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El interior del hogan era oscuro, olía a moho y a humo, y se habían apiñado allí los parientes del enfermo. En la entrada del hogan, un curandero esparcía a los cuatro vientos polen de maíz para purificarlo. Wheeler le explicó a Faraday:

—Los navajos creen que la enfermedad está causada porque el que la sufre no está en armonía con la naturaleza. El maíz restaura la armonía, porque invoca el poder de la Mujer Cambiante, que creó a los navajos.

Faraday escuchó con interés sus palabras, de las que atraía su curiosidad la idea de una divinidad femenina creadora del pueblo.

—El ideal de armonía y bienestar de los navajos —siguió explicando Wheeler en voz baja, mientras el curandero se arrodillaba y comenzaba a trazar un dibujo en el suelo— es lo que llaman hózhó. Lo que está viendo usted es la creación de una pintura en arena, que ayuda al paciente a centrarse en el hózhó y lo devuelve al equilibrio. Después, se destruirá la pintura.

El curandero canturreaba en voz baja mientras se escurrían por sus dedos chorros de arena de color y otros hombres hacían sonar sonajas hechas con pezuñas de venados y golpeaban pequeños tambores. El paciente yacía en una manta con fiebre, aquejado de una grave infección. Faraday hubiera querido hablar y decirles que deberían administrarle antisépticos, en vez de esparcir por el suelo inútil arena.

Pero lo sacaron de sus pensamientos las palabras de Wheeler:

—Una pintura en arena es lo que se llaman una likhááh, palabra que quiere decir «puerta para entrar y salir» y que alude a los yéii o sagrados espíritus. Fíjese que la pintura está en línea con la puerta delantera del hogan, que mira siempre al este: por ella, por la likhááh, es por donde los espíritus entran y salen de la ceremonia.

El deseo de bosquejar unos apuntes de la escena se impuso sobre Faraday. Aunque el rito pagano era desconcertante, el marco y la atmósfera resultaban extraños y exóticos. Nadie lo vio echar mano de su portafolios, ni siquiera Wheeler, cuyos ojos estaban clavados en la escena, mientras que todos los presentes parecían hipnotizados por el bordoneo de los cánticos del curandero.

Apenas había acercado Faraday el carboncillo al papel, cuando alguien gritó. El canturreo cesó de inmediato. Todos los rostros se volvieron hacia él, y al segundo siguiente todo el mundo estaba gritando y protestando con actitud ultrajada.

Wheeler lo agarró por el brazo, diciendo:

—Será mejor que salgamos de aquí.

—Pero puedo explicarlo… No he hecho nada malo.

Wheeler arrancó la hoja y se la arrojó al curandero.

—¡Vámonos! —dijo.

Montaron sus caballos y estuvieron un buen rato cabalgando de firme, hasta encontrarse lejos de allí. Y, cuando Wheeler detuvo por fin su jadeante caballo, le dijo a Faraday:

—Lo llevaré de regreso a Albuquerque, doctor Hightower. No puedo seguir ofreciéndole mis servicios.

Siguieron hasta la ciudad en silencio, y cuando llegaron a pocos kilómetros de Chaco Canyon, Faraday volvió a sentir como si algo lo llamara de nuevo hacia allí. La imagen de aquel extraño montículo de escombros lo atraía hasta al punto que, cuando Wheeler y él se separaron a la entrada de la ciudad, Faraday se dio cuenta de que ni el vaquero ni ninguna otra cosa le importaban ya: había llegado a aceptar, finalmente, lo que llevaba ya sospechando desde hacía mucho tiempo: que tenía que volver a Chaco Canyon y a las ruinas prohibidas.