Y llegó entonces la noche de la Esperanza Perdida.
El mundo se había convertido en un lugar terrible para Faraday Hightower. Era el año 1915, y Europa estaba en guerra. Una conmovedora película titulada El nacimiento de una nación celebraba la creación del Ku Klux Klan. Albert Einstein publicaba su teoría de la relatividad general. Alexander Graham Bell realizaba con éxito una llamada telefónica transcontinental entre Nueva York y San Francisco. La ciencia y la destrucción llevaban las de ganar, en tanto que Dios y la moralidad perdían terreno. La Biblia no era más que palabras vanas en un papel, y hasta los escritos de Ellen White se mostraban ineficaces para conmoverlo. Faraday dejó de encontrar gusto en la comida y en la bebida, y permanecía enclaustrado en sus habitaciones del piso superior de su brownstone bostoniana. Rara vez se aventuraba a bajar y, cuando lo hacía, la visión de la dulce Morgana, que cada día se parecía más a Abigail, le producía tal dolor, que se precipitaba a subir de nuevo las escaleras para volver a encerrarse.
En la noche de la Esperanza Perdida, como la llamaría después, Bettina intentó convencerlo de que bajara para celebrar con ellas el cumpleaños de Morgana: la niña tenía cinco años ya (y era también el quinto aniversario de la muerte de Abigail). Pero a él lo había abandonado ya el alma; era solo una simple formalidad que el cuerpo le fallara también. Se limitó a darles las buenas noches y cerró su puerta. Los periódicos, con sus terribles titulares, le sirvieron para tapar las rendijas de las ventanas y la inferior de la puerta. Cerró el tiro de la chimenea para que no escapara el gas por allí.
La nota de suicidio rogaba a Bettina y a Morgana que le perdonaran, y legaba su fortuna a ambas. Luego encendió las lámparas de gas y apagó las llamas. Mientras se sentaba en su butaca favorita, con la cabeza echada hacia atrás, dispuesto a cruzar el umbral de lo desconocido, oyó que llamaban a su puerta. ¿Habría olido el gas Bettina? Fingió dormir y no respondió. Pero los golpes en la puerta se hicieron insistentes, y la voz de su cuñada atravesó la madera para infórmale de que tenía una visita.
Faraday levantó la cabeza. ¿Una visita a aquellas horas tan tardías?
Cuando Bettina le dijo que se trataba de un paciente, le pidió que enviara a aquel hombre al doctor Weston.
—Es una mujer —respondió su cuñada—. De mediana edad. Dice que es urgente.
Faraday se levantó y cerró el gas. Después de todo, aún era médico, y había pronunciado el juramento hipocrático.
—Acompáñala aquí —le pidió a Bettina.
Acto seguido, abrió una ventana, no fuera que su visitante notara el olor del gas y conjeturara lo que había estado haciendo. Cambiaría unas pocas palabras con aquella mujer y después volvería a ocuparse de la tarea de dejar este mundo.
Pero cuando la singular visitante atravesó el umbral, todas aquellas ideas de muerte y autoinmolación abandonaron su mente al contemplar, en su estudio privado, una visión de lo más asombrosa. Era una adivina gitana, de tez morena y arrugada, que llevaba una pañoleta roja en la cabeza, un chal azul sobre los hombros y varias capas de faldas de colores. A pesar de su piel curtida por la vida a la intemperie, no era vieja, pues tendría aproximadamente su misma edad en torno a los cuarenta y cinco años, y eran tantas las monedas que llevaba sobre la frente que casi le tapaban los ojos.
—¿Es una broma? —preguntó Faraday pues, como la mayoría de los buenos cristianos, evitaba la magia, los conjuros y todos los trucos del ocultismo, como seguramente practicaba y encarnaba aquella mujer.
Sin dar ninguna explicación, ni siquiera su nombre, la mujer procedió a decirle, con un acento que él supuso romaní, que había recibido un mensaje diciéndole que fuera a visitarlo y le ofreciera su guía.
—Debe de estar usted confundida —replicó él, a la vez repelido y atraído por tan extraordinaria criatura.
La gitana se le acercó más y él percibió entonces sus peculiares fragancias: canela, sebo y algo inidentificable. Las monedas centellearon sobre su frente cuando dijo:
—Usted es Faraday Hightower.
Sonó como una acusación. Su voz le hizo pensar en polvo y papel viejo.
—Lo soy.
—Y anda a la búsqueda de las verdades del espíritu.
Cualquiera podía haberle dicho eso. ¿Estaría a punto de sacar una bola de cristal y de ofrecerse a predecirle su futuro a cambio de una generosa suma?
—Me ha enviado Abigail.
Aquello era demasiado.
—¡Largo de aquí, mujerzuela! ¡Se burla usted de mi sufrimiento!
—Eso me tiene a mí sin cuidado —replicó la gitana con su acento caló, mientras se escuchaba el frufrú de sus faldamentos—. No hago más que decirle lo que me han encargado. Ella dijo que usted no es responsable de su muerte.
—¡Dios bendito! —exclamó Faraday.
Entonces se dejó caer en una butaca. ¿Cómo podía saber la mujer esas cosas?
—Soy solo la mensajera, señor. Puede usted hacer caso de lo que le digo, o no. Y, después, me iré.
—Váyase. No la creo.
—Si le hablo del unicornio de oro, ¿me creerá usted entonces?
Sosteniendo la cabeza entre las manos, él murmuró:
—Siga usted.
—La que se llama Abigail dijo que usted encontraría todas las respuestas en un único lugar de este mundo.
Faraday levantó la mirada.
—¿Dónde? —preguntó, deseoso de saber más y sin querer respuesta.
Ella se puso a hablarle, entonces, de un pueblo de una antigua raza que había vivido siglos atrás en las tierras del sudoeste de Estados Unidos, y que se había evaporado misteriosamente. Se decía de ellos que habían encontrado la respuesta a todos los misterios y que, una vez obtenida, habían retornado a Dios y al cosmos.
—He visitado a hombres santos de todo el mundo —gruñó Faraday—, y no me han dicho nada. ¿Por qué irían a decirme lo que necesito saber los miembros de una tribu de indios desaparecida?
—Es Abigail quien le guía, señor. No yo. Ella me habló de un grupo de hombres santos que se separaron del grueso de la tribu y fueron hacia el oeste, para establecerse en el desierto. Se rumorea que todavía viven allí unos pocos de sus descendientes y que ellos, si consigue usted encontrarlos, pueden darle la sabiduría de los antiguos. A través de esta sabiduría, encontrará usted a Dios y la redención.
Un jirón de esperanza debía de sobrevivir aún en su pecho, porque el oír hablar de «hombres santos» excitó la curiosidad de Faraday.
—¿En qué lugar del oeste? —preguntó.
La mujer fue hacia un globo terráqueo montado en un soporte de caoba y lo hizo girar lentamente hasta detenerlo con su dedo bronceado apoyado en un punto. Faraday se fijó en el lugar que señalaba, en la convergencia de los límites de cuatro estados: Colorado, Utah, Arizona y Nuevo México. Recordó que era conocido como la región de las Cuatro Esquinas.
La gitana hurgó en el interior de su chal, haciendo que en el silencio de la noche tintinearan sus cuentas y monedas, y sacó un papel en el que había dos dibujos. Le dijo que los había visto en su sueño.
Faraday no fue capaz de adivinar lo que representaban. Para él, no tenían sentido.
—Mire —dijo la mujer, dando unos golpecitos en el papel mientras sus gruesos anillos centelleaban bajo la luz del gas—: aquí es donde encontrará usted lo que busca.
El primer símbolo parecía representar un hombre sin cabeza, con varios brazos. El otro era un cuadrado, con una línea dentada atravesándolo.
Cuando él le pidió que se los explicara, la gitana le dijo que tenía que irse. Y cuando metió la mano en el bolsillo buscando dinero, ella protestó y se apresuró a marcharse. Para cuando Faraday llegó al pie de la escalera, la gitana se había perdido ya en la noche tras salir por la puerta de la casa.
Faraday se sintió de pronto lleno de asombro. ¿Sería posible? ¿Habría Dios, en alguno de sus misteriosos designios, enviado a Abigail a la gitana para que esta fuera a verlo y lo orientara en el buen camino para volver a Dios y a la redención?
No se precipitó a decidirlo, sino que estuvo una semana rezando y meditando. Si, por un lado, la vertiente humana de su naturaleza se sentía de pronto llena de excitación como si una nueva vida corriera por sus venas, su personalidad temerosa de Dios se preguntaba si era prudente dar crédito a la profecía de una pagana practicante de las artes ocultas. ¿Sería la gitana una enviada de Satanás y estaría él, al escucharla, poniendo en peligro su alma inmortal?
Pero… ¿y si realmente la hubiera visitado en sueños Abigail?
Al final no pudo dejar de lado a la visita. Acudió al Museo de Historia Natural y se enteró allí de la existencia de un antiguo pueblo que había vivido hacía mil años en el sudoeste de Estados Unidos y que, en el pináculo de su espiritualidad, se había desvanecido de la mañana a la noche sin que nadie supiera adónde había ido ni por qué.
Faraday pensó que aquel puñado de chamanes supervivientes, y que marcharon al oeste, tal vez fueran los últimos descendientes de ellos que vivieran allí y que conservaran aún los secretos acerca de Dios y del universo. El creyente que había en él ansiaba creer. Y así decidió en aquel momento que la visita de la adivina no era una coincidencia, porque se había presentado precisamente cuando estaba a punto de quitarse la vida. Sin duda, esto era una señal del Todopoderoso.