de ayudar, le señaló en un mapa dónde podría encontrar arte rupestre indio.
Su búsqueda de los antropólogos neoyorquinos fue desalentadora al principio, pues en toda la región abundaban los pictogramas; pero, aunque el área era extensa, sus habitantes eran escasos y, como en cualquier población pequeña, las noticias viajaban muy rápidamente. Pronto se enteró de dónde se hallaban explorando y, finalmente, lo encaminaron al Butterfly Canyon en la base del pico Smith.
Al alba, Faraday encontró el campamento en la boca de un charco arenoso que desaguaba en el borde de un antiguo lago seco. El pico Smith era una cumbre áspera y escabrosa que se alzaba desde el desierto con un perfil de diente de sierra, en la que el viento se precipitaba por las laderas con vengativo afán. Tuvo que sujetarse con la mano el sombrero que le cubría la cabeza mientras se acercaba hasta allí, con la esperanza de que aquella gente educada pudiera darle respuestas y encaminarlo hacia los chamanes. Los demonios del Cañón Prohibido habían viajado con él, porque los sentía dentro de su cabeza como negras criaturas que acechaban en ella cualquier momento de debilidad por su parte.
Al acercarse más, encontró el campamento extrañamente desierto, con el viento silbando de manera inquietante a través de las tiendas. Aunque había café en el fuego y linternas brillando en los postes de las tiendas, Faraday no vio a nadie ni oyó sonidos provenientes de su interior cerrado. ¿Qué habría ocurrido?
—¿Hola? —llamó, y el viento se apresuró a llevarse de sus labios la palabra recién pronunciada.
Experimentó un instante de alarma, pero luego vio que alguien emergía de una de las tiendas: un hombre joven, que daba la impresión de no haberse afeitado o bañado en varios días.
—Será mejor que se aleje —le dijo a voces el desconocido—. Tenemos una enfermedad aquí.
—¿Qué clase de enfermedad? —preguntó a su vez Faraday, desmontando pero manteniendo la distancia.
—No lo sabemos. Ninguno de nosotros es médico.
—¿Están todos enfermos?
—Solo uno, hasta ahora.
Por la fuerza de la costumbre, Faraday viajaba siempre con su maletín médico, aunque nunca tuviera la intención de usarlo. Dio gracias ahora de que aquel hábito suyo lo hubiera acompañado al desierto. Al entrar en la tienda, se encontró con ocho personas apiñadas dentro, que miraban con cara de preocupación a un anciano caballero de blancas patillas que yacía tendido en un catre. Parecía dormido, aunque su respiración era superficial. Todos alzaron la vista al entrar él y cuando anunció: «Soy médico», se escapó de todas las gargantas un suspiro de alivio.
Se acercó al lado del enfermo y pidió a los demás que salieran. Dio la impresión de que todos se sentían felices de poder salir al frío crepúsculo, salvo una mujer joven que tenía los cabellos del color rubio platino más notable que Faraday hubiera visto en la vida. Parecía ajena por completo a su presencia y se hallaba sentada a la cabecera del anciano, sosteniendo una de sus flácidas manos.
Mientras Faraday abría su maletín y sacaba de dentro el estetoscopio, estudió el rostro del enfermo. Puesto que los restantes componentes del grupo eran todos jóvenes y parecían estudiantes, dedujo que su paciente debía de ser el profesor Delafield, que había venido de la costa Este para estudiar los pictogramas indios. ¿Qué podía haber ocurrido para que estuviera en semejante estado?
—No sabemos qué le ocurre —murmuró la joven anticipándose a la pregunta de Faraday pero sin apartar la mirada del profesor—. Empezó por una respiración débil y entrecortada. Estábamos trabajando en el cañón. —Levantó la cabeza y Faraday se miró en los ojos más azules que jamás había visto—. Intentó seguir trabajando, pero cada día estaba más débil, hasta que llegó un momento en que ya no pudo levantarse de la cama. Enviamos a buscar al médico en Barstow, pero estaba ausente. Y el profesor está demasiado débil para trasladarlo. ¡Gracias a Dios que está usted aquí!
¡Qué extraño se hacía oír dar las gracias a Dios por traerles a un hombre acosado por los demonios! Pero… ¿cómo iba a conocer aquella encantadora criatura los oscuros espíritus que asediaban su alma? ¿Y cómo podía decirle que él ya no se fiaba de sus poderes para sanar, puesto que Dios le había vuelto la espalda?
Faraday comenzó su exploración metódicamente, tal como le habían enseñado; observó el color y el pulso del hombre, notó el tacto que tenía su piel… todo normal. No había síntomas de infección ni de fallo cardíaco. De hecho, parecía encontrarse perfectamente. ¿Qué era lo que le producía aquella debilidad y la insuficiencia respiratoria?
Sacó del maletín un instrumento médico que había adquirido poco antes de dejar Boston: un reciente invento llamado esfigmomanómetro. Lo había visto utilizar en el hospital Johns Hopkins como excelente instrumento de diagnóstico, y los extraordinarios resultados que había visto conseguir con él lo habían decidido a deponer en este caso sus prejuicios contra la ciencia médica.
Mientras arremangaba el puño de la camisa del anciano en la parte superior de su brazo, la joven rubia le preguntó:
—¿Qué hace usted?
—Estoy midiendo su presión arterial. Esto me dará una idea de su estado interno.
Ella lo observó con curiosidad mientras Faraday inflaba el manguito del aparato con la pera de caucho y escuchaba luego por el estetoscopio mientras se desinflaba. La lectura del diminuto indicador lo preocupó, de forma que repitió el procedimiento para asegurarse de que era correcta. Tras cuatro intentos, Faraday se convenció de que no había error: la presión arterial de aquel hombre era alarmantemente baja.
—¿Cuántos años tiene? —preguntó mirándose de nuevo en aquellos ojos azules.
—Sesenta y siete años. Pero siempre ha tenido una excelente salud. No ha estado enfermo ni un solo día en su vida.
Los párpados del anciano aletearon y se abrieron.
—¿Elizabeth…? —llamó.
—Estoy aquí, profesor.
Faraday sentía curiosidad por aquella respiración entrecortada.
—¿Ha subido recientemente a alguna montaña? —preguntó, pensando que pudiera deberse a algún coágulo de sangre en los pulmones.
—No.
—¿Se ha quejado de alguna otra cosa?
—Se torció un tobillo hará un par de semanas, pero eso fue todo. Se encontró mejor, y volvió al trabajo.
Faraday se dirigió entonces al paciente:
—Soy Faraday Hightower, señor, soy médico. ¿Cómo se siente usted?
El profesor Delafield parecía estar lúcido y lo miró con ojos luminosos y perfectamente enfocados.
—Solo muy débil, hijo. No consigo… retener el aliento…
Faraday ya había notado cierto olor en el momento en que entró en la tienda, y sospechaba que debajo del lecho del enfermo debía de haber un orinal. Lo siguiente que tenía que hacer, debía hacerlo en privado para preservar la dignidad de Delafield. Pidió, pues, a la joven que los dejara solos y, cuando lo estuvieron, bajó la manta hacia los pies del profesor, le levantó la camisa de dormir para palparle el abdomen y le preguntó si le dolía en algún punto, porque el olor que había notado le decía que el anciano había estado sufriendo diarrea.
Pero no tenía dolor alguno.
—¿Qué ha comido y bebido últimamente?
Nada fuera de lo habitual. Pero un examen más detenido de sus brazos y piernas descubrió en ellos ciertas magulladuras inexplicables.
Faraday le preguntó a continuación por sus hábitos intestinales y, en concreto, cómo venían siendo sus deposiciones.
—Negras…
—¿Como alquitrán?
—Sí.
Faraday se apoyó en el respaldo de su asiento, perplejo. Los síntomas parecían apuntar a una hemorragia interna; pero… ¿dónde estaba la causa? Fue entonces cuando recordó el tobillo torcido.
—¿Cómo alivió usted el dolor de la torcedura, señor? ¿Con qué lo trató?
El profesor levantó un débil brazo e indicó con un gesto la mesita que tenía junto al lecho: compartiendo el reducido espacio con la linterna, había una botella con agua, un vaso, un peine, lápiz y papel, y…
Un frasco de aspirinas.
Allí tenía la respuesta. La hemorragia se producía en el estómago. El profesor Delafield se desangraba lentamente y corría el riesgo de morir sin darse cuenta.
—¡Hemorragia! —exclamó la joven Elizabeth cuando se reunió con ella en el exterior de la tienda y mientras los otros miembros del equipo del profesor se arremolinaban nerviosamente alrededor del fuego—. Pero… ¿cómo? Siempre ha sido muy cuidadoso con su dieta. No fuma y no bebe alcohol.
—Pero toma aspirinas, ¿verdad?
Ella frunció el ceño.
—Las tabletas hicieron que se le pasara el dolor después de haberse torcido el tobillo. Más tarde sufrió una pequeña indigestión y siguió tomando aspirinas para combatirla.
—¿Cuántas tabletas?
—Hasta un frasco por semana.
Faraday soltó un gruñido. En los veinte años que llevaba inventada la aspirina, la gente había llegado a considerarla un medicamento milagroso y la tomaban para todas las dolencias en dosis ilimitadas.
—La aspirina no es un curalotodo, y, de hecho, puede ser nociva si se toma en dosis excesivas. Lo que el profesor tomó por una indigestión acida se debía a la destrucción del revestimiento interior del estómago, por las úlceras que provocaban hemorragia.
—Pero no ha vomitado sangre…
—La sangre sale con las deposiciones. Es una forma insidiosa de desangrarse hasta morir.
—¡Cielo santo! —murmuró ella.
—Hay que llevarlo a un hospital, pero está demasiado débil para ser transportado —dijo Faraday en tono apremiante, pero notando al mismo tiempo cómo el resplandor de la linterna marcaba más las ondas de sus cabellos de color rubio platino—. Tenemos que cortar esa hemorragia. ¿Tienen leche de magnesia en el campamento?
—No creo. Enviaré a alguien a Barstow para que la traiga. Hay un farmacéutico allí.
—Y que traiga también agua de jengibre para calmar el dolor de estómago y facilitar la digestión.
La joven llevaba una blusa blanca de algodón remetida en los pantalones de color caqui. Mientras la mente médica de Faraday trabajaba siguiendo su curso lógico, planeando el tratamiento del profesor y dando instrucciones a Elizabeth, otra parte de su espíritu se preguntaba por aquella joven vestida con pantalones. Era la primera vez que se encontraba con una persona así y sentía curiosidad por ella.
—Dígame, doctor Hightower —le preguntó—, si usted no nos hubiera encontrado, ¿habría sobrevivido el profesor?
—Se habría desangrado hasta morir, y ustedes jamás hubieran sabido por qué.
Los ojos increíblemente azules se anegaron de lágrimas y Faraday sintió que algo se conmovía en su pecho. Fue como si los demonios que se habían instalado en él desde su visita al Cañón Prohibido hubieran sido derribados momentáneamente de sus pedestales.
Prescribió como terapia inmediata que se le administrara al paciente un vaso de leche cada hora, seguido por pequeñas tomas de simples copos de avena. La aspirina tenía que desaparecer de la tienda, y a él deberían pasarle regularmente el orinal para que examinara las deposiciones del profesor. Le daba apuro hablar con tanta indelicadeza a una criatura tan encantadora, porque de súbito sintió el deseo de mostrarse delante de ella como un caballero de pies a cabeza, pero él era ante todo médico y estaba en juego la vida del profesor.
La joven, sin embargo, no dio muestras de desconcierto porque él se expresara con aquella crudeza, y Faraday se preguntó si eso también sería parte del carácter de una mujer que llevaba pantalones.
Prepararon para él un catre supletorio en la tienda de suministros, y cuando su anfitriona se disculpó por instalarlo allí, le dijo que no se preocupara: que, en sus andanzas, había tenido que dormir en condiciones mucho peores y que, en cualquier caso, la salud del profesor Delafield era ahora lo único importante.
—¿El profesor Delafield? —dijo ella, extrañada, mientras los dos se hallaban en el círculo de luz que proyectaba la linterna, puesto que aún no había salido la luna.
—El agente de asuntos indios de San Bernardino me dijo que un tal profesor Delafield estaba buscando pictogramas en esta zona. Así que supuse que…
—El agente estaba en lo cierto, doctor Hightower. Pero su paciente es el profesor Keene.
Él miró a los otros que se hallaban sentados alrededor del fuego.
—Entonces… ¿quién…?
—Verá, doctor Hightower… —dijo ella riendo—. Yo soy Delafield, la profesora Delafield.