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Cuando salía de la gran ciudad, cargada con sus posesiones, comida y la estera para dormir enrollada sobre los hombros, miró a través de las puertas abiertas de las casas vacías.

Muchas familias las habían abandonado dejando atrás cestos, vasijas, ropas, sandalias e incluso alimentos. Vio cadáveres insepultos en algunas, pero no podía hacer nada por ellos. Oyó silbar el viento en la gran plaza, penetrar el sol en el interior de las kivas abandonadas, y comprendió que era la última en vivir allí y que, tras su marcha, pasarían siglos hasta que un ser humano volviera a visitar aquel lugar.

Cuando el cañón quedó a su espalda, lo único que quedó en el Lugar del Centro fueron espíritus y el viento solitario ululando a través de la desierta plaza.

Chi Chi fue su única compañía en su viaje al norte, en el que encontró peligros y riesgos, en el que se sintió débil por el hambre y la sed, durante el que el temor la obligó en ocasiones a ocultarse en cuevas.

El hermoso pájaro era para ella el recuerdo del hombre al que había amado, que le dio fuerzas para proseguir.

Llegó por fin al lugar donde había nacido y lo halló abandonado, al igual que los campos y el refugio construido en la pared del acantilado.

Encontró unos viajeros que le dijeron que su pueblo había emigrado hacia el norte, y supo así que era allí donde se reuniría con su familia.

Llegó a la mina de turquesas adonde habían llevado a Ahoté, y allí supo que los capataces la habían abandonado, dejando a los esclavos encadenados en sus calabozos. Vio los huesos y cráneos de los hombres que habían muerto juntos sin haber podido librarse de sus grilletes, y gimió y se golpeó el pecho culpándose de la terrible muerte de Ahoté.