Esa noche Faraday apenas durmió.
Su conciencia lo tenía en tal conflicto que estuvo luchando físicamente con ella, empapando de sudor la sábana de su catre y también, totalmente, su camisa de dormir. Saltó al suelo, se arrodilló en él y estuvo rezando así hasta que las punzadas de dolor recorrían su cuerpo a través de las rodillas y apenas podía ponerse de pie. Oró pidiendo a Dios que lo guiara, que lo iluminara, que rechazara las terribles palabras de John Wheeler. Pero, cuando amaneció, no había obtenido ninguna respuesta. El silencio del Todopoderoso era tan decididamente claro como lo había sido la mañana en que murió Abigail.
«Dios me está probando —escribió Faraday en su diario, en una página fechada el 12 de septiembre de 1915, mientras su café matinal se enfriaba en la taza de estaño—. No me está dando respuestas fáciles. Debo luchar cada paso que doy en este viaje. El vaquero dice que las ruinas están malditas. Dice que en ellas ocurrió algo horrible y que el mal está allí todavía. ¿Se supone que tengo que llegar hasta ellas, caminar entre ese mal y encontrar, de esa forma, mi camino hacia Dios? ¿O tendré que volverme de inmediato y probarle a Dios con ese acto mi pureza de corazón?».
Al final, no pudo quedarse sin ir. Pero le costó mucho vencer su aprensión, recoger su bloc de bocetos y sus lápices, prismáticos, sombrero para resguardarse del sol —junto con una Biblia pequeña, por precaución—, y dirigirse a pie al cañón. En contra de sus deseos, Bettina y Morgana lo siguieron a caballo; su cuñada se negó a quedarse sola en el campamento con Wheeler y los indios, y declaró que una excursión para tomar el sol sería excelente para su sobrina.
Mientras exploraban las ruinas bajo un sol realmente agradable, Faraday se esforzaba en considerar sus temores de la noche anterior como el producto de una imaginación demasiado activa, porque todo cuanto encontraron no fue más que muros, rocas y arena. Ni rastro de yenaldooshi. Ni de caníbales. Pero seguía alerta, aun sin saber por qué.
Mientras Bettina elegía cuidadosamente su camino sobre los escombros, levantando un poco su falda y dejando entrever los botones de sus botas de media caña, como si caminara entre charcos en Commonwealth Avenue y sosteniendo una sombrilla sobre su cabeza, Morgana, el precioso duendecillo de Faraday, revoloteaba como un hada de piedra en piedra, de muro a muro, y atisbaba por las ventanas y puertas abiertas para gritar «¡Buuu!» al interior y reírse de su propia voz. Cinco años tan solo, y ya tan valiente… El corazón de Faraday rebosaba ternura.
Como jugaba entre las piedras, sin ningún peligro, él se puso a caminar por encima de las rocas y sillares de piedra, sintiendo cómo crecía en él la sensación de misterio que le producía aquel lugar, mientras lo concebía poéticamente. Por allí, en efecto, por donde en otro tiempo caminaron hombres, ahora solo discurrían escorpiones y reptaban serpientes, mientras arriba, en el cielo, las águilas seguían volando lentamente hacia los lugares donde anidaban. Y mientras, también él, miraba por los huecos de las ventanas y las estancias vacías, Faraday se preguntaba si era esto lo que debieron de sentir Schliemann cuando descubrió Troya o Evans cuando desenterró el gran palacio de Cnosos.
Se detuvo un momento al llegar a una zona llana, pavimentada entre dos grandes fosos abiertos en el terreno por manos humanas. Aquella explanada aparecía despejada solo parcialmente, y el pavimento descubierto era también obra del hombre. Un piso al aire libre. ¿Podría haber sido una plaza mucho tiempo atrás? Entre los dos fosos —que según había dicho Wheeler se llamaban kivas— había un montón de escombros que atrajo la atención de Faraday. Se alzaba bruscamente del suelo pavimentado hasta la altura de su cintura, sin que pudiera discernirse en él propósito alguno. No podía ser parte de un muro. Se alzaba justamente en mitad de lo que Faraday suponía un espacio abierto.
Miró hacia el norte, hacia donde los arqueólogos habían conseguido despejar un primer nivel de estancias de paredes de ladrillo, que Bettina y Morgana exploraban ahora delicadamente, y luego a su derecha, donde la antigua ciudad parecía desaparecer justamente al pie del despeñadero. Las habitaciones, las terrazas, las kivas, la posible plaza…, todo tenía sentido para él. Pero… ¿qué pintaba aquella protuberancia en mitad de la explanada?
Tras instalar en el suelo su sillita plegable y sacar su bolsa de lona con el cuaderno de apuntes y los lápices, Faraday procedió a retirar algunas piedras del montón de escombros y a ponerlas aparte.
—¡Estese quieto ahí o le meto un balazo!
Faraday se giró para encontrarse frente a los dos cañones de un rifle apuntados a su pecho. El hombre que lo sostenía miró a Faraday con cara de pocos amigos y le espetó también con severidad:
—¡Lárguese de aquí, miserable ladrón, si no quiere que lo deje seco!
Faraday levantó los brazos, como la víctima de un robo, y tartamudeó:
—Pero yo…, verá…, no hay necesidad de…
—Está bien, Unger. Ya basta. Estás asustando al caballero.
Faraday se volvió y vio que llegaba echando el bofe hacia ellos un hombre corpulento vestido con un arrugado traje blanco, con las mejillas congestionadas y su calva cabeza brillando bajo el sol.
—¡Está en mi concesión! —replicó el hombre del rifle.
—¿No ves que se trata solo de un turista? La verdad, Unger…, deberías poner letreros si no quieres que entren aquí personas inocentes. —El recién llegado sonrió de oreja a oreja, y le tendió la mano a Faraday—. Harold Sayer —se presentó—, de la Universidad Johns Hopkins. Tengo ahí cerca mi excavación.
Faraday bajó los brazos, pero siguió sin quitar el ojo del rifle.
—¿De qué va todo esto? —preguntó.
—Será mejor que vayamos algo más allá, y se lo explicaré. Tenga cuidado con la cuerda.
Faraday la vio entonces: tendida a unos centímetros del suelo y atada, tensa, entre unas estacas de madera.
—Esta es la concesión de Unger —dijo tranquilamente el llamado Sayer, mientras el propietario del rifle mantenía su tensa vigilancia—. En cierto sentido, está usted allanando su propiedad.
Faraday frunció el ceño.
—¿Me está diciendo que ese hombre reclama la propiedad de una parte de estas ruinas? ¿Tiene base legal?
—Me temo que sí. El caso es que toda esta zona era libre y se hallaba expuesta al pillaje. Pero entonces intervino el gobierno para proteger las ruinas, y ahora cualquiera puede pagar una licencia y obtener un permiso especial para excavar aquí. Lo cual fomenta el sentido de territorialidad de algunas personas. Puede usted curiosear todo lo que quiera, pero no se le ocurra acercarse a la sección de las ruinas marcada por la cuerda de Unger.
—¿De verdad me mataría?
—Se apresuraría a disparar contra usted, y después diría a las autoridades que lo había tomado por un uapití.
Faraday entrecerró los párpados para mirar atrás hacia el brillante sol, donde el individuo llamado Unger daba palmadas sobre la tierra del extraño montículo como quien calma a un caballo asustadizo. Él, por su parte, no podía apartar los ojos de aquel montón de escombros. ¿Qué habría debajo?
—¿Es usted arqueólogo, señor, o un simple turista?
Se volvió hacia su salvador.
—No estoy muy seguro de qué soy —respondió y, como viera la mirada de extrañeza de Sayer, añadió—: Soy médico. Y supongo que estoy de vacaciones. Faraday Hightower —se presentó.
Los dos se estrecharon las manos.
—Dígame… ¿conoce usted bien estas ruinas? —En realidad, Faraday no sabía por qué le hacía esta pregunta. Pero de pronto le parecía importante saber algo más acerca de aquel conjunto de edificaciones derruidas, donde vivió en otro tiempo una raza hoy desaparecida.
—En los últimos veinte años se han venido realizado aquí excavaciones intermitentes —dijo Harold Sayer—. Hasta el momento se han identificado unos doscientos espacios. Pero se calcula que hay centenares más.
—¿De qué época…? —comenzó Faraday, pero se encontró de pronto con que le costaba respirar. Sin duda era el rifle. Volverse de súbito para encontrarse contemplando su propia condición mortal apuntándolo era algo que por fuerza tenía que poner nervioso a cualquiera—. ¿Qué antigüedad tiene este complejo?
—Aún no es posible determinarla. Pensamos que se estuvo construyendo aquí durante siglos.
—En su esplendor.
Sayer frunció el ceño y se llevó la mano detrás de la oreja derecha, como si no hubiera oído bien.
—¿Cómo dice?
Faraday inspiró profundamente:
—El momento de esplendor de su cultura… ¿Cuándo diría usted que lo tuvieron?
Sayer hizo un mohín con sus sonrosados labios bajo el fino bigote.
—Quizá hace quinientos años.
«No —pensó Faraday mientras tragaba saliva con la garganta seca—. Este lugar tiene que ser bastante más antiguo».
—¿Ve usted esos troncos que sobresalen de la mampostería? —preguntó Sayer indicándoselos con su mano regordeta, sin darse cuenta de que su interlocutor se sentía mal de pronto—. Son troncos de árbol enteros. Hay ahora otro equipo de arqueólogos que recorren arriba y abajo el cañón registrando la posición y el número de estos troncos en las «casas grandes», que es como las llamamos. Hasta el momento, se ha calculado que en la construcción de este lugar se emplearon más de doscientos mil troncos de estos. Tienen incluso un botánico que se ocupa de analizar las muestras de la madera. Según él, muchos de estos árboles no son nativos de esta zona, sino que fueron traídos aquí de bosques situados a más de ochenta kilómetros de distancia. Y todo eso antes de que tuvieran caballos y ruedas. Imagíneselos talando un cuarto de millón de árboles con hachas de piedra y transportándolos luego a lo largo de más de ochenta kilómetros a fuerza de brazos.
—Como la construcción de las grandes pirámides —murmuró Faraday, al tiempo que se ensanchaba con la mano el cuello de la camisa.
—No hay nada en toda Norteamérica como lo que está viendo usted en este momento, doctor Hightower. Después de que sus pobladores se fueron de aquí, no volvió a construirse nada semejante.
Tras recoger del suelo un trozo de cerámica, examinarlo y volver a tirarlo, Sayer añadió:
—No sabemos gran cosa acerca de la gente que vivía aquí, pero sí que construían edificios de cinco plantas cientos de años antes de que llegara el hombre blanco y alzara rascacielos en Nueva York. Y otro misterio más, doctor Hightower: este pueblo construía carreteras. De nueve metros de anchura en algunos lugares, y perfectamente trazadas. ¿Para qué las utilizaban? No tenían caballos ni mulas, ni animales de carga, ni carros o carretas: todo esto llegó después, con los españoles. Así que… ¿para qué necesitaban los anasazi largas y amplias carreteras perfectamente pavimentadas, en medio de la nada?
Faraday sacó un pañuelo del bolsillo y se enjugó con él el sudor de la frente. De pronto se sentía mal.
—Hay algo en el ser humano —prosiguió Sayer en voz alta, como si estuviera delante de un atril pronunciando una conferencia— que lo impulsa a la construcción monumental. Las pirámides de Egipto. La Gran Muralla china. Los templos de los mayas… Quizá sea eso lo que fueron las carreteras de los anasazi: su forma de arquitectura monumental, realizada como expresión de su poder, sin más objeto.
Faraday veía a través de la dorada luz del sol dos figuras de blanco —Bettina y Morgana— que caminaban entre las ruinas como dos seres etéreos. No daban sensación de solidez, sino que más bien parecían hadas incorpóreas. Cerró los ojos. La luz lo mareaba.
—Pero la verdadera pregunta es esta, doctor Hightower: ¿quién construye edificios permanentes de piedra y después los deja?
A Faraday se le agarrotaba la garganta. El aire de la respiración se le quedaba atrapado en los pulmones. Algo iba mal.
—Los hopi dicen ser los descendientes de esta gente. Pero, si lo son, ¿por qué nunca han vuelto a construir algo grande?
Mientras el arqueólogo iba avanzando entre los escombros, los muros caídos, piedras y rocas, y encontraba restos de cerámica, puntas de flecha y cuerdas de fibras de yuca, con Faraday detrás, esforzándose en seguir su paso, Harold Sayer dijo:
—Hemos encontrado cosas sorprendentes aquí: jaulas de pájaros, plumas de papagayo, conchas marinas, campanillas de cobre… Cosas todas ellas que no proceden de aquí. Algunas han viajado más de mil quinientos kilómetros desde su lugar de origen. ¿Quién habría pensado que los pueblos primitivos podían mantener un comercio tan dilatado?
—Necesito sentarme —dijo Faraday con voz entrecortada.
Sayer se volvió con una sonrisa que se heló de pronto en su rostro mofletudo.
—¡Cielos…! ¡Está usted sangrando por la nariz! —exclamó.
Al llevarse la mano al labio superior, Faraday notó que tenía el bigote tibio y húmedo, y la retiró luego manchada de un rojo brillante.
—No me encuentro bien…, perdone.
Sayer lo agarró por el codo y lo condujo hasta una roca.
—Es la altura, y la sequedad del aire. Eche la cabeza hacia atrás, así… Oh, bueno…, usted es médico. Sabe de sobra qué hay que hacer. ¿Son su esposa y su hija esas que están ahí?
Cuando Faraday, tras haber conseguido detener la hemorragia y sentirse mucho mejor, estaba de vuelta en el campamento, haciendo planes para hablar con los arqueólogos que trabajaban en otro lugar del cañón, entró Bettina en su tienda y se plantó delante de él en una actitud que él ya había aprendido a reconocer —con el cuerpo bien recto y erguido, seria y las manos cruzadas ante la cintura—, dándole a entender que estaba a punto de hacer una declaración que no admitía discusión ninguna.
—Faraday —dijo—, la niña y yo no podemos vivir de esta manera.
Aunque Bettina se refería a las incomodidades de la acampada, las comidas poco civilizadas y las casi nulas facilidades para tomar un baño, Faraday creía que su deseo de volver a Albuquerque tenía bastante más que ver con el hecho de que los hermanos Pinto hubieran comenzado a referirse a ella a sus espaldas como La Mujer Blanca Que Acalla a los Coyotes, y a bromear al respecto.
—Nos has dado un susto terrible con tu… tu nariz. Y no es bueno exponer a tu hija a estas influencias paganas. Me gustaría llevarme a Morgana de regreso a Boston.
—No. Morgana se queda conmigo —se apresuró a decir él. Pero entonces recordó que Bettina había cumplido treinta y un años, y que tenía un pretendiente por primera vez en su vida. No sería justo retenerla allí—. Pero tú eres libre para irte, Bettina. El señor Vickers debe de estar echándote de menos.
—Pero… ¿y tu hija?
—Contrataré una niñera —respondió vagamente Faraday.
Bettina resopló, impaciente.
—¡Niñeras! No puedo permitir que la hija de mi hermana viva de esta manera. Muy bien, me quedaré. Pero tendrás que buscarnos una vivienda adecuada en una población como Dios manda, donde Morgana pueda ir a la escuela.
Con la ayuda de Wheeler, Faraday las instaló en una casa de huéspedes respetable, donde Bettina dio a entender de inmediato a todos que era una dama y que esperaba ser tratada como tal. A él le dolió separarse de Morgana, pero Bettina tenía razón: sus incursiones por tierras salvajes no eran la actividad apropiada para una niña. Prometió visitarlas con frecuencia y llevarles regalos.