No podía comer ni dormir. Las carnes enflaquecían en sus huesos. Descuidó su barba y permitió que creciera a capricho. Dio instrucciones a Bettina para que despidiera a sus pacientes. No permitía visitas de sus amigos. El dolor era todo su universo y en él no había alivio. Ni siquiera lo confortaba tener en brazos a la preciosa y pequeña Morgana; es más, la sensación de tocar aquel cuerpecillo, la dulzura de su cara angelical, lo sumían en una desesperación todavía más honda.
¿Por qué se había llevado Dios a su amada? ¿Qué había hecho ella para que Dios quisiera castigarla así? ¿Había hecho Faraday algo ofensivo para Dios? Cuanto más rezaba, más consciente era del enorme silencio que encontraba. ¿Habría vuelto Dios la espalda a Faraday Hightower?
Convencido de que sin Dios ya no era capaz de curar, cerró su próspera consulta en Boston y le dijo a su cuñada que, antes de volver a la práctica de la medicina, tenía que encontrar a Dios. Y así fue como marchó en su busca.
Consignó sus viajes en un diario:
Esperaba visiones. En el fondo de mí envidiaba secretamente a Ellen White sus visiones proféticas. Nunca se lo conté a nadie, ni siquiera a mi preciosa Abigail, pero a menudo pensaba que tenía que ser una experiencia maravillosa. A través de visiones, Ellen White había predicho la guerra civil y la emancipación de los esclavos. Yo me daría por bien pagado con una sola visión, por pequeña que fuera. Y así, en mi intento de encontrar al Todopoderoso, visité el Tíbet, la India, China… todos los lugares sagrados de la tierra, y me senté a los pies de hombres santos.
En Bagdad conocí a un erudito islámico, un hombre educado en Oxford que se expresaba en un inglés impecable y que se sintió dichoso de leerme páginas de su libro sagrado, el Corán. Yo lo escuché con interés e incluso se enardeció mi corazón con algunas de las lecturas, porque los mahometanos honran a Jesús, al que llaman Isa; pero cuando llegó al capítulo en que se dice que Jesús no fue crucificado, sino que dieron muerte a otro hombre en su lugar, le deseé al erudito buenos días, y me marché. En la India visité los lugares santos hindúes, pero encontré incomprensibles su politeísmo e idolatría (¡y su culto a la vaca!). Oí a los sijs hablar del Dios Único y la salvación, pero no compartí su idea de que el único camino para conocer a Dios fuera a través de un intercesor denominado gurú. En el Tíbet, los monjes budistas me recibieron en su monasterio entre las montañas y escuché sus explicaciones acerca de la iluminación y el ciclo de muerte y renacimiento. Pero había en ellas pocas referencias a Dios y ninguna a propósito de una resurrección, por lo cual me alejé de los budistas con mi espíritu más hambriento de lo que había llegado. Un año en Shanghai contribuyó poco a ilustrarme sobre las creencias del confucianismo y el Tao, porque me pareció que no estaban interesadas por la salvación del alma y la redención del pecado. Y así regresé a mi hogar en Boston desanimado y confuso por no haber encontrado mi camino para volver a Dios.
Y había hecho un terrible descubrimiento.
Faraday había sido siempre un hombre íntimamente dividido: aunque formado en la medicina moderna, tenía un concepto holístico de la curación y no se fiaba de la ciencia. Jamás olvidaría la impresión recibida, doce años antes, cuando presenció una demostración de la nueva técnica diagnóstica de Röentgen con algo a lo que él llamaba rayos X en razón de sus aún no bien conocidas propiedades: ¡uno podía ver el interior de un cuerpo humano! Aquello aterró a Faraday porque olía a magia negra y a cosas con las que los mortales no debían jugar. Una cosa era operar a un ser humano para extraerle un órgano enfermo —de alguna manera, la cirugía parecía estar autorizada por Dios—, pero enfocar una cámara y atisbar a través de la piel y la carne directamente al alma…, la sola idea de poder hacerlo turbó durante meses a Faraday. Desde entonces, la ciencia había irrumpido todavía más en el campo de la medicina; de hecho, la ciencia parecía estar invadiendo todos los aspectos de la condición humana. La humanidad se alejaba crecientemente de Dios y de la fe en pos de los tubos de ensayo y las retortas.
Este fue el terrible descubrimiento del doctor Faraday Hightower: en su exploración alrededor del globo buscando pruebas acerca de Dios, encontró en su lugar automóviles y electricidad, imágenes de cine, aeroplanos que volaban, físicos que descubrían el invisible mundo al que llamaban «cuántico». Encontró más gente en los music halls que en las iglesias. Que preferían diversión a Dios.
Durante todo ese proceso, su cuñada le fue incondicionalmente fiel. Una vez hubieron enterrado a Abigail, Faraday había invitado a Bettina a vivir con él y con el bebé. Bettina no tenía dinero propio, y había vivido hasta entonces de la generosidad de su hermana, que la había ayudado siempre; por eso, cuando los bienes de Abigail pasaron a Faraday, este se sintió obligado a ocuparse de Bettina.
Esta no solo no tenía dinero, sino tampoco un hogar. A decir verdad, sus perspectivas de matrimonio eran muy escasas, porque Bettina no había sido bendecida con la belleza de su hermana. Era una mujer poco agraciada, con un carácter desprovisto de sentido del humor. Puestos a tener que sacarle a Faraday alguna palabra elogiosa acerca de su cuñada, este habría dicho de ella que era una buena cristiana. Él conocía la verdadera razón de que Bettina no hubiera recibido ninguna herencia, el secreto que había bajo su explicación de que había vendido su casa y entregado el dinero a obras benéficas, pero nunca le dio a entender que conocía ese secreto, porque habría sido impropio de un caballero y le habría causado un terrible daño. Por este motivo, ignorando que él estaba al tanto de su vergonzoso secreto, Bettina fue a vivir a su señorial brownstone de cuatro plantas en Commonwealth Avenue, en la Back Bay de Boston.
Faraday había perdido cuatro años buscando a Dios, y cuando volvió a casa se enteró de que, en su ausencia, Bettina había trabado amistad con un pretendiente, el señor Zachariah Vickers, un vendedor de libros, que recorría la costa Este vendiendo biblias en iglesias, escuelas y librerías, y distribuyéndolas gratuitamente en hospitales y orfanatos. Era un hombre popular y, según Bettina, persuasivo a la hora de difundir la Palabra de Dios. Hacía también frecuentes viajes a África, en los que llevaba biblias a los misioneros y pasaba unos días allí evangelizando personalmente a los salvajes paganos. Todo ello por amor al prójimo porque, como explicaba con orgullo Bettina, el señor Vickers no tenía necesidad de dedicarse a un empleo retribuido, puesto que tenía una renta anual, fruto de una herencia.
Lo que Faraday no sabía era que Bettina aguardaba que su cuñado se sacudiera de una vez su melancolía, recuperase su estado anterior y reabriera su consultorio médico…, para que ella quedara libre y pudiera, al fin, hacer su propia vida y buscar su felicidad. No iba a ser así. Pocas noches después de su regreso a casa, Faraday anunció que ya no viajaría más, pero que tampoco volvería a dedicarse a la práctica de la medicina.