Bettina y Morgana permanecieron en la casa de huéspedes exactamente dos meses, hasta que Bettina declaró que la residencia era inadecuada. Afortunadamente, Albuquerque era una floreciente ciudad fronteriza, en otros tiempos terminal del Camino de Santa Fe, y ahora una importante estación del ferrocarril, por lo que contaba con numerosas casas de huéspedes. Por otra parte, la zona se había convertido en un centro de salud para personas aquejadas de tuberculosis y otras enfermedades respiratorias, por lo que en todas partes se levantaban sanatorios y balnearios, que atraían a la que Bettina llamaba la «clase alta» de los ciudadanos: médicos, enfermeras, científicos, abogados… El señor Wheeler afirmaba que, si alguna vez se encontraba un remedio contra la tuberculosis, sería la ruina de Albuquerque. Y así, mientras Faraday partía una vez más con el señor Wheeler y los guías indios en busca de algún rastro de sus chamanes, Bettina hacía lo que podía para encontrar mejor acomodo para ella y para Morgana.
Faraday se presentó para el sexto cumpleaños de Morgana cargado con regalos indios para las dos: collares de cuentas, mocasines y una figurilla o muñeca Kachina. Cuando luego llevó a su hija a dar un paseo en un carruaje, ella le preguntó qué significaba «darse humos». Él le preguntó dónde había oído aquella expresión y la niña le dijo que se la había oído a la señora Slocomb, la propietaria de la casa de huéspedes, que había dicho que Bettina se daba muchos humos. Faraday se rió, pensó que su hija era una chiquilla listísima y no hizo más caso de aquel pequeño incidente.
—Faraday… —dijo Bettina con aquel tono seco que empleaba siempre cuando se disponía a anunciarle algo—. Vas a tener que tomar una decisión. Llevas meses viajando por esta condenada región y no has encontrado ninguna pista de los paganos que andas buscando. Tu hija tiene ya seis años. Debería tener una vida familiar estable… —Omitió mencionar su propio reciente cumpleaños, el trigésimo segundo, como si no quisiera recordarle a su cuñado que ya había rebasado la treintena—. No puedo permitir que esto siga así…
Él no quería oírla. Había estado sufriendo últimamente dolores de cabeza y noches de insomnio. Y, cuando conciliaba el sueño, era para tener extrañas pesadillas carentes de sentido. Siempre que no estaba viajando con Wheeler, Faraday se quedaba con Bettina y Morgana, pero aquellas visitas no le servían de descanso. No solo porque ni siquiera entonces, al cabo de tantos meses, conseguía alejar de su espíritu Pueblo Bonito y el curioso montículo que, por alguna razón, presentaba tantos enigmas a su mente, sino también porque la disconformidad de Bettina aumentaba con cada visita.
Tras haber encontrado ella pegas en cada una de las casas de huéspedes, Faraday alquiló una casa de una sola planta en las afueras de la ciudad, en un lugar que era bastante tranquilo, pero Bettina se quejó de los olores que llegaban de los pastos de vacas cercanos. Faraday instaló entonces a su hija y su cuñada en un hotel respetable, en el que Bettina se mostró moderadamente contenta hasta que descubrió que se hallaba a unas pocas manzanas de distancia de un distrito de mala reputación. Se quejó a él de que no estaba dispuesta a asomarse a su ventana y ver en las aceras mujeres pintarrajeadas, o cruzarse con ellas cuando iba de compras a la ciudad.
Faraday ya había oído hablar del distrito de tolerancia de la NorthThird Street, y de las controversias que suscitaba su existencia. Los que estaban en contra de que existiera aquella especie de barrio chino, estaban siempre instando a que lo cerraran. Pero los que estaban a favor trataban de que no se hiciera, porque las mujeres trabajaban allí con licencia y estaban sometidas a revisiones médicas periódicas. De hecho, el barrio se cerraba o abría dependiendo del gobierno local del momento; pero, cuando estaba abierto, había normas muy estrictas (cuando las mujeres iban de compras, por ejemplo, estaban obligadas a caminar a cuatro pasos de distancia de las demás personas, aunque nadie supo explicarle el porqué de esta ordenanza). Faraday había intentado razonar con Bettina, explicándole que no había peligro de que las mujeres quisieran ejercer su oficio delante de ella, pero sus explicaciones no sirvieron de nada. Y su cuñada insistió en que ella y Morgana se trasladaran otra vez.
Todo esto resultó en que Faraday temiera ir a la ciudad, y en que, de ser por él, no habría ido nunca si no fuera por su necesidad de tener periódicamente a Morgana en sus brazos.
—Y te has perdido la visita del señor Vickers —dijo entonces Bettina, mirándolo con intención.
En los meses posteriores a su salida de Boston, Bettina había recibido postales y cartas de Zachariah Vickers, que estaba realizando un trabajo misionero en África. Las postales mostraban nativos medio desnudos y en las cartas le hablaba de sus tropiezos con leones y otras fieras salvajes. A su vuelta del continente africano había viajado al sudoeste de Estados Unidos cargado con biblias para los «pobres indios de Arizona», como lo expresaba Bettina, y se había quedado una semana en Albuquerque con la esperanza de persuadirla a regresar al este con él. Dentro de un mes tendría que pasar otra vez por allí, e iría a verla para conocer su respuesta.
Aquella perspectiva puso a Faraday al borde del pánico. ¿Y si Bettina aceptaba y se volvía a Boston? ¿Qué haría él con Morgana? No podría continuar sus exploraciones con el señor Wheeler y dejar a Morgana en manos extrañas. ¡Y tampoco podría llevarla con él!
Bettina le dio exactamente treinta días para que se decidiera.