Faraday cabalgaba por el Cañón Prohibido con Morgana sujeta a su espalda mediante unas correas. Sospechaba que Bettina, que montaba a la amazona una yegua tranquila, lo creía loco. Nunca lo había dicho, pero lo leía en sus ojos. El hecho es que, con su nueva energía y su sed de vida y de respuestas, Faraday había empezado a ser consciente de la hija que hasta entonces había desatendido.
¡Morgana…! El precioso ángel del seno de Abigail. El tesoro más importante que existía para él en la faz de la tierra. Aunque todavía lloraba la pérdida de Abigail y pensaba constantemente en ella, atormentado en secreto por su vergüenza —la de haber estado bebiendo con los oficiales del barco mientras ella moría—, Morgana era un bálsamo para su dolor. Una vez que la extraña gitana había despertado su alma y lo había puesto en el camino hacia la gracia de Dios, había comprendido que debía tener siempre consigo a su hija, sin perderla nunca de vista.
Morgana tenía cinco años, y aún no tenía estatura suficiente para cabalgar en la grupa de la yegua castaña de su padre que, con paso seguro, avanzaba por los caminos pedregosos. Seguían a los guías navajos a través de un paisaje sobrecogedor, alrededor de mesas y agujas, llenando sus sentidos con las espectaculares vistas con que Dios había enriquecido la naturaleza, mientras Morgana reía, batía las palmas e iba señalando todas las maravillas que veían.
Habían viajado en tren al oeste. Faraday le había ofrecido a Bettina que se quedara en su casa de Back Bay, pero ella había insistido en que su puesto estaba junto a la hija de su hermana, lo que implicaba tácitamente la crítica de que Faraday no era un buen padre para la niña. Pero, puesto que Morgana tenía que viajar con él y no había manera de que cediese en esto, Bettina viajaría también. Salió una tarde para despedirse sincera y llorosamente de su pretendiente, el señor Vickers, y regresó diciendo que él les deseaba a todos buena suerte y que rezaría pidiendo a Dios su pronto regreso.
Faraday se sentía lleno de optimismo cuando su pequeño grupo de caballos y mulas de carga se aproximaba al término de su jornada: un lugar llamado Pueblo Bonito, por más que llevara siglos deshabitado.
Estaban en territorio navajo, siguiendo el borde meridional de la cuenca de San Juan, cuyos espectaculares acantilados rojos se alzaban desde el suelo del valle. Lomas tachonadas de pinos piñoneros y afloramientos rocosos marcaban el emplazamiento de antiguas granjas enterradas que esperaban ser excavadas. Así se lo explicó el señor Wheeler, su guía, que había explorado esas ruinas desde hacía veinte años y que se vanagloriaba de tener una colección de más de diez mil piezas de cerámica antigua. Faraday lo había contratado en Albuquerque y el hombre había traído consigo dos indios que tenían que instalar su campamento y proveerlos de cuanto necesitaran: Jimmy y Sammy Pinto, vestidos ambos con pantalones vaqueros y brillantes guerreras de terciopelo ceñidas con cinturones de hebilla de plata. Llevaban los largos cabellos anudados a la espalda y lucían pañuelos rodeando la frente. Ellos fueron el primer contacto que había tenido Faraday con indios.
John Wheeler, por su parte, era vaquero —según su propia confesión, «solía criar ganado en Utah»—, pero tenía un aspecto fuera de lo corriente, con su gran y poblada barba gris, sus cabellos canos recogidos en dos largas trenzas, un bombín en la cabeza y, aunque llevaba zahones encima de sus pantalones vaqueros, su camisa velludillo de color azul brillante (que, Faraday lo supo luego, formaba parte del traje típico del pueblo navajo) y anillos de plata en todos los dedos. Wheeler mascaba tabaco y, cuando lo escupía, no miraba dónde iba a parar. Faraday tenía al principio sus dudas acerca de la capacidad de aquel individuo, pero no tardó en darse cuenta de que Wheeler conocía mejor que cualquier otro hombre no ya solo aquel complejo país lleno de cañones y mesas, sino también las lenguas y cultura de los numerosos pueblos que lo habitaban.
Mientras el camino seguía su curso a través de colinas en que crecían pinos piñoneros y enebros, el señor Wheeler iba señalándoles las viviendas de los navajos, llamadas hogans, que encontraban por el camino, que contaban con corrales para las ovejas y los caballos. El grupo pasó también junto a muchos montículos y ruinas, en los que vieron algunos grupos de arqueólogos excavando.
Tomaron luego una bifurcación de la ruta principal, pasaron las ruinas de Kin ya’a, que significa «casa alta» en la lengua de los navajos, y se adentraron después por una larga senda que, según el señor Wheeler, seguía el trazado de una antigua carretera anasazi, construida siglos atrás. Allí el cielo del desierto era de un azul profundo e inmenso, con la ocasional presencia de una pequeña nube blanca en forma de copo de algodón. La clase de cielo que mueve a una persona a ensanchar el alma, explorar sus pensamientos y llegar a asombrosas conclusiones. El marco propio para una epifanía, pensó Faraday Hightower, al tiempo que se preparaba a sí mismo para las grandes revelaciones que sin duda vendrían. ¿No era eso lo que había sentido Ellen White justo antes de experimentar sus visiones? Contemplando aquella agreste belleza, entendió de pronto las palabras de Thoreau cuando dijo: «En la naturaleza está la salvación de todos nosotros».
¿Cómo podía ser que a un lugar tan puro y divino lo llamaran prohibido?, se preguntaba. Jamás había visto una luz tan clara, un cielo tan profundo, transparente y azul…, con aquellos colores del paisaje que parecían de otro mundo, sus profundos cañones y altas mesas estriadas con todos los matices del rojo, del naranja y del oro. Y, destacando poderosamente contra el rojo, el naranja y el oro, unos árboles de un verde tan intenso que desafiaba a la naturaleza. Apenas podía respirar contemplando tanta majestuosidad y grandeza. Supo entonces que la gitana tenía razón, y que allí encontraría a un pueblo capaz de entender la esencia del espíritu y de Dios.
Al mismo tiempo rebrotaba también en Faraday una antigua pasión.
Toda su vida se había entretenido intentando capturar la belleza sobre un papel. Desde niño, jamás había ido a ninguna parte sin su bloc de bocetos y lápices. Durante sus estudios en la facultad de medicina, cuando se sentía tenso, se retiraba a algún lugar tranquilo y dibujaba las cosas que veía a su alrededor —árboles en otoño, flores en primavera, jóvenes enamorados dándose las manos…—, y con eso la paz penetraba en su alma. Faraday se había dedicado también a dibujar cuando Abigail y él pasaron unas vacaciones en Brighton, y había hecho bocetos del Pabellón Real, con sus maravillosas perspectivas y curvas.
Pero el deseo de dibujar lo había abandonado después de la muerte de Abigail. En sus viajes por el mundo en busca de Dios, Faraday había visitado los lugares más bellos construidos por el hombre —las grandes pirámides de Egipto, monasterios en las montañas del Tíbet, el Taj Mahal…—, pero ninguno lo inspiró. En ningún momento echó mano del bloc de bocetos y sus lápices. Sin embargo, en las agrestes tierras de Nuevo México sintió de nuevo la necesidad de dibujar aquellos grandiosos paisajes que llenaban sus ojos, y vio en ello un buen presagio.
Salían de una profunda garganta a la llanura abierta cuando el señor Wheeler dijo:
—Mira uno a su alrededor y tiene la impresión de encontrarse en un país culturalmente atrasado. Pero tenemos cierta notoriedad, señor. ¿Ha oído hablar usted de un libro titulado Ben-Hur?
—Por supuesto. —Faraday incluso lo había leído.
—Lo escribió Lew Wallace —dijo Wheeler con orgullo—, cuando era gobernador de Nuevo México.
Faraday interpretó esto como un nuevo presagio favorable, puesto que aquella obra, subtitulada Una historia de los tiempos de Cristo, era, ciertamente, un libro inspirado.
Wheeler escogió un lugar para montar su campamento —un agradable bosquecillo de álamos—, y dio instrucciones a los dos indios. Señalando hacia lo que parecía un arroyo que serpenteaba entre su campamento y las antiguas ruinas que veían al otro lado del amplio cañón, explicó:
—Lo llaman río Chaco, pero en realidad son solo aguas estacionales. Fluyen hacia el norte. ¿Ha oído usted hablar alguna vez de un río que corra en dirección norte?
—El Nilo.
—¿Cómo dice…? En cualquier caso, toda esta zona…
Y procedió a explicarle que las ruinas adonde los conducía, Pueblo Bonito, formaban la mayor de las antiguas poblaciones descubiertas hasta entonces y que, a pesar de la amplitud de las excavaciones, aún había mucho bajo tierra.
Montaron primero la tienda de Bettina; una operación que ella siguió con ojo vigilante. Había traído consigo una doncella de Boston, pero en cuanto bajaron del tren en Albuquerque y la mujer se hizo una idea de la naturaleza que tendría la continuación de su viaje, anunció que se despedía y tomó el siguiente tren de regreso a Boston. El señor Wheeler le ofreció los servicios de su esposa, una mujer navajo, pero Bettina declaró que no confiaba en que las nativas tuvieran unos criterios de limpieza suficientemente esmerados, y se ofreció, con notable valor y abnegación, a atender sus propias necesidades personales y las de Morgana.
Faraday admiraba la fortaleza de su cuñada. Al igual que su hermana Abigail, Bettina era una dama, educada para vivir entre la sociedad refinada. Tenía que sentirse, sin duda, como un pez fuera del agua en aquellas tierras escarpadas y en compañía de unos pieles rojas. Pero lo soportaba con gran estoicismo, por más que en un constante silencio desaprobador.
—O sea, que están tratando ustedes de localizar a un grupo de chamanes… —dijo el señor Wheeler más tarde, después de que se hubieran ocupado de los caballos y mientras chisporroteaban en la parrilla unas chuletas de carnero. El sol se ponía y comenzaban a aparecer en el cielo las estrellas. Bettina y Morgana estaban dentro de su tienda, vistiéndose para la cena—. ¿De qué tribu? —preguntó, mientras liaba un cigarrillo y se lo ofrecía a Faraday, que lo rechazó porque había traído sus propios cigarros cubanos.
—No lo sé —dijo Faraday—. Tengo entendido que son los descendientes de quienes habitaban antiguamente las ruinas.
—No se me ocurre quiénes puedan ser. Los pobladores de esta zona se fueron y la abandonaron hace ya mucho tiempo. —Wheeler entrecerró los párpados para mirar al otro lado del amplio cañón los muros caídos y las puertas abiertas de la antigua ciudad abandonada. No brillaban luces allí, pues los arqueólogos se habían retirado ya a sus propios campamentos—. Hasta donde podemos imaginar, algo ocurrió aquí hace unos siglos, algún tipo de cataclismo. Tal vez se tratara de una sequía, o una plaga, o unos invasores. Pero lo más extraño de todo es que hemos encontrado en esas ruinas vasijas de cerámica intactas, así como cuchillos y arcos y flechas, ropas y joyas. Hemos hallado pucheros que estaban en el hogar donde cocinaban y sandalias colgadas aún de sus ganchos. Es como si la gente se hubiera levantado una mañana y hubiesen decidido marchar todos dejando atrás lo que poseían. ¿Qué clase de personas son las que no se llevan lo suyo?
Faraday no estaba dispuesto a perder su esperanza.
—Pero sin duda tendrán descendientes… —dijo.
—Los hopi dicen ser descendientes de ese pueblo. Pero, si lo son, ¿por qué no viven todavía aquí? ¿Por qué estos poblados han permanecido abandonados durante siglos? La mayoría de los pueblos, y en especial los nativos de una zona, viven donde vivieron sus antepasados. Y aquí no hay nada más que lagartos y fantasmas.
—¿Qué me dice de las personas que vivían aquí? ¿Cómo los llamaban?
Wheeler señaló con el pulgar a sus guías navajos y dijo:
—Ellos los llaman anasazi, una palabra que significa «los antiguos enemigos». Los navajos dicen que este lugar está maldito. Cuando sus antecesores llegaron aquí desde el norte (lo hicieron a través de Alaska o, por lo menos, eso es lo que dicen los antropólogos), esta tierra estaba ya abandonada.
—Entonces…, ¿por qué se refieren a ellos como «los antiguos enemigos», si no había nadie?
—Algo horrible sucedió en esta tierra hace mucho tiempo, doctor Hightower. A los navajos no les gusta hablar acerca de ello. —Wheeler miró por encima del hombro hacia donde estaban Bettina y Morgana, y siguió bajando la voz—: No querría que la señora y la pequeña me oyeran. Tendrían pesadillas… El caso es que se han hecho algunos extraños descubrimientos. Los arqueólogos guardan absoluto silencio al respecto; no les gusta admitir lo que han sacado a la luz.
—¿De qué descubrimientos se trata?
—Uno oye a menudo referirse a ellos como nobles salvajes… Salvajes, sí, pero… ¿nobles? Ese grupo no. —Señaló las ruinas con un ademán—. Caníbales es lo que eran.
Faraday lo miró fijamente.
—¿Por qué los cree usted sospechosos de canibalismo?
—A los esqueletos les faltan brazos y piernas. En ocasiones han encontrado montones de esos huesos en un cañón apartado, mondados y lisos como cuando se cuece un hueso de buey. Y con los extremos pulidos, como si hubieran dado vueltas en una olla durante la cocción.
Dio una larga calada a su cigarrillo y exhaló el humo.
—Hemos encontrado también tumbas antiguas…, con algo extraño en ellas, algo que no está bien. Esqueletos en posturas poco naturales, no enterrados adecuadamente, entienda…, como si hubieran sido sacrificados y después abandonados allí, donde habían caído, para que el polvo de los años los sepultara. Algunos tenían flechas clavadas en sus vértebras y tomahawks en el cráneo. Muchos de ellos habían perdido brazos y piernas, como si se los hubieran llevado los vencedores.
Faraday no quiso oír más. Había ido a buscar a un pueblo que tenía respuestas para sus dudas espirituales, el bálsamo para su alma torturada. ¿Había encontrado, en su lugar, una raza de caníbales que practicaba ritos nefandos?
Mientras comenzaba a cambiar de conversación, vio algo, de pronto, por el rabillo del ojo. Se volvió hacia las ruinas que se alzaban fantasmalmente a la luz de la luna. Parecían apacibles, y sin embargo…
—¿Qué ha sido eso? —preguntó.
—¿A qué se refiere?
—Allí, ahora mismo, en las ruinas. Me pareció ver…
—Más vale no mirar con demasiado detenimiento esas ruinas. Pudiera ver cosas que no debería mirar.
—Pero habría jurado que… —dijo, y dejó la frase sin concluir, porque ignoraba qué podría jurar haber visto. ¿Una persona? ¿Un movimiento? ¿Una sombra? Fugaz. Irreal.
Algo que se suponía que no tenía que ver.
—¿Ha oído usted hablar de los yenaldooshi? —preguntó Wheeler, lanzando una mirada a los hermanos Pinto y bajando la voz, consciente de que aquella conversación acerca de lo sobrenatural los turbaría—. Los navajos se niegan incluso a pronunciar esta palabra por temor a que la bestia a que alude se materialice. Los yenaldooshi son unos brujos navajos capaces de causar mucho dolor, tormentos e incluso la muerte. Pueden transformarse en cualquier ser que camine. Tienen también el poder de controlar la mente de las personas. Toman posesión de las almas penetrando en los sueños del durmiente, y siempre, siempre vienen cuando estás solo.
Si John Wheeler intentaba espantarlo hasta la médula, lo estaba consiguiendo. Faraday se obligó a apartar sus ojos de las ruinas —¿era su imaginación o realmente estaban sufriendo un sutil cambio?—, y desvió la conversación hacia sus guías, cuyos rostros cobrizos brillaban a la luz del fuego mientras vigilaban un burbujeante guiso de maíz aderezado con cebollas y chile. Su espalda se encorvó con un temor indefinible y por eso habló en voz alta, en tono informal, como si estuviera refiriéndose al tiempo.
—Parecen unos tipos agradables —dijo refiriéndose a los hermanos Pinto.
—Hace cuarenta años —siguió Wheeler— los navajos fueron cercados por soldados norteamericanos y enviados a reservas. Se les obligó a emprender a pie lo que llaman la Larga Marcha. Semejante a la Caravana de las Lágrimas, de la que usted habrá oído hablar. Muchos de ellos fallecieron durante el camino.
—Puedo entender que nos odien, entonces.
Wheeler se restregó la nariz.
—Permítame que le diga algo, amigo… Las costumbres de los navajos se basan en la creencia de que los Seres Santos dieron al pueblo una norma de vida, y que el no atenerse a ella tiene consecuencias. La mala suerte, la enfermedad, la pérdida de las cosechas…: todo ello puede ser atribuido al hecho de no vivir según la norma de los navajos. No me extrañaría que Jimmy y sus hermanos se culparan a sí mismos de la Larga Marcha.
—Aun así —dijo Faraday en un tono que a él mismo, mientras lo utilizaba, le pareció el tono condescendiente y magnánimo del hombre blanco atormentado por sus culpas—, no los hemos tratado bien y debemos enmendar nuestros errores.
Pero el viejo y canoso Wheeler se limitó a encoger los hombros, dar otra honda calada a su cigarrillo y sentenciar:
—Pienso que, en conjunto, fue un buen negocio para todos. Ellos nos dieron el tabaco, y nosotros les dimos caballos.
Faraday tenía curiosidad por sus almas. Durante el viaje desde Albuquerque, habían dejado atrás escuelas e iglesias misioneras.
—¿Están bautizados? —preguntó refiriéndose a los hermanos Pinto.
—Van a la iglesia a veces. Les gusta el vino de misa. Si Sam es el primero en echarle el ojo, se bebe todo el contenido del cáliz.
Faraday le dirigió una mirada escandalizada.
—Eso no tiene gracia —dijo.
—Escuche, amigo… Los indios no tienen el concepto de una relación personal con Dios. Creen en el Gran Espíritu, ya sea Padre o Madre; lo conciben como el creador de todas las cosas y por eso respetan y rinden homenaje al Espíritu; pero no piensan ni por un segundo que un ser tan poderoso se preocupe por las acciones diarias de los mortales. Corresponde a los hombres cuidar que el mundo esté en equilibrio, mantener la paz, evitar los problemas. Los hombres castigan a los transgresores; Dios no lo hace.
—¿Quiere decir que ni siquiera saben lo que son el pecado y el castigo?
—Han oído muchos sermones. Pregúnteles usted mismo qué saben.
Faraday notó un desafío en el tono de Wheeler, y por eso se acercó a donde estaban sentados los hermanos Pinto y les rogó educadamente que le explicaran lo que hubieran aprendido acerca del pecado y su castigo…, y si entendían que los pecadores no iban a parar al mismo lugar que los hombres justos.
Ambos asintieron virtuosamente. Como no estaba muy convencido, Faraday matizó:
—Por pecadores entiendo los que roban y mienten y se acuestan con las esposas de otros hombres. Y también las mujeres que se pintan el rostro y venden su cuerpo…, la gente que bebe y apuesta y no se preocupa de sus almas.
De nuevo asintieron los dos. Así que se animó a preguntarles:
—¿Adónde van esos pecadores?
A lo que los dos respondieron a coro, sonrientes:
—¡A Albuquerque!
De regreso al lugar que ocupaba junto a Wheeler, dirigió a este una mirada severa.
—Eso tampoco ha tenido gracia —dijo.
—Usted ya sabe… —comentó Wheeler mientras atizaba con un palo la leña carbonizada—, la gente piensa que los indios no tienen sentido del humor. Pero lo tienen. Y excelente. Han de tenerlo, si quieren sobrevivir. ¡La cena está lista!
Cuando Bettina descubrió que tenían que comer con los platos en las rodillas, protestó e insistió en que hicieran de inmediato una mesa plegable. Aquello hubiera requerido días, pero, afortunadamente, los hermanos Pinto tenían maña para improvisar cualquier cosa a partir de lo que tuvieran a mano, y a partir de entonces Bettina y Morgana tuvieron su mesa de troncos apoyada sobre unas rocas (sobre la que la cuñada de Faraday ¡extendía incluso un mantel blanco!). Pero luego Bettina advirtió que su guía, cuya gran y enmarañada barba recogía trozos de comida, tenía la costumbre de pasarse por ella el tenedor con frecuencia, como peinándola… una costumbre que a él sin duda le parecía más bien conveniente y atenta a las sensibilidades de los otros… —porque… ¿a quién le apetece comer delante de un hombre que tiene la barba llena de sobras?—, pero que repugnaba tanto a Bettina que, en adelante, ella y Morgana comían aparte de los hombres.
Cuando los Pinto hubieron fregado los platos con agua traída del torrente, y Bettina y Morgana se preparaban para acostarse, Faraday salió a estirar las piernas y caminó entre cedros, pinos piñoneros y álamos, para contemplar una magnífica mesa que se alzaba, negra como la tinta, sobre un fondo de miles de brillantes estrellas.
Wheeler se le acercó y se puso a su lado.
—¿Sabe qué dicen los navajos acerca de la luna llena? Dicen que está ahí para que ellos puedan ver qué aspecto tiene la oscuridad.
Faraday reconoció su ignorancia acerca de los indios.
—El hombre blanco tiene dos formas de ver a un indio: como el salvaje estúpido sediento de sangre, siempre deseoso de guerra, o como un viejo sabio que se sienta bajo un árbol a la espera de poder impartirle su sabiduría. Usted pertenece al segundo grupo, ¿verdad? ¿Ha venido al desierto en busca de respuestas espirituales? —Escupió jugo de tabaco—. Permítame que le hable acerca de los indios. Ellos no preguntan lo que no saben. No analizan. Simplemente, aceptan. Mire aquella colina de allá lejos. Parece el perfil de un hombre, nariz grande, ceño marcado, ¿verdad? Los nativos creen que es el espíritu de un antiguo jefe que vela por ellos y los protege. Los indios no suben a esas rocas: dicen que son sagradas y tabú. Pero eso es porque saben que si trepan hasta allí, averiguarán que el gran jefe que ha estado protegiéndolos no es más que un montón de peñascos. ¿Comprende lo que quiero decir?
—¿Son parte de la misma tribu los hopi y los navajos?
—¡Que no le oigan decir eso los Pinto! Son sus enemigos tribales. —Arrojó al suelo la colilla de su cigarrillo y la apagó con la bota—. Tienen formas de vida radicalmente distintas. A los hopi les gusta vivir unos encima de otros, en pueblos. En algunos lugares han construido viviendas encima de las antiguas; es como vivir en una colmena. Pero a los diné —que es el nombre que se dan a sí mismos los navajos— les gusta vivir aislados, construir sus hogans lejos del camino trillado, lejos de los caminos y de otras casas.
—Sabe usted muchas cosas acerca de los navajos —dijo Faraday, sin apartar la mirada de los hermanos Pinto, que estaban lanzando dados y riendo.
—Debería. Estoy casado con una mujer navajo. Mary Pinto. Hermana de estos dos. Me ha dado un montón de hijos mestizos y los quiero a rabiar. Admiro a los navajos. Espaldas rectas. Luchadores. No como los hopi, que viven en sus cuidadas casitas cultivando pacíficamente maíz.
El prejuicio de Wheeler extrañó a Faraday. Jamás se le había ocurrido que alguien pudiera mostrar parcialidad por unas u otras tribus indias. Pero luego, de pronto, sintió preocupación. ¿Y si los chamanes que buscaba pertenecieran a un grupo mal visto por los indios nativos?
Al recordar lo que le había dicho Wheeler de que su esposa era una mujer navajo, le preguntó:
—Entonces… ¿hay cristianos entre estas gentes?
—¿Eh? ¿Cómo? ¿Lo dice usted por mi esposa? Señor…, ella no es cristiana. Han pasado por aquí personas de la Iglesia, pero no pueden convertir a los indios a las enseñanzas de Jesús. ¿Cómo puede usted convertir a alguien a lo que sea, si no sabe de qué lo está convirtiendo? Los misioneros no se molestan en entender a los indios. Y es una vergüenza, porque estos tienen mucho que ofrecerles.
—Oh, sí, le creo —asintió Faraday de corazón.
Wheeler añadió:
—Los hombres blancos se presentan aquí y dicen que los indios son nobles salvajes; se entusiasman con ellos, los estudian, recogen por escrito sus palabras…, pero jamás permitirían que sus hijas se casaran con ellos…
Faraday no se dio cuenta entonces de que el vaquero estaba describiéndolo a él.
—Estar casado con una navajo tiene sus ventajas —dijo Wheeler con una sonrisa—. Para un hombre, es tabú ver el rostro de su suegra. La cosa se remonta a generaciones atrás y a alguna fastidiosa mujer que no hacía más que entrometerse en los matrimonios de su hija: la pobre muchacha se casó varias veces y los hombres la dejaban por culpa de la madre. Por eso un gran jefe decretó que ningún hombre pudiera mirar a su suegra. Un tabú muy fuerte, que ha persistido hasta hoy. Si un hombre mira a su suegra, los dos enferman y mueren. A pesar de llevar diez años casado con mi Mary —añadió con sonrisa satisfecha—, no he visto a su madre desde el día de nuestra boda.
Escupió de nuevo, y siguió:
—Por supuesto los navajos no son perfectos. Está esa manía suya con respecto al agua. Cierta tarde los chicos de Pinto se estaban bañando en un arroyo crecido. Uno de los pequeños se quedó atrapado y se hundió por la fuerza de la corriente. Estos dos —señaló con un gesto de la cabeza a Jimmy y a Sammy— se estuvieron allí gritando y agitando los brazos, pero no corrieron a salvar a su hermano: es tabú rescatar a alguien que se está ahogando. Los navajos creen que el agua es su madre y que lo que hace, entonces, es reclamar a uno de sus hijos. Afortunadamente, yo estaba allí cerca, me lancé al agua y salvé al chico.
En aquel mismo instante, unos súbitos y sobrecogedores aullidos rompieron el silencio nocturno.
—¡Santo Dios! —exclamó Faraday.
A lo que Wheeler respondió riendo:
—Son solo coyotes. Es el sonido que emiten cuando han conseguido una presa.
Aquellos chillidos y aullidos de ultratumba erizaron el vello de Faraday. Sonaban como si fueran chiquillas malvadas atormentando a una víctima.
—¡Faraday! —Se volvieron los dos y se encontraron con la cabeza de Bettina asomada a través de los faldones de la tienda. No podían ver el resto de su cuerpo, que su recato la obligaba a proteger, pero tenía el rostro cubierto de crema blanca y los cabellos recogidos bajo un gorro blanco de noche—. ¿Qué es ese ruido? —gritó.
—Son coyotes, señora —respondió Wheeler—. Callarán en cuanto se pongan a comer.
Y en aquel instante, en efecto, los animales quedaron en silencio de súbito.
Cuando Bettina se retiraba al interior de la tienda, uno de los hermanos Pinto, al que la aparición de la dama había sobresaltado, dijo algo a su hermano, y los dos prorrumpieron en estallidos de risa.
Desentendiéndose de lo que acababa de suceder, Faraday volvió de nuevo su atención a las desiertas y fantasmales ruinas del otro lado del cañón, temeroso y ansioso a la vez de iniciar sus exploraciones.
—¿Adónde marcharon? —preguntó en voz alta, refiriéndose a los antiguos moradores de aquel lugar.
Wheeler se encogió de hombros.
—Nadie lo sabe. Se desvanecieron, simplemente.
Tal vez sí se hubieran desvanecido, pensó Faraday, pero no para siempre, porque él había ido a encontrarlos.
—Me gustaría empezar a trabajar allí mañana temprano, si le va bien a usted.
Wheeler se quedó mirándolo.
—¿A mí? Yo no pienso ir allí. A partir de este punto es cosa suya, doctor Hightower.
—Pero… ¿qué dice? Yo lo contraté…
—Como guía; eso es todo. —Wheeler miró a través del llano el montón de peñascos y sillares de piedra que había al otro lado—. Yo no voy a esas ruinas…
—Pero la colección de cerámica de que me habló usted… Todas las ruinas que ha explorado…
—Todo eso es cierto. No hay lugar en Utah, Colorado, Arizona y Nuevo México que yo no haya explorado y donde no haya hecho alguna excavación. Pero allí no voy. —Se volvió y se encaró de frente con Faraday—. Y usted tampoco debería ir.
—¿Por qué no?
—Lo tengo a usted por un cristiano, señor… Quiero decir por un cristiano temeroso de Dios, no como esos que solo aparecen por la iglesia cuando tienen un peso en la conciencia. Usted vive conforme al Evangelio, ¿me equivoco? Pues bien, ningún buen cristiano pisaría esa tierra impía que se encuentra allí, al otro lado del cañón.
—¡Impía!
—Maldita. Embrujada. Llámela como quiera. Ese lugar me asusta.
—Pues a los arqueólogos no parece asustarlos…
—Serán ateos, probablemente. Escuche, amigo. Permítame que le dé un consejo…, de un cristiano temeroso de Dios a otro. Existe una razón para que a este lugar lo llamen el Cañón Prohibido. Una razón para que los navajos no se acerquen allí.
—Una superstición pagana —comentó desdeñosamente Faraday, aunque sintió un escalofrío en el cogote y la extraña sensación de que alguien o algo se movía justo en el límite de su campo visual.
John Wheeler lo observó un buen rato, estudiando de la cabeza a los pies a aquel acaudalado caballero bostoniano, alto e impoluto, con la barba recortada y los cabellos perfectamente peinados, cuello almidonado, traje oscuro y corbata —que le daban más aspecto de predicador que de explorador—, y dijo:
—Haga usted como guste. Pero por su cuenta.