Faraday no le había hablado a nadie de la muchacha a la que había encontrado en las ruinas. ¿Quién iba a darle crédito a él, a un hombre que había salido del cañón loco perdido? Él dibujó su rostro de memoria porque lo obsesionaban sus rasgos, y miraba con frecuencia el dibujo como si en los contornos de aquel rostro, en la suave redondez de sus mejillas, en la luz de la luna reflejada en los óvalos de sus ojos y en las tres curiosas líneas de su frente pudiera desentrañar el misterio de lo que le había sucedido aquella noche en las ruinas.
El punto de destino de su viaje desde Nuevo México fue Banning, en California, que entonces era poco más que un almacén del ferrocarril, una caballeriza y unas cuantas tiendas. Pero allí encontraron una pensión donde podían quedarse mientras Faraday buscaba una casa adecuada para Bettina y Morgana. Por ansioso que estuviera de encontrar a sus chamanes, la familia era su principal deber.
Encontraron una propiedad en venta cerca de Palm Springs, que a la sazón era una pequeña población incrustada como un oasis entre las reservas indias, y cuyas viviendas consistían sobre todo en cabañas y tiendas donde se alojaban personas aquejadas de tuberculosis y otras enfermedades pulmonares. Allí, entre dunas y palmeras, tras un alto muro de adobe, un magnate de los ferrocarriles había construido para su esposa, que padecía un enfisema, una hermosa casa de diez habitaciones de estilo español. Pero la mujer había muerto poco después de haberse trasladado a ella los dos, y el magnate había vuelto enseguida a San Francisco.
La construcción de Casa Esmeralda había costado una fortuna por los extravagantes encargos que había pedido su futuro ocupante: grifería de oro en los baños, mármoles de importación en todas partes, puertas de caoba tallada a mano y ventanas dotadas de cristales grabados… La cantidad que pedían por ella era astronómica, pero Bettina y Morgana se enamoraron de aquella casa de cuento de hadas en cuanto la vieron, de forma que Faraday hizo gestiones con un banco de Los Angeles para transferir allí, desde Boston, el resto de su fortuna. Y, puesto que la compra de la casa le costaría casi todo su dinero, discurrieron un plan: puesto que era un médico acreditado y titulado en Harvard, dio a entender al responsable de la oficina bancaría que pensaba montar allí su consultorio, el cual, habida cuenta de la abundancia de enfermos del pulmón residentes en el valle de Coachella, sería próspero a la fuerza. El banco, pues, financiaría la adquisición de la propiedad y le iría restando automáticamente de su capital pagos mensuales. Con lo que Faraday tendría dinero suficiente para vivir, mientras se convertía poco a poco en propietario de la finca.
Casa Esmeralda contaba con un profundo pozo en sus terrenos y, por lo tanto, no estaba a merced de los caprichos de la naturaleza y de las disputas con los indios por los derechos de agua locales. Aunque en la finca no había gas ni electricidad, Bettina dijo que no le importaba, puesto que era un hogar suntuoso y elegante, muy acorde con sus refinados gustos. Y, después de todo —declaró asimismo—, nadie pensaba que ella fuera a ocuparse de cocinar, limpiar la casa y lavar la ropa. «Creo que bastarán seis sirvientes, para empezar», dijo, y se puso a hacer listas de cocinera, lavandera, doncellas de diferentes grados y personal de servicio en la finca, pues deseaba sacar todo el partido posible de los surtidores y jardines españoles.
Lo primero que hizo Faraday fue desembalar su colección. Necesitó dejar pasar varios días hasta reunir el valor suficiente para poner la olla a la luz y examinarla con la mirada objetiva de un erudito.
Puesto que ya no lo asustaba, pudo dibujar la hermosa vasija desde todos los ángulos, esforzándose en captar el singular color dorado y el caótico dibujo en pintura roja que cubría cada centímetro cuadrado de su superficie. Conoció y visitó a varios coleccionistas de la zona especializados en cerámica de los indios pueblo, tratando de leer el relato oculto en el dibujo pintado en la arcilla. «Alguna desgracia ocurrió en este lugar hace mucho tiempo», le había dicho John Wheeler. ¿Sería aquel dibujo el testimonio de un cataclismo ya olvidado?
Pero no tuvo suerte.
Al final, Faraday se dio cuenta de que lo que necesitaba no era simplemente a un experto en indios o en cerámica, sino a alguien capaz de identificar el dibujo, y tal vez que pudiera explicarle, además, el significado de los dos dibujos que le había dado la gitana y que acaso fueran también indios. Así se lo habían parecido a John Wheeler, aunque no pudo decirle qué representaban. El director de la oficina de su banco le indicó que visitara la agencia local de Asuntos Indios, que se hallaba en San Bernardino. Allí encontró mesas enteras cubiertas de registros, correspondencia, rollos de mapas, informes gubernamentales…, y a un agente llamado Popiel, un hombre cuya personalidad oscilaba entre la dispepsia y la apatía.
Popiel estaba dando cuenta de un bocadillo de jamón cuando entró Faraday, y no se molestó en interrumpir esta actividad en atención a su visitante. Con la boca llena, le dijo:
—Los agentes indios son los responsables de llevar sus escuelas, dispensar justicia, distribuir suministros, administrar adjudicaciones y otorgar contratos de arrendamiento. El agente indio es, en efecto, el gobierno de la tribu. Y, créame, señor…, ¡no es tarea fácil!
Se limpió la grasienta boca con la servilleta que llevaba remetida en el cuello de la camisa.
—Son como niños —añadió—. Necesitan una mano firme que los dirija.
Faraday le preguntó a Popiel si le resultaba familiar la palabra hoshi’tiwa. No la había oído nunca. En realidad, no hablaba ni una sola palabra de ningún dialecto indio. Cuando Faraday le preguntó si podría tratarse del nombre de una tribu, Popiel le mostró la lista de las tribus que tenía bajo su jurisdicción: chemehuevi, cahuilla, serrano, luiseño, kamia… La lista le pareció interminable, pero no contenía ninguna que se llamara hoshi’tiwa.
Tras beber leche fría para ayudar a pasar el bocadillo, el agente procedió a explicar que su zona ocupaba varios miles de kilómetros cuadrados, con muchas aldeas distribuidas en varias reservas. Cada grupo tenía su propia cultura, lengua y necesidades. ¿Cómo podía esperarse que él los conociera todos? Había fotografías de indios en las paredes de la oficina… Faraday examinó una de ellas, en cuyo rótulo se decía que era un retrato del jefe Cabazón, el último de los guerreros cahuilla. El jefe vestía un terno completo, con camisa blanca y corbata, y tenía un bombín encima de la rodilla. Popiel soltó un bufido y dijo en tono cínico:
—Vestirlos con las ropas del hombre blanco no los convierte en hombres blancos.
Faraday lo miró.
—¿Es ese su objetivo, convertirlos en hombres blancos?
El hombre se limpió la mostaza que asomaba en la comisura de su boca.
—Ya sabe usted el dicho: hay que matar al indio para salvar al hombre.
Los comentarios de Popiel le producían desazón a Faraday. No parecía hacer ningún esfuerzo por preservar el estilo de vida indio. Incluso «el último de los guerreros cahuilla» lucía ropas de hombre blanco.
—El nuestro es un trabajo muy desagradecido —siguió Popiel—. Consiste en adaptar a esta gente a la sociedad norteamericana. Muchos se resisten. No paramos de repetirles una y otra vez que, si quieren sobrevivir, tienen que renunciar a su antiguo estilo de vida. Por mi parte, no hago más que contar los días que faltan para agotar mis cuatro años de contrato. Se nos pide incluso que pasemos parte de ese tiempo viviendo en una reserva… ¿Cabe en cabeza humana? —dijo, y se volvió para servirse una porción de una tarta de durazno que reclamaba su atención ahora. De espaldas a su visitante, añadió—: Que tenga suerte en sus pesquisas.
Pero no iba a resultarle tan fácil librarse de Faraday. El desierto era inmenso y sus habitantes nativos eran muy numerosos y estaban dispersos. Necesitaba un punto de partida.
—Por favor…
Popiel se volvió y lo miró entornando los ojos. Al ver que no había conseguido despedirlo, el agente suspiró y preguntó:
—¿Qué es lo que a usted le interesa en particular?
Después de su amarga ruptura con John Wheeler, Faraday se había prometido a sí mismo no volver a confiar en nadie. Así que respondió:
—Estoy escribiendo un libro. Hay mucho interés por los temas indios. En especial por sus obras de arte. Su simbolismo. Por sus figuras y representaciones místicas.
Había decidido no mostrarle a aquel zopenco sus dos apuntes ni sus dibujos de la olla.
Popiel pensó un instante y después chasqueó los dedos y dijo:
—Ahora recuerdo que se presentaron aquí los componentes de un equipo de antropólogos de Nueva York, empeñados en viajar al desierto en busca de algo parecido a un arte rupestre chamanístico… —Abrió un cajón archivador y hurgó entre las carpetas que contenía—. Aquí lo tengo, sí —anunció sacando una carta—. Un tal doctor Delafield, que solicitaba un permiso para explorar la zona de los alrededores de Barstow, en el desierto de Mojave. No necesitaron permiso porque no iban a visitar territorio indio. En lo que a mí respecta, son meros turistas. Siento no poder serle de más ayuda —añadió, y volvió a ocuparse de su tarta de durazno, de una forma que daba a entender que su entrevista concluía con ello.
Faraday regresó por unos días a Casa Esmeralda, donde Bettina andaba muy ocupada restaurando la finca, consiguiendo que los surtidores volvieran a manar de nuevo, vigilando la disposición de nuevos muebles, alfombras y cortinajes en las espaciosas habitaciones, y dando instrucciones a los trabajadores para que replantaran los jardines y cuidaran los árboles frutales. Faraday abrazó y besó a su hijita, cuyos cabellos castaños, peinados en tirabuzones, danzaban a la luz del sol, y prometió regresar pronto.