—¿Hace falta que te recuerde que el señor Vickers vendrá aquí dentro de unas semanas para recibir mi respuesta a su proposición de matrimonio?
—Estaré de regreso para entonces, Bettina —murmuró Faraday mientras hacía su equipaje.
El nuevo guía, al que había contratado la noche anterior, estaba abajo, esperándolo con caballos a punto.
—Mira, Faraday… —dijo Bettina—, ni siquiera me has preguntado si voy o no a aceptar su proposición.
—Ya lo hablaremos cuando vuelva —murmuró otra vez, cerrando la cartera con un clic decisivo.
En el momento de alargar el brazo para tomar su portafolio con bocetos artísticos, vio a Morgana de pie en el umbral del dormitorio, con los ojos muy abiertos y suplicantes. Al verla se le conmovió el corazón, puesto que cada día se parecía más a Abigail: una niñita de mirada enternecedora y expresión melancólica. Tendría solo seis años, pero daba la impresión de tener un alma madura.
—¿Puedo ir contigo, papá?
Aquello lo detuvo. Faraday había decidido volver a Pueblo Bonito solo.
—Cariño… —le dijo arrodillándose delante de ella—, papá tiene que ir solo. No tardaré.
Pero aquellos ojos tan grandes, demasiado solemnes para una personita tan joven, lograron anular la resolución de su padre.
Llevarse consigo a Morgana a Chaco Canyon significaba llevar también a Bettina. Ella se ofreció a acompañarlo, a condición de que le prometiera que estaría de vuelta a tiempo para cuando llegara el señor Vickers.
Y así, al año justo del día en que llegaron por primera vez a aquel paisaje desolado, volvieron a caballo y con una mula de carga al cañón que los navajos llamaban Prohibido.