Faraday Hightower estaba fuera de sí.
El parto de Abigail se había adelantado. No se esperaba que el bebé naciera hasta la siguiente semana, y ahora estaban en un barco en mitad del océano.
—¡Por amor de Dios, Faraday! —dijo la hermana de Abigail mientras preparaba el lujoso camarote para el parto—. Tú eres médico. No hay motivo para que pierdas la cabeza ahora. Tienes que calmarte en interés de tu mujer.
Era su primer hijo. Faraday y Abigail Hightower llevaban casados apenas un año. No iba a quedarse tan tranquilo como si nada.
Estaban a bordo del SS Caprica, a medio camino entre Nueva York y Southampton, de donde habían zarpado tras haber visitado a unos amigos en Londres. Ahora volvían a su hogar de Boston, llenos de esperanzas y sueños, previendo ya con alborozo el nacimiento de su primer hijo. Faraday había suplicado a su joven esposa que no viajaran en su estado, pero Abigail era una mujer moderna y no creía que el embarazo fuera algo que debiera ser ocultado o que supusiera una flaqueza en la mujer. Cierto es que había pasajeros que se extrañaban de verla caminar atrevidamente por el puente, pues su estado era demasiado patente a pesar de la amplia capa con que lo ocultaba, pero eso hacía que Faraday se sintiera orgulloso de ella y que la quisiera todavía más.
Cuando se presentaron los primeros indicios del comienzo del parto, Faraday se alarmó porque venía demasiado pronto. Pero Abigail era fuerte, y los dos rezaron juntos en el camarote que iba a ser la habitación de su hija Morgana. Ya habían decidido que, si fuera un chico, se llamaría Harold en memoria del padre fallecido de Abigail. Si era niña, Abigail quería que su nombre perpetuara el recuerdo de una espléndida fata morgana que la pareja había presenciado en el cielo de Sicilia cuando estaban allí en su luna de miel. Porque Abigail tenía la certeza de que la criatura había sido concebida esa noche.
Como médico, licenciado en la facultad de medicina de Harvard, Faraday tenía sólidos conocimientos de obstetricia. Contaba también con la ayuda de Bettina, la hermana mayor de Abigail, una mujer de veintiséis años, muy capaz, que, a cambio de no haberse casado, había desarrollado una voluntad recia y una gran fortaleza interior. Aun así, mientras el Caprica surcaba suavemente la inmensidad del Atlántico, Faraday Hightower oró en voz alta a Dios que le ayudara a asistir con bien a la madre y a la criatura.
Abigail había entrado en su vida cuando él pensaba ya que pasaría solo el resto de sus años. Era un cuarentón, bien establecido en la comunidad y de costumbres ordenadas. Consagrado a sus pacientes y a la tarea de sanarlos, nunca había dedicado mucho tiempo a las aventuras amorosas ni a pensar en crear una familia. Hasta que un día entró en su consultorio el más brillante de los soles —Abigail se había torcido el dedo meñique— y lo hizo esclavo suyo para siempre.
Aunque dotado de una sólida formación médica, Faraday estaba convencido de que la salud solo podía darse cuando se combinaba con la fe. Había tenido la gran fortuna de oír hablar a Ellen White, y las palabras de esta tuvieron tanta fuerza y tanto poder en él que se unió a la Iglesia de los Adventistas del Séptimo Día. Luego, cuando en 1905 se publicó el libro de Ellen Ministerio de curación, él lo recibió y leyó con la misma unción con que leía la Biblia. Allí se decía que, en el ministerio de curación, el médico era un colaborador de Cristo, que era el verdadero modelo de la profesión médica y quien estaba al lado de todo facultativo temeroso de Dios. Según White, el médico debía reunir en su alma la luz de la palabra de Dios, y al paciente se le debería permitir verlo inclinado en oración, pidiendo la ayuda de Dios, porque esto inspiraba confianza al paciente y abría el corazón del enfermo o la enferma al poder sanador de Dios.
Faraday había hecho esto con Abigail durante todo su embarazo, poniendo las manos sobre el creciente abdomen de su mujer y rogando a Dios que bendijera a aquella criatura y la hiciera sana. Así que no le sorprendió ver que el parto de su amada era corto y sin complicaciones. Después se sentó en la cama a contemplar con admiración a la pequeña en el pecho de Abigail, inundado de sentimientos de amor, de paz y de satisfacción. Solo al mirar por el ojo de buey y ver las estrellas, recordó que el capitán anotaba siempre en el diario de a bordo los nacimientos, las muertes y los matrimonios ocurridos en el barco.
«¡Qué honor —pensó Faraday— que la llegada de Morgana al mundo quede consignada permanentemente en el diario del SS Caprica!». Se disponía a aguardar con impaciencia la luz del día, cuando recordó que ya estaría en su puesto el segundo sobrecargo. Decidió ir a verlo inmediatamente aunque, cuando ya iba a salir, Abigail lo llamó y le pidió que se quedara con ella.
Pero él le prometió no estar fuera más que unos minutos. La vio tan acongojada, que se sacó el reloj del bolsillo del chaleco y lo puso en la mano de Abigail.
—Cuenta los minutos, querida. Diez justos —le dijo, dando unos golpecitos en el cristal de la esfera—. Cuando la manecilla llegue a este número, yo estaré de vuelta a tu lado. Y entonces rezaremos juntos.
Se apresuró a ir a la sala de oficiales, donde encontró al segundo sobrecargo. El oficial estaba ya familiarizado con aquel pasajero de primera clase, un bostoniano de unos cuarenta años que, por lo visto, era un médico de excelente reputación y, por su aspecto, un miembro de la flor y nata de la sociedad: Hightower era alto y delgado, con una frente despejada y una nariz que, en opinión del sobrecargo, habría sido digna del mismísimo César. La barba perfectamente recortada le añadía un toque de distinción.
Cuando Faraday anunció su buena noticia, el oficial insistió en que bebieran una copa de jerez en honor de la madre y la criatura. Aunque adventista del Séptimo Día, Hightower no era abstemio. Conocía, como médico, las ventajas del vino para la salud. Brindaron, pues, y brindaron por Abigail y Morgana. En estas estaban cuando se les sumó el primer oficial, que acababa de concluir su turno, e insistió en tomar una copa en honor del bebé. Y después entró el capitán, quien tenía la costumbre de madrugar y se presentaba siempre a desayunar antes que amaneciera. Él no tomó jerez, sino un zumo, mientras el primer oficial llenaba de nuevo la copa de Faraday. Aquella llevó a otra, y al poco tiempo estaban todos brindando alegremente por el nuevo ser y por el bendito milagro del nacimiento, puesto que el propio capitán era un padre orgulloso de ocho hijos.
¡Hightower no había vivido nunca un alborozo así! ¡Tanta camaradería entre hombres! No tenía idea de que la vida pudiera ser una fiesta y el mundo un lugar tan hermoso y feliz. Se juró muchas cosas en aquellas tempranas horas de antes de despuntar el día, prometiendo poner a su Abigail en el más alto de los pedestales y hacer de Morgana su idolatrada princesa. Se inclinaría ante las dos y las serviría obedientemente el resto de sus días.
—¡Muy bien dicho! —exclamaban los nuevos amigos de Faraday, y bebían otra ronda mientras el capitán ofrecía cigarros a todos.
Hightower fue el primero en ver a su cuñada en el umbral.
—¡Ven enseguida, Faraday! ¡Algo va mal!
Salió a toda prisa del salón, precipitándose por las cubiertas y pasarelas hasta llegar a su camarote. Lo siguieron otros, despertados por los gritos de alarma de Bettina. Esta se retorcía las manos mientras explicaba que se hallaba bañando al bebé cuando comenzó la hemorragia, que Abigail no había emitido ningún sonido y que cuando se inclinó para ayudar a su hermana…
El médico del barco hizo cuanto pudo, pero ya era demasiado tarde. Había perdido mucha sangre. Abigail estaba sumida en una profunda inconsciencia: apenas se le apreciaba el pulso…, se le escapaba la vida. Tomando en brazos a la única mujer a la que había amado en la vida, Faraday salió con ella a la cubierta, desde donde podían ver el bendito sol que surgía sobre el horizonte y bañaba con su dorada luz el negro mar.
—¡Mira, mira, querida! —le repetía desesperadamente, volviéndose para que a Abigail le diera en el rostro aquel resplandor—. ¡El sol está saliendo! —decía, creyendo que nadie podía morir cuando salía el sol.
Y, sin embargo, ella murió, en sus brazos, al amanecer. No quería soltarla. Tuvieron que avisar al capitán, y este encargó a varios hombres de la tripulación que le quitaran de los brazos el cuerpo de su esposa. Se negaba a creer que hubiera muerto… Habían jurado permanecer juntos toda la eternidad. Ella era su risa y su alegría, su gozo y su esperanza… ¿Cómo podía vivir sin Abigail?
Tenía solo veinte años.
Antes de que se casaran, Faraday había encargado a un joyero un dije hecho ex profeso para Abigail: un pequeño unicornio de oro, porque a Abigail le encantaba aquella criatura mítica. El día que le dijo que estaba embarazada, tras solo tres meses de feliz matrimonio, había colgado de su cuello amorosamente aquel dije para que le trajera buena suerte, mantuviera sanos el bebé y a ella, y los protegiera en los próximos meses. Después de morir, le quitó del cuello el unicornio de oro y se lo guardó en el bolsillo, jurando que jamás volvería a mirarlo.
La llevaron a una de las cámaras frigoríficas del barco, donde le quitaron el reloj de bolsillo de él, que Abigail aún agarraba entre los dedos. Después de aquello lo obsesionaba pensar que hubiera tenido que yacer allí contando los minutos, observando cómo se desplazaba poco a poco la manecilla, primero diez minutos, luego treinta, y después una hora y otra, y otra, contando el tiempo que faltaba para que regresara tal como le había prometido.
Faraday destruyó el reloj porque no podía mirarlo sin imaginar lo que debió de ser para ella contar aquellos minutos mientras él estaba con los hombres, bebiendo licor y pensando solo en su propio orgullo y vanidad.
Peor aún: había pecado contra Dios; porque Faraday recordó con sorpresa que, cuando comenzaron los dolores de parto de Abigail, él había olvidado que era un viernes por la noche, y que luego se inició el sabbath. Después, cuando el bebé hubo nacido, pasada ya la medianoche, en lugar de quedarse con su esposa y observar el día santo del Señor, había ido a la sala de los oficiales… ¡a beber con ellos! A la fría luz del amanecer y la muerte, Faraday Hightower se dio cuenta de que todo ello había sucedido durante el sabbath.
Subió a la cubierta a rezar. Cayó de rodillas, juntó las manos y exclamó en voz alta:
—¡Padre Todopoderoso, oye mi súplica y háblame desde las vastas profundidades del firmamento de tu bondad…! Te suplico que aceptes mi confesión y el humilde reconocimiento de mi pecado. Te pido que no vuelvas la espalda a este miserable pecador, y lo acojas de nuevo en tu glorioso seno. Muéstrale el camino de la rectitud para que pueda continuar su trabajo y glorificar Tu nombre.
Si alguien le hubiera pedido en aquel momento que describirá al Ser al que rezaba, Faraday hubiera respondido que era un hombre huesudo y alto, con una barba a lo Abraham Lincoln, ojos negros como el carbón, y con un vago parecido de hecho a su abuelo paterno, que había aplicado a su joven espalda una vara de abedul más veces de cuantas quisiera él recordar. En la mente de Faraday, Dios era un calvinista que se había moderado a adventista después de que Ellen White hubiera hecho un estudio más considerado acerca de Él. Era un Dios que, a diferencia del abuelo de Faraday, perdonaba.
Sin embargo, aquella mañana en cubierta, con los pasajeros mirándolo con recelo o evitándolo por completo, con el dolor que subía de sus rodillas mientras su frente se perlaba de sudor, y mientras oía silbar el viento del Atlántico entre la chimenea y el ojo de buey, no escuchó palabras de perdón pronunciadas en aquella enorme extensión de silencio, mar y cielo.
En un último y frenético esfuerzo, gritó en voz alta:
—¡Soy un hombre piadoso! ¡Un hombre honrado! ¡Soy humilde y temeroso de Dios!
Después se echó de bruces sobre la tablazón de la cubierta y se quedó allí sollozando hasta que acudieron unos hombres de la tripulación, lo alzaron con suavidad y lo llevaron a su camarote, donde su cuñada Bettina, ya vestida de luto, se ocupó de él hasta que llegaron a Nueva York.