En la región que algún día sería llamada Mesa Verde, Colorado, Hoshi’tiwa fue siguiendo un camino de montaña que pensaba que pudiera haber seguido su errante clan. Iba alerta, con su arco y su flecha dispuestos, porque la habían prevenido de que en aquel sendero había una caverna en la que vivía una criatura salvaje…, una bestia peligrosa que atacaba a la gente.
La sed la hizo salirse del camino en busca de un arroyo, y se dio cuenta de que había ido a dar con la cueva del animal salvaje. Vio huesos de animales pequeños y pruebas de haber estado ocupada recientemente. ¿Sería un oso? Oyó ruidos, gruñidos y, de pronto, algo cegó la entrada de la cueva. La criatura salvaje la había atrapado dentro de su guarida.
Contra el sol que brillaba en el exterior, sus rasgos parecían confusos, pero tenía el tamaño y la forma de un puma. Fue hacia ella emitiendo sonidos amenazadores y guturales. Hoshi’tiwa retrocedió cautelosamente, haciendo que la criatura penetrara más en la cueva y se apartara de la entrada, mientras ella trataba de rodearla y escapar. Pero en el charco de luz que el sol vertía en el interior, la criatura se detuvo sobre sus pasos y alzó la vista para mirarla.
Hoshi’tiwa contuvo el aliento al darse cuenta de que se trataba de un hombre.
Estaba desnudo y caminaba a gatas; llevaba los largos cabellos enredados y apelmazados, y su sucio cuerpo estaba lleno de cicatrices y llagas purulentas. La cara tenía una rara expresión: estaba aplastada, como si le hubieran partido el tabique nasal y este hubiese sanado después pero torcido.
El salvaje mantuvo los ojos fijos en ella durante un largo y peligroso momento, con sus manos engarriadas como garras y el cuerpo tenso para saltar; pero, después, sus ojos parpadearon. Se abrieron sus agrietados labios y empezaron a modular un ronco sonido que intentaba aflorar de la áspera garganta:
—¿Hoshi…?
¡Era Ahoté!
Ella lo recibió en sus brazos y lo atrajo contra su pecho, acunándolo y tranquilizándolo con suaves palabras. Nunca sabría cómo había escapado de la mina de piedra del cielo, y sería un misterio para ella cómo se las había arreglado para sobrevivir. Se quedó allí con él durante días, cuidándolo, bañándolo, hablándole…, haciendo todo lo posible para que recuperara la memoria. Él, que había aprendido de memoria toda la historia de su clan… ¡ahora ni siquiera recordaba su propio nombre!
Finalmente estuvo ya en condiciones de viajar y, después de muchas semanas y penalidades, Hoshi’tiwa y Ahoté lograron reunirse con su clan.
El Pueblo del Sol se había dividido, y los suyos habían ido a parar a una meseta en el oeste, donde habían iniciado la construcción de un nuevo poblado: casas de dos pisos construidas de sillares de piedra y adobe, con escaleras para acceder a ellas, y una nueva kiva. Hoshi’tiwa sabía que prosperarían allí.
Ahoté no podía engendrar hijos, y por eso le dijo que se casara con algún otro. Pero Hoshi’tiwa no deseaba un marido; tenía otra meta en la vida. Decidió que no saldrían hijos de su vientre, que su pueblo serían sus hijos y que los amamantaría con sabiduría en lugar de leche.
Cierta noche, ya entrada en años, el espíritu de su clan acudió a verla en sueños y le habló. El Espíritu Tortuga le dijo que aún no estaba cumplido del todo su propósito, y que esta vida terrenal había sido solo la primera parte de la búsqueda que le habían encargado los dioses. La tortuga le dijo a Hoshi’tiwa que debía encaminarse al oeste, hacia el sol poniente, buscar un desierto que no hubiera hollado ningún hombre y esperar sus señales. Cuando ella le preguntó por qué, qué era lo que debía buscar, el espíritu de sus antepasados le dijo que ya no era una niña que hacía vasijas para la lluvia, sino más bien un chamán, un heraldo elegido para anunciar el retorno del hermano blanco tanto tiempo perdido: Pahana. Y le explicó que, con el regreso de Pahana, el Pueblo del Sol conocería una nueva edad de oro.
—Pero ten cuidado —la previno también en sueños el espíritu del clan— porque, si tú no estás allí para recibirlo e instruirlo, el hermano blanco se perderá, y el Pueblo del Sol no volverá a vivir la edad de oro de los antepasados.
Sin decir nada a su familia, Hoshi’tiwa reunió en silencio las pocas cosas que poseía —su bolsa de medicinas, sus totems y un terrón de arcilla que había traído del Lugar del Centro—, cargó junto con ellas a su espalda comida y agua, tomó un fuerte bastón para apoyarse, volvió la espalda al sol naciente y echó a andar hacia el oeste. Era un camino largo y los años pesaban sobre ella. Pero haría como el Espíritu Tortuga le había indicado que hiciera.
Encontraría aquel desierto, llamado Mojave, y esperaría allí, durante siglos si fuera preciso, la llegada de Pahana, el hermano blanco de su pueblo, perdido hacía tantísimo tiempo.