Wheeler era propietario de un comercio al norte de Chaco Canyon, construido con troncos y piedras, lleno a rebosar de toda clase de grano, alimentos en lata, botes de manteca, paquetes de galletas saladas y dulces, sacos de harina, azúcar, café, sal y barriles de encurtidos. Vendía asimismo piezas de algodón y percal, linternas, queroseno, cuerda, sillas de montar, sartenes… De las paredes colgaban, cubiertas de polvo, grandes cornamentas de venados, mudas de serpientes de cascabel y lagarto, así como numerosas pieles y cueros de todo tipo de animales. Unos callados navajos atendían y despachaban, cambiando turquesa y plata por medicinas y especias, palas y hachas.
Wheeler lo presentó a su esposa, que era una mujer gruesa y tímida, vestida con una blusa de velludillo de color azul turquesa y una larga falda de colores ceñida con un cinturón de plata; después lo condujo a una habitación privada en la trastienda, donde le mostró con orgullo su colección de cerámica, formada por piezas que tenían siglos de antigüedad. Mientras sostenía en alto una tinaja que Wheeler le dijo que había sido hecha cinco siglos atrás, Faraday se imaginó las manos del hombre que la había elaborado y decorado, preguntándose cómo sería el artista, qué pensamientos pasaban por su mente mientras trabajaba, si estaría casado, si tendría hijos… Y cuando expresó estas ideas en voz alta, Wheeler respondió:
—En nuestra opinión, eran las mujeres las que se ocupaban de la cerámica.
Faraday aprendió mucho acerca de la mentalidad india cuando visitó aquella tienda. Un viejo navajo adornaba el porche delantero, pues estaba siempre allí, envuelto en su manta, fumando tranquilamente. Wheeler le explicó que el anciano había perdido el uso de sus piernas durante uno de los últimos combates con los soldados blancos y que tenían que traerlo de su hogan cada mañana y devolverlo allí al caer la noche.
—¡Pobre hombre! —comentó Faraday.
—¿Por qué dice usted eso? —preguntó Wheeler.
—Es terrible ser parapléjico.
—El viejo Ben no lo ve de esa manera. Se siente muy feliz, en realidad.
—Pero… ¿cómo puede sentirse así, si está paralítico?
—Pregúnteselo, y le responderá que solo está paralizado cuando necesita caminar.
Faraday acompañó a John Wheeler por toda la región y lo sorprendieron las condiciones de vida de los indios, ya que él había ido allí con una imagen muy distinta en su mente. La pobreza lo impresionó.
—Las buenas gentes del este en Nueva York y Filadelfia se preocupan por sus hermanos de piel roja, así que reúnen cajones de ropa y los envían al oeste para que los pobres indios tengan algo que vestir. ¿Sabe usted qué envían esos idiotas? Sus trajes de etiqueta y sus vestidos de noche viejos.
Faraday intentaba prestar atención a todo cuanto veía y oía, pero no podía quitarse de la cabeza el curioso montículo que había visto en la plaza de Pueblo Bonito. Pensaba en él, soñaba con él, discutía consigo mismo acerca de él, especulando y descartando especulaciones que volvían siempre a lo mismo. ¿Por qué lo perseguía adonquiera que fuese? ¿Qué había de especial en aquel montón de piedras?
Cuanto más se esforzaba en apartar Chaco Canyon de sus pensamientos, cuanto más se alejaba de las ruinas prohibidas y más se reprochaba aquella obsesión, más crecía su interés. Así, mientras Wheeler y él visitaban hogans navajos y pueblos situados en las alturas en los que oían narrar muchas anécdotas, historias, mitos y leyendas, no importa dónde se encontraran en aquella vasta y diversa tierra de mesas y desiertos, llanos y bosques, el espectro del montón de escombros en Pueblo Bonito asediaba los pensamientos de Faraday.
¿Cuál era el gran misterio que escondía Chaco Canyon?