—No puedo decirle adónde voy. Lo siento, doctor Hightower; es un secreto.
Pero Faraday insistió hasta que Wheeler le reveló que iba a viajar al hogan navajo de uno de los parientes de su mujer para ayudar en una curación. Faraday le suplicó a Wheeler que lo llevara con él, pues hasta entonces solo había oído hablar de esa clase de ceremonias y tenía vivos deseos de presenciar una. El vaquero accedió a regañadientes, pero solo cuando hubo conseguido de Hightower la promesa de que guardaría silencio durante todo el rito y se comportaría con el máximo respeto.
Faraday estaba emocionado. Prometió de buena gana que sería como una mosca en la pared y le aseguró a Wheeler que no se inmiscuiría en absoluto.
En Albuquerque había adquirido un maletín plano muy manejable, pensado para llevar papeles sueltos y documentos. A este portafolio de piel le había añadido una correa larga para poder llevarlo cómodamente, junto con la cartera que contenía su bloc de apuntes, lápices y carboncillos, sin tener ocupadas las manos. A todas partes adonde iba, trasladaba al papel las imágenes de sus experiencias: las danzas ceremoniales de los hopi, las mesas, coyotes aullando a la luna… Los apuntes de un rito secreto navajo serían el broche de oro de su colección.
—¿Dónde está Dios en todo eso? —preguntó Faraday cuando se detuvieron para almorzar, acampando junto a un torrente mientras los Pinto cocinaban chuletas y frijoles.
Wheeler se llevó a la boca el tenedor con unos cuantos frijoles y replicó:
—¿Dios…? Mire a su alrededor, hombre. Dios está en todas partes. En las montañas. En el maíz.
—Me refiero a un Dios personal. Las montañas no pueden salvar las almas. ¿Dónde está el juicio de Dios? ¿Dónde están el castigo y el premio?
Wheeler masticó tranquilamente, y tragó los frijoles regándolos con un buen trago de café.
—Escuche, amigo mío —dijo—, cuando llegué aquí por primera vez, hace muchos años, yo era como usted, lleno de palabras grandilocuentes y alusiones a la gloria de Dios. Iba a salvar a las almas como Pedro, con mi red de pescar. Hasta que un buen día me di cuenta de que no tenía la más mínima idea de qué era aquello de lo que debía salvar a esas almas.
Faraday lo miró con cara de sorpresa.
—¿Fue usted misionero?
—Era predicador, amigo mío. Cuáquero. Después de mi conversión a las creencias naturales de esta región, colgué mi sombrero y conseguí trabajo para marcar ganado. Ahora busco pucheros y llevo turistas a las ruinas. Dígame…, ¿por qué muestra usted tanto desdén por la religión de los indios?
—Difícilmente puede ser una verdadera religión. Rinden culto a las peñas y a los árboles…
—Bueno…, yo no diría que les rinden culto, sino que los consideran sagrados.
—Les rezan. Les he visto rezar a las rocas.
—Y ellos le han visto a usted y a otros cristianos rezar a dos palos atados…
Como Faraday lo mirara con cara de perplejidad, Wheeler añadió:
—La cruz. Ustedes rezan ante ella, ¿no?
—Rezamos a Dios. La cruz es solo un símbolo. Está solo para recordarnos la presencia del Todopoderoso entre nosotros.
—Lo mismo que son las peñas y árboles para los indios. Permítame que lo plantee de esta manera, amigo mío. El cristianismo es una religión personal, que se refiere a la salvación del alma del propio creyente. Pero la religión india es integradora, se refiere a la totalidad de la naturaleza y al mantenimiento de su equilibrio.
Faraday masticaba su carnero, pensativo.
—Y le diré otra cosa, amigo. Los indios no temen la muerte. ¿Sabe usted por qué? Pues porque no han nacido con un pecado original que manche sus almas. En cambio, los cristianos nacen con el pecado original de Adán y Eva, y se pasan toda la vida temiendo que los alcance la muerte con ese pecado en sus almas y vayan a parar al infierno. Por eso los cristianos temen la muerte, en tanto que, para los indios, la muerte es solo una parte del proceso de mantenimiento del equilibrio de la naturaleza.